LA MANDIOCA: UN REGALO DE TUPÁ
Esbelta, graciosa y muy bonita, Ñasaindí debía
tener unos quince años. Pese a su belleza, sus ojos negros y grandes miraban
con temor. Su cabello era largo y lacio, siempre lo adornaba con flores de
piquillín. Cubría su cuerpo con un tipoy tejido con fibras de caraguatá,
ajustado en la cintura con una chumbé de algodón de vistosos colores.
Sus pies descalzos parecían no tocar la tierra
al caminar: así era, suave y liviana.
Con el propósito de recoger tiernos frutos de
palmera (cogollos), venía desde muy lejos trayendo una cesta fabricada con
tacuarembó. Dispuesta, llegó a la zona más poblada de palmeras confiada en que
podría alcanzar los ansiados frutos, pero, al verlos tan altos comprendió que
le iba a ser imposible. Trató entonces de llegar, subió por el tallo, pero se
vio obligada a desistir.
Desilusionada, miró desde abajo el penacho
verde de las palmeras trataba de hallar un medio que le permitiera conseguir
los cogollos buscados. A punto de desistir de su intento; comprobó que algo se
movía entre una cascada de helechos. Se acercó un poco más y notó que se
trataba de un muchacho. Sus manos recias empuñaban el arco y la flecha, sus
ojos miraban con atención hacia un lugar cercano.
Ñasaindí dirigió su vista hacia el mismo sitio
y pudo divisar a la víctima a la que estaba destinada la flecha del
desconocido: se trataba de un hermoso maracaná que, tranquilamente posado en la
rama de un ñandubay ignoraba completamente su próximo final.
La joven sintió tanta pena por el espléndido
animal, cuyo intenso y brillante colorido era una nota de alegría y de luz
entre los verdes del bosque, que sin pensarlo pegó un grito y desvió la
atención del cazador. El maracaná, puesto sobre aviso, con vuelo un tanto
pesado, se internó en la espesura.
El cazador salió de su escondite y, ante la
presencia inesperada de la niña, quedó atónito, mirándola. Su belleza y su
expresión lo hechizaron, al instante había olvidado la pieza de caza. La
muchacha bajó la vista, temerosa, pero escuchó que el joven le hablaba con
voz suave:
-(Quién
eres? ¿Qué haces aquí?
-Soy
Ñasaindí y pertenezco a la tribu del ruvichá Sagua-á...-respondió casi de modo
inaudible.
-(Ya qué has venido a los dominios de mi padre, Ñasaindí?
La niña miró los penachos de las palmeras que la brisa convenía en grandes
abanicos y el muchacho adivinó su intención:
-Querías alcanzar cogollos de palmera, ¿no es cieno? -dijo, y depositó el arco
en el suelo y la flecha que aún conservaba en la mano, trepó al tallo de una de
las palmeras y con movimientos rápidos de sus piernas, acostumbradas a esos
ejercicios, llegó donde los cogollos tiernos se ofrecían generosos y frescos.
Se los arrojó a Ñasaindí desde arriba, ella
sonreía. En pocos minutos la cesta estuvo llena: el rostro de la joven
reflejaba un gran placer. Gracias al servicial desconocido, su viaje no había
sido infructuoso.
Cuando el muchacho bajó de la palmera, los
ojos de Ñasaindí brillaban: tal vez de alegría y de agradecimiento. Él seguía
embohndo, pero la quiso retener. La joven debía cruzar el río para regresar con
los suyos... Entonces, ante la insistencia del muchacho de pasar más tiempo con
ella, no tuvo más remedio que contarle su historia:
Hace tiempo que los hijos de la mujer que me
crió partieron hacia el norte con otros y tardan en volver. Los alimentos
comienzan a escasear, y la señora me envió a buscar frutos... Yo no tengo
padres... Murieron hace muchos años, cuando yo era pequeña.
El muchacho se entristeció mucho ante
semejante historia, no podia creer que quien había criado a la niña la mandara
a un lugar tan lejano que para llegar había que cruzar un río peligroso. Al
mirar detenidamente su rostro imaginó que ella no era feliz, y desde el fondo
de su corazón le prometió cuidado y cariño.
La alegría que le causó a Ñasaindí aquel ofrecimiento se transparentó en su
dulce mirada y en su sonrisa agradecida, y no dudó en aceptar.
Catupiri, así se llamaba el joven, resultaba
ser el menor de los hijos del cacique Marangatú, poderoso y respetado, incluso
fuera de sus tierras. Desde pequeño había sido preparado en las artes de
La
guerra por un diestro guerrero de la tribu, pero su madre, que no lo descuidaba
jamás, conservó su corazón tierno y su alma pura como cuando era pequeño. Su
bondad reflejaba tal cual el tierno corazón de ella.
Y justo en ese momento, Catupirí evocó a su
madre: recordó su gran bondad y el cariño que por él sentía. Pensó en
llevarse a Ñasaindi consigo: deseaba hacerla su esposa.
Tambien pensaba en el cacique: él no vería con
buenos ojos que su hijo llevara a la tribu a una extranjera, a
una desconocida, y menos aún con la intención de casarse con ella. De igual
manera, decidió que la presentaría, aunque, al principio por lo menos, la
ocultaría de los ojos de su padre, solo se la confiaría a su madre. Estaba
seguro de que ella sabría comprender y sin duda llegaría a sentir gran cariño
por aquella joven desamparada, al verla tan buena, tan inocente y tan
hermosa...
- Quieres venir a nuestra tribu, Ñasaindí? Mi
madre te recibirá como a una hija y te brindará el cariño que hasta ahora te ha
faltado.
Ñasaindí sintió miedo, pero nada podía ser más
duro que la vida que llevaba. Volvió a mirar el tierno rostro de Carupirí y
sonrojándose, vociferó:
-Acepto!
Los dos jóvenes tomaron el camino que conducía
a la toldería: conversaban y reían, y así llegaron donde se levantaban los
toldos de los súbditos del gran Marangatú.
Atardecía. El cielo, con los más bellos rojos
y dorados, parecía sumergirse en las tranquilas aguas del río. Los pájaros
retornaban a sus nidos y la flor del irupé cerró sus pétalos ocultando sus galas.
Al día siguiente, el sol, al alcanzarla con uno de sus rayos, la volvió a
despertar: paz y tranquilidad reinaban sobre la tierra.
Carupirí, que ocultaba a su compañera, fue
hasta su toldo, la dejó y le fue a dar la noticia a su madre. Nadie los había
visto llegar, de modo que le sería muy fácil ocultarla hasta que pudiera
convencer a su padre.
Pero Carupirí se equivocaba. Unos ojos que
brillaban con maldad lo observaban desde muy cerca: era Cava-Pitá, la
hechicera, que escondida detrás de un corpulento zuiñandí no había perdido
detalle de la llegada de los jóvenes.
La mujer sonrió y, guiada por su espíritu
mezquino, se propuso poner al tanto de lo ocurrido al señor cacique, que había
salido con sus guerreros y no volvería hasta el día siguiente: Ya vería la
extranjera que su vocecita dulce y sus expresiones inocentes no serían
suficientes para engañar al cacique tal como lo había hecho con el hijo!
Por la mañana temprano llegaron Marangatú, el
cacique, y sus acompañantes, toda la tribu los recibió con júbilo: habían
logrado importantes piezas de caza y traían también un hermoso guasú vivo.
Con paciencia, Cava-Pitá esperó que el cacique
quedara solo, y en el momento oportuno se acercó a él para referirle, a
su manera la llegada de Ñasaindí a la tribu. No conforme con esto, y gracias a
la confianza que en ella tenía Marangatú, le fue, muy fácil convencerlo de que
la extranjera era una enviada de. Añá, que se valía del joven para provocar la
desgracia de la tribu.
La sorpresa del cacique pronto se transformó
en profunda indignación: él no podía tolerar la intromisión de una desconocida
en sus dominios y mucho menos sabiendo, gracias a los buenos oficios de la
hechicera, que se trataba de una enviada del diablo.
Poseido por una intensa cólera, Marangatú hizo
llamar a su hijo para recriminarle su indigno proceder y su desobediencia: lo
increpo duramente acusándole de su falta de respeto y, a los gritos, lo conminó
para que trajera a la enviada del mal.
Catupiri quedó confundido. Su padre creía
que, valiéndose de quien sabe qué poderes maléficos, Ñasaindí lo había
obligado a traerla consigo; pero él sabía que no era así. El cacique, al verla,
se I convencieria de que estaba equivocado.
Corrio en busca de la hermosa doncella y la
llevó junto al temible Marangatú, que ante su presencia quedó maravillado: su
hermoso rostro y la dulzura de su mirada lo conquistaron de inmediato. Debia
haber una equivocación. Era imposible que una niña tan inocente, tan
dulce y tan tímida, tuviera las malvadas intenciones que le atribuía
Cava-Pitá.
El ruvichá conversó con Ñasaindí. Ella le
contó de su .niñez triste y sin afectos, y de su alegría al encontrar al buen
Carupirí, que deseaba hacerla su esposa. Entonces, el gran Marangatú comprendió
el noble amor que acercaba a los jóvenes y dio su consentimiento para que
unieran sus destinos como era el deseo y la voluntad de ambos.
Tiempo después, Ñasaindí se convirtió en la esposa de Carupirí, aquel muchacho
de corazón generoso y noble que la había encontrado día en el bosque...
Por supuesto, al no lograr su cometido, la
maldad y la envidia de Cava-Pita se acrecentaron y, llena de nuevos bríos,
comenzó a idear un plan ¡Ya llegaría el momento en que se
cumpliera su venganza!
La felicidad de Ñasaindí y de Catupirí era
cada día mayor. Ningún mal había alcanzado a la tribu y todos olvidaron por
completo los vaticinios de la malvada Cava-Pitá.
Cuando tuvieron un hijo se hizo más grande y
efectiva la dicha de la que gozaban. El pequeño Chirirí era dulce y bueno, como
su madre, y tenaz como su padre. Mientras crecía, todos los niños de la tribu
se iban haciendo sus amigos. Diariamente se los veía jugando en el bosque o en
la costa del río, donde sentían gran placer.
El cacique, orgulloso de su nieto, le había
regalado un arco y una flecha hechos expresamente para él, y entre los momentos
más felices de su vida se contaban aquellos en que salía con el niño a
enseñarle el manejo de estas armas.
Todos vivían contentos en la tribu, ya nadie
consideraba a Ñasaindí como una extranjera a la que se debía despreciar, sino
que, por el contrario, gracias a su bondad, se había ganado la simpatía y el
afecto de la gente.
La única que conservaba su odio era Cava-Pitá,
para quien la idea de venganza se afianzaba a medida que pasaba el tiempo.
Estaba segura de que este sentimiento no la abandonaría hasta ver a Ñasaindí
arrojada de la aldea, como había propuesto desde un principio.
Tenía que convencer a la tribu de que la
esposa de Catupirí, bajo ese aspecto dulce y tierno, encubría a una enviada de
Añá para hacer el mal y que solo esperaba el momento oportuno para cumplir los
mandatos del demonio.
A fin de convencerlos, decidió ensayar una
nueva acusación. Haciendo uso de sus sentimientos mezquinos y perversos divulgó
la noticia de que el pequeño Chirirí se hallaba poseído por un mal espíritu,
que condenaría a muerte infaliblemente, después de un corto tiempo, a los niños
que lo acompañaban en sus juegos.
La noticia corrió por la tribu con la
velocidad del rayo y todas las madres, temerosas del trágico final que podrían
tener sus hijos, los retuvieron con ellas para que no se acercaran al pequeño
Chirirí.
Sin embargo, esto no fue suficiente para la
hechicera, porque ella quería levantar a toda la tribu contra la inocente
Ñasaindí.
En
esa forma, considerándola culpable, la hubieran expulsado de la
aldeaindígena por temor al maleficio que la poseía. Como no
consiguió su propósito, optó por poner en práctica un
plan diabolico con el que, estaba segura, se cumpliría con creces
su venganza.
Preparó un brebaje dulce, exquisito, al que
agregó una pequeña pocionde activísimo veneno.
Con zalamerías llamaba a los pequeños
amigos de Chirirí y les daba atomar el jarabe mortífero que ellos bebían
golosos. Poco les duraba el placer, ya que luego morían entre las más
espantosas contorsiones, envenenados por la infame hechicera.
Al ignorar las madres la existencia del famoso
jarabe, aceptaron comoexplicación de la muerte de sus hijos el maleficio
del que suponian estaban poseídos el pequeño Chirirí y su madre,
tal como lo predijera en tantas oportunidades la famosa Cava-Pitá.
Ya no
les quedó la menor duda: la extranjera era una enviada de Aña, llegada a
la comarca para causar la desgracia de la tribu de MarangatúTodos
estuvieron en contra de Ñasaindí y de Ñasaindí y de Catapirí de
quienes decidieron vengarse matando a su hijito.
La hechicera gozaba su victoria: había
pasado un tiempo muy largo antes de lograr su propósito, pero por fin
consiguió que la tribu enteraodiara a la intrusa. Entonces, alentada por
el triunfo fue levantando los ánimos de toldo en toldo. Incitaba a
unos ya a dar muerte al pequeño Chirirí, único medio para librarse
de los designios de Añá
En un grupo encabezado por la perversa
Cava-Pitá, con palos y lanzas,hombres y mujeres se dirigieron al toldo de
Catupirí: tomaron por la fuerza a los padres de la criatura, los llevaron
a los bosques y los amarraron con fibras de caraguatá al tronco de un
ñandubay para quefueran testigos impotentes de la muerte de su hijo.
La dulce Ñasaindí dejaba oír
desgarradores sollozos, gritaba por por su inocencia y pedía
piedad para su pequeño Chirirí, mientras el valienteCatupirí realizaba
desesperados esfuerzos por librarse de las ligaduras.
Todo
en vano. Buen cuidado habían tenido sus verdugos.
Cava-Pita saboreaba
el triunfo, decidió ser ella misma quien matara al pequeño, que atado
de pies y manos, permanecía en el suelo y seesforzaba por dejar sus
manitos libres.
Preparó el arco y la flecha envenenada, y
cuando se dispuso a arrojarsela al niño, que lloraba ante sus padres
desesperados, un ruido espantoso atronó el bosque y una lengua de fuego bajó
desde el cielo repentinamente oscurecido y dejó fulminada a la perversa
hechicera, que rodó por el suelo.
Los que presenciaban la escena vieron en esto
un castigo de sus dioses justicieros a la maldad y a la envidia y, convencidos
de su error, desataron a los padres de la criatura que aún se hallaba en el
suelo, a poca distancia de ellos.
Ñasaindí corrió a levantar a su hijito, que
medio desvanecido por el terror casi no podía moverse. Lo desató y lo abrazó
estrechándolo contra su corazón, mientras las lágrimas corrían por sus pálidas
mejillas.
Con las cabezas gachas, avergonzados, con el
paso vacilante, los que creyeron las calumnias de la perversa hechicera
decidieron retomar a sus toldos, no sin antes dirigir una mirada triste al
sitio donde el pequeño Chirirí estuviera algunos minutos, echadito en el suelo,
esperando la muerte en manos de la falsa Cava-Pitá.
La sorpresa de todos fue muy grande cuando
observaron que justo en ese mismo lugar crecía una planta nueva, desconocida
hasta entonces. La llamaron mandioca y en ella vieron la justicia de
sus dioses buenos, que sabían recompensar el bien y castigaban hasta con
la muerte a los que procedían mal.
La mandioca es el regalo de Tupá a
los hombres para que les sirva de alimento: posee el dulce corazón de Ñasaindí
y de Chirirí, y otorga, al que la come, fortaleza y energía, como la que
siempre tuvo Catupirí.
Esbelta,
graciosa y muy bonita, Ñasaindí debía tener unos quince años. Pese a su
belleza, sus ojos negros y grandes miraban con temor. Su cabello era largo y
lacio, siempre lo adornaba con flores de piquillín. Cubría su cuerpo con un
tipoy tejido con fibras de caraguatá, ajustado en la cintura con una chumbé de
algodón de vistosos colores.
Sus
pies descalzos parecían no tocar la tierra al caminar: así era, suave y
liviana.
Con
el propósito de recoger tiernos frutos de palmera (cogollos), venía desde muy
lejos trayendo una cesta fabricada con tacuarembó. Dispuesta, llegó a la zona
más poblada de palmeras confiada en que podría alcanzar los ansiados frutos,
pero, al verlos tan altos comprendió que le iba a ser imposible. Trató entonces
de llegar, subió por el tallo, pero se vio obligada a desistir.
Desilusionada,
miró desde abajo el penacho verde de las palmeras trataba de hallar un medio
que le permitiera conseguir los cogollos buscados. A punto de desistir de su
intento; comprobó que algo se movía entre una cascada de helechos. Se acercó un
poco más y notó que se trataba de un muchacho. Sus manos recias empuñaban el
arco y la flecha, sus ojos miraban con atención hacia un lugar cercano.
Ñasaindí
dirigió su vista hacia el mismo sitio y pudo divisar a la víctima a la que
estaba destinada la flecha del desconocido: se trataba de un hermoso maracaná
que, tranquilamente posado en la rama de un ñandubay ignoraba completamente su
próximo final.
La
joven sintió tanta pena por el espléndido animal, cuyo intenso y brillante
colorido era una nota de alegría y de luz entre los verdes del bosque, que sin
pensarlo pegó un grito y desvió la atención del cazador. El maracaná, puesto
sobre aviso, con vuelo un tanto pesado, se internó en la espesura.
El
cazador salió de su escondite y, ante la presencia inesperada de la niña, quedó
atónito, mirándola. Su belleza y su expresión lo hechizaron, al instante había
olvidado la pieza de caza. La muchacha bajó la vista, temerosa, pero escuchó
que el joven le hablaba con voz suave:
-(Quién
eres? ¿Qué haces aquí?
-Soy
Ñasaindí y pertenezco a la tribu del ruvichá Sagua-á...-respondió casi de modo
inaudible.
-(Ya qué has venido a los dominios de mi
padre, Ñasaindí?
La niña miró los penachos de las palmeras que
la brisa convenía en grandes abanicos y el muchacho adivinó su intención:
-Querías alcanzar cogollos de palmera, ¿no es
cieno? -dijo, y depositó el arco en el suelo y la flecha que aún conservaba en
la mano, trepó al tallo de una de las palmeras y con movimientos rápidos de sus
piernas, acostumbradas a esos ejercicios, llegó donde los cogollos tiernos se
ofrecían generosos y frescos.
Se
los arrojó a Ñasaindí desde arriba, ella sonreía. En pocos minutos la cesta
estuvo llena: el rostro de la joven reflejaba un gran placer. Gracias al
servicial desconocido, su viaje no había sido infructuoso.
Cuando
el muchacho bajó de la palmera, los ojos de Ñasaindí brillaban: tal vez de
alegría y de agradecimiento. Él seguía embohndo, pero la quiso retener. La
joven debía cruzar el río para regresar con los suyos... Entonces, ante la
insistencia del muchacho de pasar más tiempo con ella, no tuvo más remedio que
contarle su historia:
Hace
tiempo que los hijos de la mujer que me crió partieron hacia el norte con otros
y tardan en volver. Los alimentos comienzan a escasear, y la señora me envió a
buscar frutos... Yo no tengo padres... Murieron hace muchos años, cuando yo era
pequeña.
El muchacho se entristeció mucho ante semejante
historia, no podia creer que quien había criado a la niña la mandara a un lugar
tan lejano que para llegar había que cruzar un río peligroso. Al mirar
detenidamente su rostro imaginó que ella no era feliz, y desde el fondo de su
corazón le prometió cuidado y cariño.
La alegría que le causó a Ñasaindí aquel
ofrecimiento se transparentó en su dulce mirada y en su sonrisa agradecida, y
no dudó en aceptar.
Catupiri,
así se llamaba el joven, resultaba ser el menor de los hijos del cacique Marangatú,
poderoso y respetado, incluso fuera de sus tierras. Desde pequeño había sido
preparado en las artes de
La
guerra por un diestro guerrero de la tribu, pero su madre, que no lo descuidaba
jamás, conservó su corazón tierno y su alma pura como cuando era pequeño. Su
bondad reflejaba tal cual el tierno corazón de ella.
Y
justo en ese momento, Catupirí evocó a su madre: recordó su gran bondad y el
cariño que por él sentía. Pensó en llevarse a Ñasaindi consigo: deseaba hacerla
su esposa.
Tambien
pensaba en el cacique: él no vería con buenos ojos que su hijo llevara a la tribu a una extranjera, a una
desconocida, y menos aún con la intención de casarse con ella. De igual manera,
decidió que la presentaría, aunque, al principio por lo menos, la ocultaría de los
ojos de su padre, solo se la confiaría a su madre. Estaba seguro de que ella
sabría comprender y sin duda llegaría a sentir gran cariño por aquella joven
desamparada, al verla tan buena, tan inocente y tan hermosa...
-
Quieres venir a nuestra tribu, Ñasaindí? Mi madre te recibirá como a una hija y
te brindará el cariño que hasta ahora te ha faltado.
Ñasaindí
sintió miedo, pero nada podía ser más duro que la vida que llevaba. Volvió a
mirar el tierno rostro de Carupirí y sonrojándose, vociferó:
-Acepto!
Los
dos jóvenes tomaron el camino que conducía a la toldería: conversaban y reían,
y así llegaron donde se levantaban los toldos de los súbditos del gran
Marangatú.
Atardecía.
El cielo, con los más bellos rojos y dorados, parecía sumergirse en las
tranquilas aguas del río. Los pájaros retornaban a sus nidos y la flor del
irupé cerró sus pétalos ocultando sus galas. Al día siguiente, el sol, al
alcanzarla con uno de sus rayos, la volvió a despertar: paz y tranquilidad
reinaban sobre la tierra.
Carupirí,
que ocultaba a su compañera, fue hasta su toldo, la dejó y le fue a dar la
noticia a su madre. Nadie los había visto llegar, de modo que le sería muy
fácil ocultarla hasta que pudiera convencer a su padre.
Pero
Carupirí se equivocaba. Unos ojos que brillaban con maldad lo observaban desde
muy cerca: era Cava-Pitá, la hechicera, que escondida detrás de un corpulento
zuiñandí no había perdido detalle de la llegada de los jóvenes.
La
mujer sonrió y, guiada por su espíritu mezquino, se propuso poner al tanto de
lo ocurrido al señor cacique, que había salido con sus guerreros y no volvería
hasta el día siguiente: Ya vería la extranjera que su vocecita dulce y sus
expresiones inocentes no serían suficientes para engañar al cacique tal como
lo había hecho con el hijo!
Por
la mañana temprano llegaron Marangatú, el cacique, y sus acompañantes, toda la
tribu los recibió con júbilo: habían logrado importantes piezas de caza y
traían también un hermoso guasú vivo.
Con
paciencia, Cava-Pitá esperó que el cacique quedara solo, y en el momento oportuno se acercó a él para
referirle, a su manera la llegada de Ñasaindí a la tribu. No conforme con esto,
y gracias a la confianza que en ella tenía Marangatú, le fue, muy fácil
convencerlo de que la extranjera era una enviada de. Añá, que se valía del
joven para provocar la desgracia de la tribu.
La
sorpresa del cacique pronto se transformó en profunda indignación: él no podía
tolerar la intromisión de una desconocida en sus dominios y mucho menos
sabiendo, gracias a los buenos oficios de la hechicera, que se trataba de una
enviada del diablo.
Poseido
por una intensa cólera, Marangatú hizo llamar a su hijo para recriminarle su
indigno proceder y su desobediencia: lo increpo duramente acusándole de su
falta de respeto y, a los gritos, lo conminó para que trajera a la enviada del
mal.
Catupiri
quedó confundido. Su padre creía que, valiéndose de quien sabe qué poderes
maléficos, Ñasaindí lo había obligado a traerla consigo; pero él sabía que no
era así. El cacique, al verla, se I convencieria de que estaba equivocado.
Corrio
en busca de la hermosa doncella y la llevó junto al temible Marangatú, que ante
su presencia quedó maravillado: su hermoso rostro y la dulzura de su mirada lo
conquistaron de inmediato. Debia haber
una equivocación. Era imposible que una niña tan inocente, tan dulce y
tan tímida, tuviera las malvadas intenciones que le atribuía Cava-Pitá.
El
ruvichá conversó con Ñasaindí. Ella le contó de su .niñez triste y sin afectos,
y de su alegría al encontrar al buen Carupirí, que deseaba hacerla su esposa.
Entonces, el gran Marangatú comprendió el
noble amor que acercaba a los jóvenes y dio su consentimiento para que
unieran sus destinos como era el deseo y la voluntad de ambos.
Tiempo después, Ñasaindí se convirtió en
la esposa de Carupirí, aquel muchacho de corazón generoso y noble que la había
encontrado día en el bosque...
Por
supuesto, al no lograr su cometido, la maldad y la envidia de Cava-Pita se
acrecentaron y, llena de nuevos bríos, comenzó a idear un plan ¡Ya llegaría el momento en que se cumpliera su
venganza!
La
felicidad de Ñasaindí y de Catupirí era cada día mayor. Ningún mal había
alcanzado a la tribu y todos olvidaron por completo los vaticinios de la
malvada Cava-Pitá.
Cuando
tuvieron un hijo se hizo más grande y efectiva la dicha de la que gozaban. El
pequeño Chirirí era dulce y bueno, como su madre, y tenaz como su padre.
Mientras crecía, todos los niños de la tribu se iban haciendo sus amigos.
Diariamente se los veía jugando en el bosque o en la costa del río, donde
sentían gran placer.
El
cacique, orgulloso de su nieto, le había regalado un arco y una flecha hechos
expresamente para él, y entre los momentos más felices de su vida se contaban
aquellos en que salía con el niño a enseñarle el manejo de estas armas.
Todos
vivían contentos en la tribu, ya nadie consideraba a Ñasaindí como una
extranjera a la que se debía despreciar, sino que, por el contrario, gracias a
su bondad, se había ganado la simpatía y el afecto de la gente.
La
única que conservaba su odio era Cava-Pitá, para quien la idea de venganza se
afianzaba a medida que pasaba el tiempo. Estaba segura de que este sentimiento
no la abandonaría hasta ver a Ñasaindí arrojada de la aldea, como había
propuesto desde un principio.
Tenía
que convencer a la tribu de que la esposa de Catupirí, bajo ese aspecto dulce y
tierno, encubría a una enviada de Añá para hacer el mal y que solo esperaba el
momento oportuno para cumplir los mandatos del demonio.
A
fin de convencerlos, decidió ensayar una nueva acusación. Haciendo uso de sus
sentimientos mezquinos y perversos divulgó la noticia de que el pequeño Chirirí
se hallaba poseído por un mal espíritu, que condenaría a muerte infaliblemente,
después de un corto tiempo, a los niños que lo acompañaban en sus juegos.
La
noticia corrió por la tribu con la velocidad del rayo y todas las madres,
temerosas del trágico final que podrían tener sus hijos, los retuvieron con
ellas para que no se acercaran al pequeño Chirirí.
Sin
embargo, esto no fue suficiente para la hechicera, porque ella quería levantar
a toda la tribu contra la inocente Ñasaindí.
En
esa forma, considerándola culpable, la hubieran expulsado de la aldea indígena
por temor al maleficio que la poseía. Como no consiguió su propósito, optó por
poner en práctica un plan diabolico con el que, estaba segura, se cumpliría con
creces su venganza.
Preparó
un brebaje dulce, exquisito, al que agregó una pequeña pocion de activísimo
veneno.
Con
zalamerías llamaba a los pequeños amigos de Chirirí y les daba a tomar el
jarabe mortífero que ellos bebían golosos. Poco les duraba el placer, ya que
luego morían entre las más espantosas contorsiones, envenenados por la infame
hechicera.
Al
ignorar las madres la existencia del famoso jarabe, aceptaron como explicación
de la muerte de sus hijos el maleficio del que suponian estaban poseídos el
pequeño Chirirí y su madre, tal como lo predijera en tantas oportunidades la
famosa Cava-Pitá.
Ya no
les quedó la menor duda: la extranjera era una enviada de Aña, llegada a la
comarca para causar la desgracia de la tribu de Marangatú Todos estuvieron en
contra de Ñasaindí y de Ñasaindí y de Catapirí de quienes decidieron vengarse
matando a su hijito.
La
hechicera gozaba su victoria: había pasado un tiempo muy largo antes de lograr
su propósito, pero por fin consiguió que la tribu entera odiara a la intrusa.
Entonces, alentada por el triunfo fue levantando los ánimos de toldo en toldo.
Incitaba a unos ya a dar muerte al pequeño Chirirí, único medio para librarse
de los designios de Añá
En
un grupo encabezado por la perversa Cava-Pitá, con palos y lanzas, hombres y
mujeres se dirigieron al toldo de Catupirí: tomaron por la fuerza a los padres
de la criatura, los llevaron a los bosques y los amarraron con fibras de
caraguatá al tronco de un ñandubay para que fueran testigos impotentes de la
muerte de su hijo.
La
dulce Ñasaindí dejaba oír desgarradores sollozos, gritaba por por su
inocencia y pedía piedad para su pequeño
Chirirí, mientras el valiente Catupirí realizaba desesperados esfuerzos por
librarse de las ligaduras.
Todo en
vano. Buen cuidado habían tenido sus verdugos.
Cava-Pita
saboreaba el triunfo, decidió ser ella misma quien matara al pequeño, que atado de pies y manos,
permanecía en el suelo y se esforzaba por dejar sus manitos libres.
Preparó
el arco y la flecha envenenada, y cuando se dispuso a arrojarsela al niño, que
lloraba ante sus padres desesperados, un ruido espantoso atronó el bosque y una
lengua de fuego bajó desde el cielo repentinamente oscurecido y dejó fulminada
a la perversa hechicera, que rodó por el suelo.
Los
que presenciaban la escena vieron en esto un castigo de sus dioses justicieros
a la maldad y a la envidia y, convencidos de su error, desataron a los padres
de la criatura que aún se hallaba en el suelo, a poca distancia de ellos.
Ñasaindí
corrió a levantar a su hijito, que medio desvanecido por el terror casi no
podía moverse. Lo desató y lo abrazó estrechándolo contra su corazón, mientras
las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas.
Con
las cabezas gachas, avergonzados, con el paso vacilante, los que creyeron las
calumnias de la perversa hechicera decidieron retomar a sus toldos, no sin
antes dirigir una mirada triste al sitio donde el pequeño Chirirí estuviera
algunos minutos, echadito en el suelo, esperando la muerte en manos de la falsa
Cava-Pitá.
La
sorpresa de todos fue muy grande cuando observaron que justo en ese mismo lugar
crecía una planta nueva, desconocida hasta entonces. La llamaron mandioca y en
ella vieron la justicia de sus dioses buenos, que sabían recompensar el bien y
castigaban hasta con la muerte a los que procedían mal.
La
mandioca es el regalo de Tupá a los hombres para que les sirva de alimento:
posee el dulce corazón de Ñasaindí y de Chirirí, y otorga, al que la come, fortaleza
y energía, como la que siempre tuvo Catupirí.
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