domingo, 3 de mayo de 2015

EL REY LEON

 EL REY LEON


AUTOR: WALT DISNEY

La historia del Rey de la selva. La fascinante historia del Rey Leon.

En la selva virgen, donde los animales salvajes viven y luchan manteniendo el equilibrio natural que impone la ley del más fuerte, el leon Mufasa reina solemnemente junto a su esposa Saraby. Ambos han traido al mundo a Simba, un precioso leoncito.

Simba es sucesor al trono, algo que no le gusta a su tío Scar, el hermano menor de Mufasa, resentido por no poder reinar y por lo que prepara un plan para ocupar el trono.

Con la ayuda de tres malvadas y tontas hienas, Scar urde una treta en la que su hermano y rey Mufasa muere en una estampida y provoca que Simba crea que ha sido por su culpa, ya que su padre murió para rescatarlo a él de la estampida y decida huir a la selva, después de que las tres hienas quisieran matarlo también.

Allí conoce a un suricato llamado Timón y a un facóquero llamado Pumba, que le adoptaran y, además de entablar amistad, le enseñan la filosofía de vivir sin preocupaciones: el Hakuna Matata. Mientras tanto, su tío Scar, en el funeral de Mufasa y su hijo Simba, toma el trono y anuncia el nacimiento de una nueva era.

Años después, un Simba ya adulto rescata a Pumba de ser comido por una leona. Ésta resulta ser su antigua amiga de infancia Nala, que al reconocerlo le pide que vuelva para recuperar el trono.

El reino se ha convertido en un auténtico despropósito, mal gobernado y sin comida ni agua. Simba, que en un primer momento no quiere renunciar a su actual estilo de vida, finalmente acepta tras entablar conversación con un mandril llamado Rafiki, el cual le habla sobre su padre.

En ese momento, el alma de su padre aparece en el cielo, diciéndole que debe recordar quién es y de donde viene. Después de que el alma de Mufasa desaparezca, Simba, junto con Rafiki, reflexiona sobre lo que él debe hacer y así parte inmediatamente a su hogar a reclamar el trono.

Simba, a quien en un principio todos confunden con su padre, es testigo de la decadencia de su reino y enfurecido decide actuar. Es en este momento cuando Simba obliga a Scar a revelar el secreto que guardaba todos esos años: ser el responsable por la muerte de Mufasa. Aun cuando Simba alega que había sido un accidente, Scar aprovecha, y junto con sus hienas, lo lleva hasta el borde de un precipicio.

En ese momento, un trueno cae sobre el pastizal seco e inicia un incendio. Simba resbala y trata de sostenerse, con sus patas delanteras sobre el borde. Entonces Scar lo toma de sus patas y confiesa en ese momento, que él fue el verdadero asesino de su padre. Simba lleno de rabia salta sobre Scar y lo obliga a confesar públicamente.

Tras una batalla final, en la que Scar termina siendo asesinado por las hienas , que eran además sus aliadas, el ciclo de la vida se cierra con el ascenso al trono de Simba, con el remate final de un epílogo, en el que Simba y Nala se casan y Rafiki presenta a la nueva y futura sucesora de ambos, Kiara.


sábado, 2 de mayo de 2015

EL YASSÍ-YATERÉ

EL YASSÍ-YATERÉ


LEYENDA DEL ESTE ARGENTINO
La selva está silenciosa, soportando la pesadez del calor. Se oyen solamente los silbidos de algún pájaro o el canto de la chicharra, que es incansable, cuando inicia su concierto.
De pronto crujen las hojas secas. Corren alarmadas las lagartijas, a buscar mejor resguardo. Los pasos se acercan. Y una figura humana se dibuja perfectamente. Su ancho sombrero de paja dificulta ver su cara. Pero en los claros donde se filtra el sol, brilla su bastón de oro. Es de poca talla. Se diría que es un enano.
Se esconde detrás de los árboles. No desea que lo vean. ¿Por qué su cautela?
Porque quiere llegar de sorpresa. Busca niños, de entre ésos que no duermen la siesta.
Si alguno ha penetrado en la espesura en un descuido de sus mayores, lo toma desprevenido, lo sujeta en sus brazos y lo lleva hasta la parte más sombría, donde las lianas y tacuarembós forman tupida techumbre.
Los más prudentes, los que están en sus casas, oyen el silbido, que parte desde la selva, desde lejos, y saben que está festejando su buena suerte.
Otros dicen que el silbido proviene de un pajarillo que nadie ha descubierto, pues anida en lo más espeso del intrincado monte.
Pero todos, al oírlo, se recatan.


EL GALLO DE CORRAL Y LA VELETA

EL GALLO DE CORRAL Y LA VELETA




Había una vez dos gallos, uno en el corral y el otro en la cima del tejado; los dos muy arrogantes y orgullosos. Ahora bien, ¿cuál era el más útil? Dinos tu opinión; de todos modos, nosotros nos quedaremos con la nuestra.

El corral estaba separado de otro por una valla. En el segundo había un estercolero, y en éste crecía un gran pepino, consciente de su condición de hijo del estiércol.

«Cada uno tiene su sino –se decía para sus adentros-. No a todo el mundo le es concedido nacer pepino, forzoso es que haya otros seres vivos. Los pollos, los gansos y todo el ganado del corral vecino son también criaturas. Levanto ahora la mirada al gallo que se ha posado sobre el borde de la valla, y veo que tiene una significación muy distinta del de la veleta, tan encumbrado, pero que, en cambio, no puede gritar, y no digamos ya cantar. No tiene gallinas ni polluelos, sólo piensa en sí y cría herrumbre. El gallo del corral, ¡ése sí que es un gallo! Miradlo cuando anda, ¡qué garbo! Escuchadlo cuando canta, ¡deliciosa música! Dondequiera que esté se oye, ¡vaya corneta! ¡Si saltase aquí y se me comiese troncho y todo, qué muerte tan gloriosa!», suspiró el pepino.

Aquella noche estalló una terrible tempestad; las gallinas, los polluelos y hasta el propio gallo corrieron al refugio; el viento arrancó la valla que separaba los dos corrales. Total, un alboroto de mil diablos. Volaron las tejas, pero la veleta se mantenía firme, sin girar siquiera; no podía hacerlo, a pesar de que era joven y recién fundida; pero era prudente y reposada como un viejo. No se parecía a las atolondradas avecinas del cielo, gorriones y golondrinas, a las cuales despreciaba («¡esos pajarillos piadores, menudos y ordinarios!»). Las palomas eran grandes, lustrosas y relucientes como el nácar; tenían algo de veleta, más eran gordas y tontas. Todos sus pensamientos se concentraban en llenarse el buche - decía la veleta -; y su trato era aburrido, además. También la habían visitado las aves de paso, contándole historias de tierras extrañas, de caravanas aéreas y espantosas aventuras de bandidos y aves rapaces. La primera vez resultó nuevo e interesante, pero luego observó la veleta que se repetían, qué siempre decían lo mismo, y todo acaba por aburrir. Las aves eran aburridas, y todo era aburrido; no se podía alternar con nadie, todos eran unos sosos y unos estúpidos. No valía la pena nada de lo que había visto y oído.

-¡El mundo no vale un comino! -decía-. Todo es absurdo.

La veleta era eso que solemos llamar abúlica, condición que, de haberla conocido, seguramente la habría hecho interesante a los ojos del pepino. Pero éste sólo tenía pensamientos para el gallo del corral, que era su vecino.

El viento se había llevado la valla, y los rayos y truenos habían cesado.

-¿Qué me decís de este canto? -preguntó el gallo a las gallinas y polluelos-. Salió un tanto ronco, sin elegancia.

Y las gallinas y polluelos se subieron al estercolero, y el gallo se acercó a pasos gallardos.

-¡Planta de huerto! -dijo al pepino, la cual, en esta única palabra, se dio cuenta de su inmensa cultura y se olvidó de que la arrancaba y se la comía.

¡Qué gloriosa muerte!

Acudieron las gallinas, y tras ellas los polluelos, y cuando uno corría, corría también el otro, y todos cacareaban y piaban y miraban al gallo, orgullosos de pertenecer a su especie.

¡Quiquiriquí! -cantó él-. ¡Los polluelos serán muy pronto grandes pollos, si yo lo ordeno en el corral del mundo!

Y las gallinas y los polluelos venga cacarear y piar. Y el gallo comunicó una gran novedad.

-Un gallo puede poner un huevo. Y, ¿saben lo que hay en el huevo? Pues un basilisco. Nadie puede resistir su mirada. Bien lo saben los hombres, y ahora ustedes saben lo que hay en mí; saben que soy el rey de todos los gallineros.

Y el gallo agitó las alas, irguió la cresta y volvió a cantar, paseando una mirada escrutadora sobre todas las gallinas y todos los polluelos, los cuales se sentían orgullosísimos de que uno de los suyos fuese el rey de los gallineros. Y arreciaron tanto los cacareos y los píos, que llegaron a oídos del gallo de la veleta; pero no se movió ni impresionó por eso.

«¡Todo es absurdo! -repitió para sus adentros-. El gallo del corral no pone huevos, ni yo tampoco. Si quisiera, podría poner uno de cáscara blanda, pero ni esto se merece el mundo. ¡Todo es absurdo! ¡Ni siquiera puedo seguir aquí!».

Y la veleta se desplomó, y no aplastó al gallo del corral, «aunque no le faltaron intenciones», dijeron las gallinas. ¿Y qué dice la moraleja?

"Vale más cantar que ser abúlico y venirse abajo".

Había una vez dos gallos, uno en el corral y el otro en la cima del tejado; los dos muy arrogantes y orgullosos. Ahora bien, ¿cuál era el más útil? Dinos tu opinión; de todos modos, nosotros nos quedaremos con la nuestra.

El corral estaba separado de otro por una valla. En el segundo había un estercolero, y en éste crecía un gran pepino, consciente de su condición de hijo del estiércol.

«Cada uno tiene su sino –se decía para sus adentros-. No a todo el mundo le es concedido nacer pepino, forzoso es que haya otros seres vivos. Los pollos, los gansos y todo el ganado del corral vecino son también criaturas. Levanto ahora la mirada al gallo que se ha posado sobre el borde de la valla, y veo que tiene una significación muy distinta del de la veleta, tan encumbrado, pero que, en cambio, no puede gritar, y no digamos ya cantar. No tiene gallinas ni polluelos, sólo piensa en sí y cría herrumbre. El gallo del corral, ¡ése sí que es un gallo! Miradlo cuando anda, ¡qué garbo! Escuchadlo cuando canta, ¡deliciosa música! Dondequiera que esté se oye, ¡vaya corneta! ¡Si saltase aquí y se me comiese troncho y todo, qué muerte tan gloriosa!», suspiró el pepino.

Aquella noche estalló una terrible tempestad; las gallinas, los polluelos y hasta el propio gallo corrieron al refugio; el viento arrancó la valla que separaba los dos corrales. Total, un alboroto de mil diablos. Volaron las tejas, pero la veleta se mantenía firme, sin girar siquiera; no podía hacerlo, a pesar de que era joven y recién fundida; pero era prudente y reposada como un viejo. No se parecía a las atolondradas avecinas del cielo, gorriones y golondrinas, a las cuales despreciaba («¡esos pajarillos piadores, menudos y ordinarios!»). Las palomas eran grandes, lustrosas y relucientes como el nácar; tenían algo de veleta, más eran gordas y tontas. Todos sus pensamientos se concentraban en llenarse el buche - decía la veleta -; y su trato era aburrido, además. También la habían visitado las aves de paso, contándole historias de tierras extrañas, de caravanas aéreas y espantosas aventuras de bandidos y aves rapaces. La primera vez resultó nuevo e interesante, pero luego observó la veleta que se repetían, qué siempre decían lo mismo, y todo acaba por aburrir. Las aves eran aburridas, y todo era aburrido; no se podía alternar con nadie, todos eran unos sosos y unos estúpidos. No valía la pena nada de lo que había visto y oído.

-¡El mundo no vale un comino! -decía-. Todo es absurdo.

La veleta era eso que solemos llamar abúlica, condición que, de haberla conocido, seguramente la habría hecho interesante a los ojos del pepino. Pero éste sólo tenía pensamientos para el gallo del corral, que era su vecino.

El viento se había llevado la valla, y los rayos y truenos habían cesado.

-¿Qué me decís de este canto? -preguntó el gallo a las gallinas y polluelos-. Salió un tanto ronco, sin elegancia.

Y las gallinas y polluelos se subieron al estercolero, y el gallo se acercó a pasos gallardos.

-¡Planta de huerto! -dijo al pepino, la cual, en esta única palabra, se dio cuenta de su inmensa cultura y se olvidó de que la arrancaba y se la comía.

¡Qué gloriosa muerte!

Acudieron las gallinas, y tras ellas los polluelos, y cuando uno corría, corría también el otro, y todos cacareaban y piaban y miraban al gallo, orgullosos de pertenecer a su especie.

¡Quiquiriquí! -cantó él-. ¡Los polluelos serán muy pronto grandes pollos, si yo lo ordeno en el corral del mundo!

Y las gallinas y los polluelos venga cacarear y piar. Y el gallo comunicó una gran novedad.

-Un gallo puede poner un huevo. Y, ¿saben lo que hay en el huevo? Pues un basilisco. Nadie puede resistir su mirada. Bien lo saben los hombres, y ahora ustedes saben lo que hay en mí; saben que soy el rey de todos los gallineros.

Y el gallo agitó las alas, irguió la cresta y volvió a cantar, paseando una mirada escrutadora sobre todas las gallinas y todos los polluelos, los cuales se sentían orgullosísimos de que uno de los suyos fuese el rey de los gallineros. Y arreciaron tanto los cacareos y los píos, que llegaron a oídos del gallo de la veleta; pero no se movió ni impresionó por eso.

«¡Todo es absurdo! -repitió para sus adentros-. El gallo del corral no pone huevos, ni yo tampoco. Si quisiera, podría poner uno de cáscara blanda, pero ni esto se merece el mundo. ¡Todo es absurdo! ¡Ni siquiera puedo seguir aquí!».

Y la veleta se desplomó, y no aplastó al gallo del corral, «aunque no le faltaron intenciones», dijeron las gallinas. ¿Y qué dice la moraleja?

"Vale más cantar que ser abúlico y venirse abajo".


Autor: Hans Christian Andersen

viernes, 1 de mayo de 2015

LEYENDA DEL CAÑON DEL ATUEL

LEYENDA DEL CAÑON DEL ATUEL


En el sur de la actual provincia de Mendoza vivía la tribu del cacique Talú. El padre de Talú murió cuando este era aún muy joven, pero a pesar de su corta edad supo asumir su rol y gobernar a su pueblo con sabiduría.
La vida de la tribu era pacífica y feliz, pero una gran sequía comenzó a azotar la región. Los ancianos y los niños más pequeños fueron los más afectados por la falta de agua, y pronto se dieron las primeras muertes. Sin dudar un instante, Talú reunió a sus hombres y partió con ellos en busca de agua para su pueblo.
En varias ocasiones recorrieron territorios por los que nunca antes habían transitado, pero sólo encontraron tierra reseca y cuarteada por el sol abrasador. Durante una de estas expediciones Talú conoció a una bella muchacha que vivía sola en un valle. El joven cacique habló con ella y decidió llevarla a vivir con su pueblo, al que ella no tardó en integrarse. Un profundo cariño nació entre ambos, y ella le confesó que su nombre era Clara, era huérfana, y había vivido sola en el valle durante años. Luego de varios meses decidieron casarse, y poco tiempo después nacía un bello niño al que llamaron Atuel.
Pese a la profunda alegría que les provocaba el nacimiento de Atuel, los miembros de la tribu no festejaron porque la prolongada sequía ya se había cobrado la vida de numerosos niños y ancianos. Los hombres blancos no tardaron en enterarse de la desesperante situación, y decidieron atacar para tomar control de los territorios. Los combates fueron feroces, pero los debilitados indios finalmente fueron vencidos, y todos los hombres de la tribu, incluido Talú, fueron asesinados. En medio de la confusión, Clara pudo esconderse con su hijo recién nacido, y cuando los hombres blancos finalmente abandonaron el lugar, sólo dejaron viudas, huérfanos y algunos hombres agonizantes.
Clara tomó entre sus brazos al pequeño Atuel y se encaminó hacia las altas montañas, allí donde cae el sol. Ascendió hasta una de las cumbres y rogó a los dioses que enviasen agua para que los sobrevivientes de la tribu pudiesen salvarse. Pasaba el tiempo y nada ocurría, así que Clara decidió ofrendar su vida y la de su hijo a los dioses. Al momento de morir, cada uno dejó caer una lágrima, y de ellas brotó un caudaloso río que se abrió paso por la tierra reseca hasta llegar a la aldea.
Las mujeres dieron de beber a los niños y, luego de mucho tiempo, volvieron a oírse risas en la aldea. Las más ancianas buscaron a Clara y su hijo, pero al no encontrarlos comprendieron que ellos eran los causante s de aquel milagro.

El río trajo nuevamente la vida al lugar, y por las noches su corriente arrullaba a la aldea con un sonido especial, parecido al llanto de un niño. Todos comprendieron que esas aguas conservaban el espíritu de Atuel, y así decidieron dar al río el nombre del pequeño heredero.

EL FORJADOR DE PÁJAROS

EL FORJADOR DE PÁJAROS

 
LEYENDA TEHUELCHE
 
Dicen que si no hubiera sido por los pájaros ni habrían existido los tehuelches. Y es verdad, porque fueron las aves las que ayudaron a escapar del gigante que lo perseguía al pequeño Elal, el héroe que más
tarde creó a los hombres de la Patagonia.
 Ellas fueron su transporte y su escolta, su abrigo y su alimento. Y ocupando lagunas, grutas y acantilados, se quedaron para siempre en la Patagonia.
 
Cuentan que en la isla de Kóoch, apenas nacido Elal, una Tuco-Tuco lo
ocultó en su cueva para salvarlo de la furia de su padre, que lo buscaba para matarlo. Sin  embargo Terr-Werr, la Tuco-Tuco, sabía que el escondite era inseguro y que tarde o temprano el gigante Nóshtex
devoraría al bebé, para impedir que un día se volviera más poderoso
que él. Pero para salvar al niño la Tuco-Tuco necesitaba ayuda, y al
primero que recurrió fue a Kiken, el chingolo.
 
Cerca de la laguna, Terr-Werr encontró a Kiken, que avanzó a los
saltitos a su encuentro. La Tuco-Tuco le dijo que necesitaba hablar
con el cisne, que nadaba muchos metros agua adentro, y le pidió por
favor que volara hasta él y lo llamara. El chingolo cumplió con este
primer encargo, y del mismo modo fue convocando a todos los animales
para que se reunieran en la asamblea donde se decidiría  el destino de
Elal. Y por eso que aun hoy Kiken es amigo de todos, hombres y
animales, cualquier sitio es su casa y es el primero en cantar cuando
llega el amanecer.
 
Una vez reunidos los animales, Terr-Werr les contó a todos de la
existencia de Elal, de cómo lo había salvado arrastrándolo hasta su
cueva, de cómo Nóshtex, su padre, furioso, removía las rocas de la
gruta para descubrirlo, de que el peligro era enorme...
 
Entonces Kíus, el cholo, pidió la palabra a la asamblea, y dijo:
 
- Fuera de la isla, hacia el oeste, mas allá del mar, hay una tierra
que sólo yo conozco. Podemos mandar el niño allí, y de este modo
Noshtex nunca podría alcanzarlo.
 
Y así se hizo, porque a todos les pareció bien la idea de Kíus.
 
Pero esa tierra desierta, la Patagonia, era el reino de Shíe, la
nieve, y de Kókeske, el Frío. Los dos hermanos, siempre juntos,
siempre de acuerdo, recorrían  permanentemente su territorio. Shíe
llegaba quedamente, deshaciendo en motas su vestido blanco, acolchando las rocas y tachonando el mar. Luego Kokeske endurecía la nieve caída y la volvía filosa, brillante y resbaladiza. A veces convocaban a Máip, el viento helado, que jugaba con Shíe haciéndola volar y corría
con Kókeske carreras velocísimas.
 
Los amos de la Patagonia se pusieron furiosos cuando descubrieron a
Elal, que bajaba del cerro Chaltén, donde lo había dejado el cisne,
para vivir en esa tierra y cambiarlo todo. A pesar de que los dos
hermanos atacaron al niño con todo su poder, no pudieron vencerlo y
para siempre le guardaron rencor, a él y al Chorlo, que había trazado
el camino del invasor. Por eso Kíus  sólo vive en la Patagonia mientras
el tiempo es cálido; emigra hacia el norte cuando el invierno se
acerca, temeroso de la venganza de Kókeske y Shíe.
 
Kápenk-och era un pájaro negruzco, le gustaba caminar por la tierra
buscando su alimento o posarse con su compañera en un arbusto bajo,
cantando y silbando a los cuatro vientos.
 Él fue el encargado de distraer al padre de Elal, el gigante Nóshtex, mientras Terr-Werr se dedicaba a los últimos preparativos de la fuga.
 
El gigante, pisoteando los matorrales, recorría la isla en busca de su
hijo, y Kápenk-och lo seguía volando bajo de rama en rama,
aturdiéndolo con sus silbidos agudos y revoloteándole alrededor. Ya se
acercaban al punto de la laguna desde donde partiría Elal cuando
Nóshtex, irritado, ordenó al pajarito:
 
- Cállate!!!
 
Pero Kápenk-och siguió cantando, cada vez mas fuerte.
 
Entonces el gigante  grito:
 
- ¡¡¡¡¡Cállate de una vez, te digo!!!!! – y al mismo tiempo le arrojó
una rama, de modo que una gruesa astilla se clavó en el pecho claro
del pajarito.
 
Kápenk-och dio un grito de dolor y se escapó sangrando, mientras
Nóshtex daba media vuelta fastidiando hacia su caverna. Cuando
 El pajarito, desfalleciente, llegó a la laguna, Elal curó con cuidado su
pecho tembloroso, y dispuso que ostentara para siempre en él, como una
insignia, el violento y hermoso color de la sangre. Y así distinguimos
todos al pecho-colorado.
 
 
Cuando Terr-Werr, la Tuco-Tuco, mandó llamar a todos los animales, le
pidió al piche que buscara al flamenco para que fuera él, una de las
aves más grandes, el encargado de transportar a Elal en su viaje hacia
la Patagonia.
 
Cuentan que el pinche fue a buscar diligentemente a la otra orilla
 De la laguna, pero en el camino se encontró con un gigante que se detuvo a observarlo. Entonces el animalito quiso disimular su apuro, se puso a husmear la tierra y así, como quien no quiere la cosa, logró
esconderse entre los juncales. Allí permaneció hasta que estuvo seguro
de que el gigante se había ido y sólo entonces retomó el camino.
Finalmente encontró al flamenco, que caminaba en círculos a
 Grandes pasos removiendo el agua, muy cerca de la orilla.
 
Recibido el mensaje, el flamenco se apuró a cruzar la laguna para ir
en busca de Elal, pero cuando llegó ya el niño se trepaba a las
blancas espaldas del cisne. Dicen que su desilusión fue tan grande que
no dijo nada y, parado en donde estaba, se quedó quieto, muy quieto,
doblando su ágil cuello y ocultando su cabeza debajo de un ala.
 
Entonces Elal, conmovido, quiso compensarlo con un regalo. Inspirado
por la visión deslumbrante del horizonte teñido por la aurora, pintó
para siempre sus plumas con el color rosado del amanecer.
 
Pero el cambio no calmó la pena del flamenco y, después de seguir
 A Elal detrás del cisne en su vuelo sobre el mar, se refugió en las
ocultas lagunas de la Patagonia, donde vive rodeado únicamente de los
suyos y se pasea con el cuello curvo y la cabeza gacha, para que nadie
advierta su mirada de tristeza.
 
Otro que llegó tarde a la cita de Elal fue Mexeush, el choique.
 Cuando Patenk, el zorro, fue a avisarle que el niño lo esperaba en la orilla
de la laguna, tuvo intenciones de ir a su encuentro. Estaba por
echarse a volar cuando advirtió que se acercaba uno de los gigantes;
entonces, acobardado, decidió ir caminando en dirección opuesta y dar
un rodeo. Cuando finalmente llegó a donde todos lo esperaban, Elal,
enojado, lo castigó quitándole la facultad de  volar.
 
Por eso Mexeush, a pesar de que sus alas son grandes y poderosas, no
puede planear como el cóndor por encima de las cumbres, ni seguir a
las canoas por el mar como los cormoranes, ni revolotear de mata en
mata como los chingolos. Tiene que conformarse con correr, velocísimo,
por la estepa, agitando vanamente sus alas inútiles.
 
Dicen que cuando los animales, reunidos en asamblea por el llamado de
Terr-Werr, decidieron salvar a Elal enviándolo a la Patagonia,
pensaron en que solamente tres aves reunían las condiciones necesarias
para poder cruzar el mar llevando en su lomo al niño hasta su tierra.
Por eso Terr-Werr convocó al cisne, al choique y al flamenco.
 
Pero, mientras los dos últimos se dirigían con retraso a la cita con
Elal, Kòokne, el cisne, avisado por el chingolo, nadó derechamente
hacia el escondite y accedió sin vacilar al pedido de la tuco-tuco.
 
Mientras escuchaba las indicaciones de Kius, y Terr-Werr, el cisne
esponjó las blancas plumas de su espalda para recibir a Elal,
 que se acomodó allí como en un nido. Carreteó un buen trecho por el campo y con un grito de despedida, se elevó en el aire rumbo al oeste, con su vuelo vigoroso y sostenido, que parecía incansable. Nadie conoce los detalles del viaje, pero dicen los tehuelches que fue durante su
transcurso que el niño y el cisne se hicieron amigos para siempre. Que
fue allí, en las alturas, donde Kòokne llamó “Elal”  por primera vez a
esa criatura sin nombre.
 
Elal y el cisne volaron dejando atrás la isla, por encima del mar inmenso, hasta avistar la montaña azul de la que les había hablado Kìus. Allí, en la cumbre del chalten, se posó Kòokne y cuidó a Elal durante tres días y tres noches, hasta que estuvo listo para bajar y comenzar su obra en la Patagonia. Entonces el cisne se retiró a las lagunas y a las costas del mar, desde donde se dice que todos los amaneceres recuerda a Elal y lo llama con un grito.
 
Así paso mucho tiempo y, una vez terminada su obra civilizadora,
cuando Elal decidió marcharse de la Patagonia, volvió a buscar
 a Kòokne. Dicen que el héroe montó en el cisne y se fue volando, siempre
hacia el este. Cuentan que cuando Kòokne estaba cansado se lo decía a
Elal, y el jinete lanzaba una flecha que se hundía en el agua. En ese
punto surgía una isla, adonde Kòokne se posaba para recuperar sus
fuerzas.
 
Por eso  los cisnes son sagrados para los tehuelches. No los cazan ni
los domestican para no atraerse la desgracia y, cuando un cisne muere,
ni siquiera los cóndores y otras aves carroñeras se animan a
despedazar su cadáver. Así lo dispuso la voluntad de Elal.
 
Dicen que al principio los tehuelches enseñaban a sus hijos a cuidarse
del cóndor, que de vez en cuando sorprendía en el cerro a un
 chico solitario y se lo llevaba para siempre a su guarida. Elal, que tenía
en ese entonces cuatro años, estaba un día echado boca arriba, mirando
el cielo abierto, donde las nubes se unían y separaban en una ronda
interminable, cuando vio un punto oscuro y lejano que, valanseándose,
se acercaba cada vez más.
 
Por la manera de planear, tardó un poco un reconocer al cóndor, entonces preparó una flechita para calzar en el pequeño arco que había fabricado y acostado, como estaba, apuntó hacia arriba, hacia el vientre negro del gran pájaro que descendía. La flecha dio en el blanco y el cóndor bajó aleteando ensordecedoramente hasta donde estaba Elal, que le dijo:
 - solamente quiero que me des una pluma 
 
El cóndor gritaba:
 
- ¡No te voy a dar! ¡No te voy a dar!
 
Y entonces Elal, de un manotón de su pequeña mano, le arrancó todas
Las  plumas de la cabeza y lo dejó pelado, tal como lo conocemos hoy.

EL PATITO FEO

EL PATITO FEO


¡Qué lindos eran los días de verano!, ¡qué agradable resultaba pasear por e campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de  heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Alrededor de los campos  había grandes bosques, en medio de los cuales se abrían hermosísimos lagos.
Sí, era realmente encantador estar en el campo. Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla. A los otros patos les interesaba más nadar por el foso que llegarse a conversar con ella.

Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. "¡Pip, pip!", decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón.
—¡Cuac, cuac! —dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos.
—¡Oh, qué grande es el mundo! —dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo.
—¿Creen acaso que esto es el mundo entero? —preguntó la pata—. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos —agregó, levantándose del nido—. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo.
Y fue a sentarse de nuevo en su sitio.
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? —preguntó una pata vieja que venía de visita.
—Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… —dijo la pata echada—. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme?
—Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper —dijo la anciana—. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron aquellos pavitos¡ ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo… ¡Ah, ése es un huevo de pava, puedes estar segura! Déjalo y enseña a nadar a los otros.
—Creo que me quedaré sobre él un ratito aún —dijo la pata—. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me hará daño.
—Como quieras —dijo la pata vieja, y se alejó contoneándose.
Por fin se rompió el huevo. "¡Pip, pip!",, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó:
—¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos. Habrá de meterse en el agua, aunque tenga que empujarlo yo misma.

Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua.
—¡Cuac, cuac! —llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movíanse sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros.
—No es un pavo, por cierto —dijo la pata—. Fíjense en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta enseguida de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gato.
Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato.
—¡Vean! ¡Así anda el mundo! —dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de anguila—. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac!
Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz:
—¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo.


Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello.
—¡Déjenlo tranquilo! —dijo la mamá—. No le está haciendo daño a nadie.
—Sí, pero es tan desgarbado y extraño —dijo el que lo había picoteado—, que no quedará más remedio que despachurrarlo.
—¡Qué lindos niños tienes, muchacha! —dijo la vieja pata de la cinta roja—. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo.
—Eso ni pensarlo, señora —dijo la mamá de los patitos—. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros.
Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas. —De todos modos, es macho y no importa tanto —añadió—, Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida.
—Estos otros patitos son encantadores —dijo la vieja pata—. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden tráermela sin pena.
Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas.
—¡Qué feo es! —decían.
Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentíase terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral.
Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían:
—¡Ojalá te agarre el gato, grandulón!
Hasta su misma mamá, deseaba que estuviese lejos del corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié.
Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo, saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires.
"¡Es porque soy tan feo!" —pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.
A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero.
—¿Y tú qué cosa eres? —le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía.
—¡Eres más feo que un espantapájaros! —dijeron los patos salvajes—. Pero eso nos importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.
¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano.
Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes.
—Mira, muchacho —comenzaron diciéndole—, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres.
—¡Bang, bang! —se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron por el oscuro boscaje, y fueron a perderse lejos, sobre el agua.
Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo!
El patito dio un suspiro de alivio.
—Por suerte, soy tan feo, que ni los perros tienen ganas de comerme —se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires.
Era muy tarde cuando las cosas se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies.
Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patitoo, que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo.
En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba "Hijito", sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre "Chiquitita Piernascortas". Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija.
Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.
—Pero, ¿qué pasa? —preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido—. ¡Qué suerte! —dijo—. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba.
Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: "nosotros y el mundo", porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo , y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo.
—¿Puedes poner huevos? —le preguntó.
—No.
—Pues entonces, ¡cállate!
Y el gato le preguntó:
—¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas?
—No.
—Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas.
Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que —¡no pudo evitarlo!— fue y se lo contó a la gallina.
—¡Vamos! ¿Qué te pasa? —le dijo ella—. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear.
—¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! —dijo el patito feo—. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!
—Sí, muy agradable —dijo la gallina—. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?
—No me comprendes —dijo el patito.
—Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar chispas.
—Creo que me voy a recorrer el ancho mundo —dijo el patito.
—Sí, vete —dijo la gallina.
Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era.
Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la tapia, graznaba "¡cau, cau!", de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien.

Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.
Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre criatura estrafalaria que era!
¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo. Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo, quedóse muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo.

A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo.
Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, metióse de un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí lanzóse de cabeza al cajón de la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían!… Fue una suerte que la puerta estuviese abierta. El patito se precipitó afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve recién caída.
Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera.
Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos, rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y se sintió sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía.
—¡Volaré hasta esas regias aves! —se dijo—. Me darán de picotazos hasta matarme, por haberme atrevido, feo como soy, a aproximarme a ellas. Pero, ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten, a sufrir los pellizcos de los patos, los picotazos de las gallinas, los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno.
Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas.
—¡Sí, mátenme, mátenme! —gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y repugnante, no, sino el reflejo de un cisne!
Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban… Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos.
En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó:
—¡Ahí va un nuevo cisne!
Y los otros niños corearon con gritos de alegría:
—¡Sí, hay un cisne nuevo!
Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de pan y de pasteles en el agua, y todo el mundo decía:
—¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es!
Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez, y escondió la cabeza bajo el ala, sin que supiese explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos. Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía como todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él, bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas, alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón:
—Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo.