LA LEYENDA DEL AGUAPÉ
Ivopé -hijo del
cacique Curivai- y Atí se amaban, querían casarse. El pretendiente contaba ya
con el consentimiento de su suegro y debía cumplir, antes de realizar su
propósito, la condición exigida por el cacique: siguiendo con una costumbre de
la raza, debía levantar su cabaña y tener su parcela de tierra para cultivar,
con el fin de poder ayudar a la que sería su nueva familia.
Por eso, Ivopé trabajaba desde muy
temprano, hasta que el sol se ocultaba en el horizonte.
Esa
tarea le llevaría más de una luna, pero la realizaba con gran placer, pues ese
sería su hogar cuando se casara: el suyo, el de su mujer y el de sus hijos.
La
casa fue construida, Ivopé y Atí se casaron, y al tiempo tuvieron un hermoso
hijo. El niño se llamaba Chululú y gozaba de la predilección del cacique, su
abuelo. A medida que crecía él le enseñaba a nadar, a manejar el arco, a
dirigir una canoa, y era muy común verlos juntos en la costa, pescando con
anzuelos de madera o con flechas.
Un
día que la tribu se dedicaba a sus tareas cotidianas de labrar la tierra,
recoger manduví, miel silvestre o porotos, de hilar algodón o de tejer mantas
en telares rudimentarios, fue sorprendida por la llegada de Ñ aró, que venía
jadeante, en busca del cacique.
Se
lo notaba muy exaltado, pero el hábito de hablar con voz suave -rasgo
preponderante de toda la raza y en general de los aborígenes- no le permitía
gritar. Ya al Iado del jefe indígena, le informó que se acercaban tres
embarcaciones de hombres blancos...
-<Cómo sabes que son embarcaciones de
hombres blancos, si
jamás
han llegado hasta aquí? -preguntó dudoso el cacique.
-Yo
las conozco -respondió Ñaró como si tal cosa- Yo estuve con los charrúas... Vi
a los blancos apoderarse de la tierra de los chaITÚas...
Rápidamente
se reunieron los principales jefes de familia y decidieron prepararse para
atacar y sojuzgar a los extranjeros que llegaban, como lo habían hecho con
otras tribus.
El
cacique ejecutó las órdenes. Los hombres dejaron sus útiles de labranza y
corrieron en busca de las armas; las mujeres y los niños se dirigieron al
bosque, donde estarían más seguros.
En
pocos instantes todo vestigio de movimiento desapareció del lugar. Se hubiera
dicho que era una aldea abandonada. Cerca de la costa, detrás de los árboles y
de los macizos de plantas que crecían exuberantes en esa zona tropical, se
ocultaban los guaraníes, que estaban bien armados. El oído alerta y la vista
aguda en dirección hacia donde el vigía daría el aviso del desembarco de los
invasores.
El
sol del mediodía calentaba los cuerpos en guardia de los guerreros cuando
anclaron las naves españolas. Un rato después, los indígenas miraban azorados
los extraños vestidos y el aspecto de los extranjeros, que caminaban con
cautela por la orilla del Paraná.
Cuando
el asombro dio lugar a la acción, una flecha silbó en sus oídos. El ataque
comenzaba. Sin embargo, no duró mucho, los aborígenes, aterrados ante las
explosiones de las armas españolas que vomitaban fuego y proyectiles,
abandonaron la lucha. Trataron de huir, convencidos de que únicamente enviados
de Añá podían lanzar fuego en la forma que lo hacían los invasores.
Al
asalto se habían agregado los cañones de las embarcaciones, cuyo estampido
logró aterrar a los guerreros y cuyas balas, al matar a varios de ellos, fueron
razón más que suficiente para convencerlos de la superioridad extranjera, a la
que no tenían más remedio que someterse.
El
Capitán don Álvaro García de Zúñiga quedó al mando del poblado y como pensaba
quedarse por mucho tiempo, había traído consigo a su única hija, María del
Pilar.
La
niña, que había perdido a su madre desde muy pequeña, tenía quince años de edad
y acompañaba a su padre en las expediciones. Rubia, de grandes ojos azules y de
piel blanca, contrastaba con las jóvenes indias de piel cobriza, rasgados ojos
negros y cabello lacio y renegrido.
Alegre,
dulce y sencilla, María del Pilar se hizo querer rápidamente por todos los niños.
Ellos disfrutaban de sus cuentos fantásticos, mitad en español, mitad en
guaraní. A veces paseaban juntos por la playa. Uno de los mayores placeres para
los pequeños guaraníes era recorrer largas distancias a nado, y María del Pilar
siempre los acompañaba.
Durante
más de un año los españoles se establecieron en la aldea.
El
verano era sofocante. Los días hermosos, bajo un sol de fuego, especiales para
estar en el agua, y los niños no desperdiciaban esta oportunidad. Entonces, la
playa se poblaba de gritos. María del Pilar festejaba las travesuras de sus
amiguitos y unía su alegría a la de ellos.
Ese
día, un sol abrasador calcinaba la tierra. Las aguas del río, transparentes y
calmas, reflejaban el celeste maravilloso del cielo y la exuberante vegetación
de las orillas, como un gran espejo puesto por la naturaleza para reproducir
tanta belleza.
Al
provenir de una raza de excelentes nadadores, los pequeños se movían en el agua
como los mismos peces: se zambullían, chapoteaban, hacían mil piruetas que provocaban
la risa de la bella española, siempre dispuesta a festejar las ocurrencias de
sus amiguitos.
Chululú,
de siete años, nieto del cacique Curivai, resultaba uno de los más audaces. A
pesar de su corta edad, ya había dado pruebas de ser un buen nadador, por eso
era él quien se alejaba más de la costa y el que mejor conocía los secretos del
río.
Como
siempre, con brazadas seguras y movimientos precisos de su cuerpo ágil, Chululú
se separó de sus compañeros nadando hacia el centro del río. La calma era total.
El Paraná, tranquilo, se dejaba invadir por el grupo de niños. Hasta que, de
pronto, el aire trajo un pedido angustioso:
-iSocorro!
iMeahogo...! ¡Socorro...!
¡No
podía ser! Se trataba de Chululú, que se debatía en las aguas,
al
tiempo que repetía sin cesar su grito de auxilio.
Los
niños, paralizados por el miedo, gritaron también. María del Pilar los oyó.
Nadie más que ella se encontraba por los alrededores. Nadie más que ella podía
salvar al pequeño Chululú. Sin pensarlo un segundo se quitó la amplia falda y
los botines y se lanzó al agua, tratando de alcanzar cuanto antes al pequeño
nadador.
Ella
también sabía nadar muy bien, por eso no le fue complicado llegar: pronto
estuvo junto al niño.
Era
una zona profunda, de' corrientes muy fuertes. Trató de tomarlo por los
hombros, tal como su padre le había enseñado, pero no le fue posible. Chululú
perdía fuerzas y ya le resultaba casi imposible mantenerse a flote. Un
remolino se lo llevaba.
Desesperada,
María del Pilar volvió a intentar acercarse al niño, pero nuevamente comprendió
que sus esfuerzos resultaban inútiles. Los otros niños, mientras tanto, habían
salido del agua y corrierón hasta la aldea para avisar lo que ocurría. .
El
cacique, enterado del peligro que corrían la valiente jovencita española y su
nieto, acudió rápidamente a la costa y se arrojó al
agua
para salvar a los chicos. Al ser buen nadador, no le sería dificil llegar,
aunque ya se encontraban aún más lejos, la corriente los arrastraba hacia el
centro del río.
María
del Pilar y Chululú aparecían y desaparecían. Cuando la valiente española vio
que el cacique, con brazadas seguras, se acercaba, tomó confianza e hizo
terribles esfuerzos por mantenerse a flote. Pero las aguas traicioneras, con
movimiento envolvente, la atrajeron a su seno y la niña no volvió a aparecer.
Cuando
el cacique por fin llegó donde su nieto se debatía desesperado, la niña había
desaparecido por completo. Otros nadadores que se arrojaron al agua buscaron
afanosos a María del Pilar, pero todo fue inútil. El río guardaba celoso la
presa lograda después de una lucha tan tenaz.
La
última visión que tuvieron de ella fueron sus grandes ojos.
azules
buscando desesperados el socorro que no terminaba de llegar. El cacique, que
había conseguido rescatar a su nieto de las aguas traicioneras, lo tendió en la
playa para que se recuperara. El pobre niño, con voz casi moribunda,
balbuceaba: ¡María del Pilar...! ¡María del Pilar...!
Pero
su amiga, la amiga de todos los niños de la tribu, había desaparecido para
siempre.
Una
pena muy grande envolvió a todos y puso en sus semblantes una expresión de
infinita tristeza por la pérdida de la bondadosa y dulce María del Pilar. Tanto
lamentaron los aborígenes su desaparición, tan intenso fue su dolor que, sin
duda, algún genio bondadoso se compadeció de ellos. Deseosos de eternizar la
presencia de la extranjera, que desde su llegada solo había sembrado cariño y
bondad, transformó su cuerpo muerto en una planta acuática, que desde entonces
se desliza por la superficie bruñida de las aguas del Paraná.
Volvió a nacer, allí donde había perdido su
vida humana, repartiéndose luego por los ríos y arroyos de nuestro país.
A esa planta que nosotros llamamos
camalote, los guaraníes pusieron de nombre aguapé.
Su
mayor belleza reside en sus flores, que surgen de entre el tupido follaje como
racimos de estrellas celestes aliladas, como celestes eran los hermosos ojos de
María del Pilar.
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