jueves, 17 de septiembre de 2015

La Masita de Pan Fea

La Masita de Pan Fea



Hubo una vez una abuelita llamada Julieta, a la cual le encantaba hornear pastelitos, los hacía de todos los estilos y gustos. Un día le sobró un poco de masa y decidió hacer unos panecitos, la primera y segunda masa eran grandes, y cuando iba a hacer la tercera se dio cuenta que le quedaba muy poca masa, por lo que hizo una masita muy chiquita.

la masita de pan fea, cuentos infantiles

De repente, las masas grandes comenzaron a reírse de la más chica, diciéndole que era la masa más chica que nunca habían visto.
-Jajaja, nunca crecerás masa chiquita" le decían repetidas veces, por lo que la masa pequeña comenzó a llorar
Ella quería llegar a ser un pancito grande y rico y les pidió que dejaran de burlarse de ella.

Un rato después, llegó Julieta la abuelita a poner las masas en el horno, lo puso a calentar y listo. Las masas empezaron a cocinarse, cuando de pronto las masas grandes no crecieron sino que se pusieron quemadas y feas, mientras que la chiquitita comenzó a crecer y crecer ¡cada vez más! se veía hermosa. 

la masita de pan fea, cuentos para niños

Cuando la abuelita sacó los panes del horno vio que dos de ellos estaban feos y quemados, y el más rico y grande de los panecitos era la que había sido la masa chiquita.
Entonces, la masita que ahora era un pan tan grande y rico dijo:
-Soy un panecito feliz ahora que soy grande, y nadie se burla de mí, mientras que las otras masas grandes y feas lloraban. 

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Gracias   

miércoles, 16 de septiembre de 2015

La Niña Que Brillaba Tanto Como El Sol

La Niña Que Brillaba Tanto Como El Sol

Niña tímida, cuentos infantiles


Existió una vez una niña pequeña que tenía los ojos celestes como el cielo y el cabello claro como el sol.

Era tan hermosa que hasta el mismo sol se ponía feliz de verla. La niña tenía todo lo que una pequeña podía desear. Pero había algo que la entristecía mucho: no poder hacer nada.

La niña pensaba que no servía para nada, que no podía hacer nada. Como ella vivía desde dentro y para dentro, era invisible para los ojos ajenos, quienes la ignoraban.
Cada vez que quería decir algo, se le hacía un nudo en la garganta y no le salía la voz, por más que lo intentara. El no poder hacía que se acumule una rabia dentro de ella, aunque no se daba cuenta. 

Ni su familia se daba cuenta, quienes creían que sólo era muy callada. 

Pasaban los días, y la hermosa niña sobrevivía por medio de su imaginación. No era extraño verla cantando sin ser escuchada, o hablando sola sin emitir sonido. Todas las canciones que cantaba las había inventado ella.

Al no poder comunicarse, aprendió a ser una persona sabia, a conocerse a sí misma, y a conocer a los demás, y cuando, finalmente un hada buena y generosa, le concedió el deseo de hablar, cantar y poder expresarse, ayudó a las demás personas a conocerse.

Cuentos para niños

La moraleja es que las personas que ignoramos o resultan indiferentes para nosotros algún día pueden ser nuestras maestras, por lo que no hay que juzgar por apariencias.

LA BOTA DE PIEL DE BÚFALO

LA BOTA DE PIEL DE BÚFALO




Un soldado que nada teme, tampoco se apura por nada. El de nuestro cuento había recibido su licencia y, como no sabía ningún oficio y era incapaz de ganarse el sustento, iba por el mundo a la ventura, viviendo de las limosnas de las gentes compasivas. Colgaba de sus hombros una vieja capa, y calzaba botas de montar, de piel de búfalo; era cuanto le había quedado. Un día que caminaba a la buena de Dios, llegó a un bosque. Ignoraba cuál era aquel sitio, y he aquí que vio sentado, sobre un árbol caído, a un hombre bien vestido que llevaba una cazadora verde. Tendióle la mano el soldado y, sentándose en la hierba a su lado, alargó las piernas para mayor comodidad.
- Veo que llevas botas muy brillantes -dijo al cazador-; pero si tuvieses que vagar por el mundo como yo, no te durarían mucho tiempo. Fíjate en las mías; son de piel de búfalo, y ya he andado mucho con ellas por toda clase de terrenos-. Al cabo de un rato, levantóse: - No puedo continuar aquí -dijo-; el hambre me empuja. ¿Adónde lleva este camino, amigo Botaslimpias?
- No lo sé -respondió el cazador-, me he extraviado en el bosque.
- Entonces estamos igual. Cada oveja, con su pareja; buscaremos juntos el camino.
El cazador esbozó una leve sonrisa, y, juntos, se marcharon, andando sin parar hasta que cerró la noche. 
- No saldremos del bosque -observó el soldado-; mas veo una luz que brilla en la lejanía; allí habrá algo de comer.
Llegaron a una casa de piedra y, a su llamada, acudió a abrir una vieja.
- Buscamos albergue para esta noche -dijo el soldado- y algo que echar al estómago, pues, al menos yo, lo tengo vacío como una mochila vieja.
- Aquí no podéis quedaros -respondió la mujer-. Esto es una guarida de ladrones, y lo mejor que podéis hacer es largaros antes de que vuelvan, pues si os encuentran, estáis perdidos.
- No llegarán las cosas tan lejos -replicó el soldado-. Llevo dos días sin probar bocado y lo mismo me da que me maten aquí, que morir de hambre en el bosque. Yo me quedo.
El cazador se resistía a quedarse; pero el soldado lo cogió del brazo:
- Vamos, amigo, no te preocupes.
Compadecióse la vieja y les dijo:
- Ocultaos detrás del horno. Si dejan algo, os lo daré cuando estén durmiendo. Instaláronse en un rincón y al poco rato entraron doce bandidos, armando gran alboroto. Sentáronse a la mesa, que estaba ya puesta, y pidieron la cena a gritos. Sirvió la vieja un enorme trozo de carne asada, y los ladrones se dieron el gran banquete. Al llegar el tufo de las viandas a la nariz del soldado, dijo éste al cazador:
- Yo no aguanto más; voy a sentarme a la mesa a comer con ellos.
- Nos costará la vida -replicó el cazador, sujetándolo del brazo.
Pero el soldado se puso a toser con gran estrépito. Al oírlo los bandidos, soltando cuchillos y tenedores, levantáronse bruscamente de la mesa y descubrieron a los dos forasteros ocultos detrás del horno.
- ¡Ajá, señores! -exclamaron-. ¿Conque estáis aquí?, ¿eh? ¿Qué habéis venido a buscar? ¿Sois acaso espías? Pues aguardad un momento y aprenderéis a volar del extremo de una rama seca.
- ¡Mejores modales! -respondió el soldado-. Yo tengo hambre; dadme de comer, y luego haced conmigo lo que queráis.
Admiráronse los bandidos, y el cabecilla dijo: -Veo que no tienes miedo. Está bien. Te daremos de comer, pero luego morirás.
- Luego hablaremos de eso -replicó el soldado-; y, sentándose a la mesa, atacó vigorosamente el asado.
- Hermano Botaslimpias, ven a comer -dijo al cazador-. Tendrás hambre como yo, y en casa no encontrarás un asado tan sabroso que éste.
Pero el cazador no quiso tomar nada. Los bandidos miraban con asombro al soldado, pensando: "Éste no se anda con cumplidos." Cuando hubo terminado, dijo:
- La comida está muy buena; pero ahora hace falta un buen trago.
El jefe de la pandilla, siguiéndole el humor, llamó a la vieja: 
- Trae una botella de la bodega, y del mejor.
Descorchóla el soldado, haciendo saltar el tapón, y, dirigiéndose al cazador, le dijo:
- Ahora, atención, hermano, que vas a ver maravillas. Voy a brindar por toda la compañía; y, levantando la botella por encima de las cabezas de los bandoleros, exclamó:
-¡A vuestra salud, pero con la boca abierta y el brazo en alto! -y bebió un buen trago. Apenas había pronunciado aquellas palabras, todos se quedaron inmóviles, como petrificados, abierta la boca y levantando el brazo derecho.
Dijo entonces el cazador:
- Veo que sabes muchas tretas, pero ahora vámonos a casa.
- No corras tanto, amiguito. Hemos derrotado al enemigo, y es cosa de recoger el botín. Míralos ahí, sentados y boquiabiertos de estupefacción; no podrán moverse hasta que yo se lo permita. Vamos, come y bebe.
La vieja hubo de traer otra botella de vino añejo, y el soldado no se levantó de la mesa hasta que se hubo hartado para tres días. Al fin, cuando ya clareó el alba, dijo:
- Levantemos ahora el campo; y, para ahorrarnos camino, la vieja nos indicará el más corto que conduce a la ciudad.
Llegados a ella, el soldado visitó a sus antiguos camaradas y les dijo:
- Allí, en el bosque he encontrado un nido de pájaros de horca; venid, que los cazaremos.
Púsose a su cabeza y dijo al cazador:
- Ven conmigo y verás cómo aletean cuando los cojamos por los pies.
Dispuso que sus hombres rodearan a los bandidos, y luego, levantando la botella, bebió un sorbo y, agitándola encima de ellos, exclamó:
- ¡A despertarse todos!
Inmediatamente recobraron la movilidad; pero fueron arrojados al suelo y sólidamente amarrados de pies y manos con cuerdas. A continuación, el soldado mandó que los cargasen en un carro, como si fuesen sacos, y dijo:
- Llevadlos a la cárcel.
El cazador, llamando aparte a uno de la tropa, le dijo unas palabras en secreto.
- Hermano Botaslimpias -exclamó el soldado-, hemos derrotado felizmente al enemigo y vamos con la tripa llena; ahora seguiremos tranquilamente, cerrando la retaguardia.
Cuando se acercaban ya a la ciudad, el soldado vio que una multitud salía a su encuentro lanzando ruidosos gritos de júbilo y agitando ramas verdes; luego avanzó toda la guardia real, formada.
- ¿Qué significa esto? -preguntó, admirado, al cazador.
- ¿Ignoras -respondióle éste- que el Rey llevaba mucho tiempo ausente de su país? Pues hoy regresa, y todo el mundo sale a recibirlo.
- Pero, ¿dónde está el Rey? -preguntó el soldado-. No lo veo.
- Aquí está -dijo el cazador-. Yo soy el Rey y he anunciado mi llegada-. Y, abriendo su cazadora, el otro pudo ver debajo las reales vestiduras.
Espantóse el soldado y, cayendo de rodillas, pidióle perdón por haberlo tratado como a un igual, sin conocerlo, llamándole con un apodo. Pero el Rey le estrechó la mano, diciéndole:
- Eres un bravo soldado y me has salvado la vida. No pasarás más necesidad, yo cuidaré de ti. Y el día en que te apetezca un buen asado, tan sabroso como el de la cueva de los bandidos, sólo tienes que ir a la cocina de palacio. Pero si te entran ganas de pronunciar un brindis, antes habrás de pedirme autorización.


martes, 15 de septiembre de 2015

EL COENDÚ

EL COENDÚ


Era el: hijo de un cacique cainguá. De niño era bueno, ,pero de pronto su carácter se tornó irascible y malvado. La hechicera sentenció que" una araña le había picado en el costado izquierdo envenenándole el corazón".
Entretanto las crueldades del niño superaban todos los límites de la tolerancia. :Miriñay, el consejero, previno que el Dios de la selva no dejaría impune tantas víctimas inocentes y que se vengaría en la gente de su tribu. Quería, pues, convencerlo de las consecuencias de su maldad. Pero mientras se acercaba, Coendú, temiendo ser atacado, le disparó sus flechas envenenadas y lo hirió de muerte. Sorprendido de su propia acción, vaciló mi instante, luego echó a correr perdiéndose en la espesura.

Las sombras de la noche lo sorprendieron fugitivo. Sudoroso y fatigado se acurrucó  contra un árbol, mientras un sentimiento extraño se iba apoderando de su ser. Y por primera vez su cuerpo tembló de arrepentimiento, pensando en todas las inocentes víctimas de sus flechas envenenadas. "Las primeras luces del alba lo sorprendieron en la misma posición, encogido, agarrotado de terror".
Quiso separarse del árbol pero no pudo; una alfombra de zarzas se había adherido a sus carnes. Recordó las palabras de Miriñay y comprendió que era el castigo del Dios de la selva. De pronto, sus pies se convirtieron en patas pequeñísimas y sus manos en alas toscas y cortas. Su cuerpo encogido se llenó de espinas.
"Cuando apareció el Sol, Coendú, arrastrando su manto verdoso, fue a internarse en lo más oscuro de la maraña. Una fuerza misteriosa lo empujaba a la penitencia...
Y aun hoy, después de tantos años, apartado siempre de los otros habitantes de la selva misionera, el coendú, arrepentido de sus maldades, permanece largas horas del  día de espaldas a la luz del Sol, sentado "obre sus patas traseras y con la cara entre  manos, haciendo penitencia". . .



LA RANA GRITONA Y EL LEÓN

LA RANA GRITONA Y EL LEÓN


Oyó una vez un león el croar de una rana, y se volvió hacia donde venía el sonido, pensando que era de algún animal muy importante.
Esperó y observó con atención un tiempo, y cuando vio a la rana que salía del pantano, se le  acercó y la aplastó diciendo:
-- ¡ Tú, tan pequeña y lanzando esos tremendos gritos !

Quien mucho habla, poco es lo que dice.

EL ALFORFÓN

EL ALFORFÓN



Si después de una tormenta pasan junto a un campo de alforfón, lo verán a menudo ennegrecido y como chamuscado; se diría que sobre él ha pasado una llama, y el labrador observa: -Esto es de un rayo-. Pero, ¿cómo sucedió? Les voy a contar, pues yo lo sé por un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un viejo sauce que crece junto a un campo de alforfón. Es un sauce corpulento y venerable pero muy viejo y contrahecho, con una hendidura en el tronco, de la cual salen hierbajos y zarzamoras. El árbol está muy encorvado, y las ramas cuelgan hasta casi tocar el suelo, como una larga cabellera verde.

En todos los campos de aquellos contornos crecían cereales, tanto centeno como cebada y avena, esa magnífica avena que, cuando está en sazón, ofrece el aspecto de una fila de diminutos canarios amarillos posados en una rama. Todo aquel grano era una bendición, y cuando más llenas estaban las espigas, tanto más se inclinaban, como en gesto de piadosa humildad.

Pero había también un campo sembrado de alforfón, frente al viejo sauce. Sus espigas no se inclinaban como las de las restantes mieses, sino que permanecían enhiestas y altivas.

-Indudablemente, soy tan rico como la espiga de trigo -decía-, y además soy mucho más bonito; mis flores son bellas como las del manzano; deleita los ojos mirarnos, a mí y a los míos. ¿Has visto algo más espléndido, viejo sauce?

El árbol hizo un gesto con la cabeza, como significando: «¡Qué cosas dices!». Pero el alforfón, pavoneándose de puro orgullo, exclamó:

-¡Tonto de árbol! De puro viejo, la hierba le crece en el cuerpo.

Pero he aquí que estalló una espantosa tormenta; todas las flores del campo recogieron sus hojas y bajaron la cabeza mientras la tempestad pasaba sobre ellas; sólo el alforfón seguía tan engreído y altivo.

-¡Baja la cabeza como nosotras! -le advirtieron las flores.

- ¡Para qué! -replicó el alforfón.

-¡Agacha la cabeza como nosotros! -gritó el trigo-. Mira que se acerca el ángel de la tempestad. Sus alas alcanzan desde las nubes al suelo, y puede pegarte un aletazo antes de que tengas tiempo de pedirle gracia.

-¡Que venga! No tengo por qué humillarme - respondió el alforfón.

-¡Cierra tus flores y baja tus hojas! -le aconsejó, a su vez, el viejo sauce-. No levantes la mirada al rayo cuando desgarre la nube; ni siquiera los hombres pueden hacerlo, pues a través del rayo se ve el cielo de Dios, y esta visión ciega al propio hombre. ¡Qué no nos ocurriría a nosotras, pobres plantas de la tierra, que somos mucho menos que él!

-¿Menos que él? -protestó el alforfón-. ¡Pues ahora miraré cara a cara al cielo de Dios!

Y así lo hizo, cegado por su soberbia. Y tal fue el resplandor, que no pareció sino que todo el mundo fuera una inmensa llamarada.

Pasada ya la tormenta, las flores y las mieses se abrieron y levantaron de nuevo en medio del aire puro y en calma, vivificados por la lluvia; pero el alforfón aparecía negro como carbón, quemado por el rayo; no era más que un hierbajo muerto en el campo.

El viejo sauce mecía sus ramas al impulso del viento, y de sus hojas verdes caían gruesas gotas de agua, como si el árbol llorase, y los gorriones le preguntaron:

-¿Por qué lloras? ¡Si todo esto es una bendición! Mira cómo brilla el sol, y cómo desfilan las nubes. ¿No respiras el aroma de las flores y zarzas? ¿Por qué lloras, pues, viejo sauce?

Y el sauce les habló de la soberbia del alforfón, de su orgullo y del castigo que le valió. Yo, que os cuento la historia, la oí de los gorriones. Me la narraron una tarde, en que yo les había pedido que me contaran un cuento.






sábado, 12 de septiembre de 2015

LAS HABICUELAS MÁGICAS

LAS HABICUELAS MÁGICAS



Autor: Hans Chistian Andersen

Había una vez una pobre viuda que vivía en una pequeña cabaña, sola con su hijo. Tenían como único bien una vaca lechera. Era la mejor vaca de toda la comarca, daba siempre buena leche fresca para ella y el muchacho.

Pero ocurrió que la viuda enfermó y no pudo trabajar en su huerta, ni cuidar su casa por mucho tiempo. Entonces, ella y Jack (pues así se llamaba el joven hijo) empezaron a pasar hambre y decidieron vender la vaca para sobrevivir.

Un día en que había feria en el pueblo, Jack se ofreció a llevar la vaca al mercado. La viuda esperaba vivir varios meses con los víveres y las semillas que les darían a cambio del animal y dejó ir a su hijo.

Jack salió temprano, pues la feria se encontraba lejos. En medio del camino, se encontró con un hombre extraño que quiso saber por qué iba el joven con una vaca atada tan apurado.

—Voy a venderla al mercado, para que podamos sobrevivir mi madre y yo —le respondió Jack confiado en la mirada y el aspecto amigable del anciano.

—Entonces, tengo una maravillosa propuesta para hacerte —le dijo el anciano mientras le acercaba el puño de la mano—.

Te cambio estas semillas de habichuelas por la vaca, son habichuelas mágicas, crecerán de la noche a la mañana y darán la planta de habichuelas más grande que hayas visto, con ella no pasarás más hambre ni te faltará nada.

Jack se entusiasmó con la idea de la planta maravillosa y le aceptó el cambio.

Cerca del atardecer, Jack regresó a su casa. Su madre se sorprendió de que hubiera vuelto tan pronto, pero como no vio la vaca creyó que había podido venderla. Cuando Jack le contó que la había cambiado por las habichuelas se enojó mucho con el muchacho:

—¡Ve a acostarte sin comer! —le gritó mientras tiraba las semillas de habichuela por la ventana.

Jack se fue muy triste a dormir. Durante esa noche soñó que las semillas del jardín crecían y sacudían su casa. El tallo de la planta de habichuelas crecía y crecía tan grande que golpeaba su ventana…

Cuando el muchacho se despertó descubrió que el sueño era realidad, desde su ventana vio una enorme planta que subía hasta el cielo y se perdía entre las nubes.

Antes de que su madre pudiera llamarlo, se escapó por la ventana y se trepó en la enorme planta. Subió y subió, y subió y subió, hasta pasar las nubes. Allí descubrió que la planta terminaba en un extraño país. Cerca, sobre una colina blanca, se levantaba un enorme castillo.
Jack se acercó al castillo. En la puerta estaba parada una enorme mujer que lo miraba sorprendida. Cuando estuvo casi debajo de ella, Jack le preguntó quién vivía en el castillo.
La mujer le dijo que era la casa de su esposo, un malvado ogro.

Jack tenía mucha, mucha hambre y, de manera muy amable, le preguntó si podía comer algo antes de volver a bajar por la gigantesca planta. La mujer se enterneció por las palabras del joven y lo dejó pasar, le dio de tomar leche de cabra y un pedazo de pan. Cuando Jack estaba disfrutando de la comida sintieron un fuerte temblor en el desayuno. La mujer le advirtió que llegaba su marido y lo escondió en el horno para que no lo viera.

¡Pum, pum, pum!

—Mejor es que te marches, muchacho, a mi esposo le gusta comer niños.

Jack se quedó helado de miedo y no pudo comer más.

—¡Viene muy hambriento. Si te encuentra, te desayunará! —le dijo de la manera más tierna posible para una gigante como ella.

Cuando llegó el ogro, le pidió a su mujer la comida del día y se sentó a devorarla. Pero antes de probar bocado se detuvo y comenzó a oler el aire y a resoplar:

—Fa… Fe… Fi… Fo… Fuuu, huelo a carne de niño. ¿No tienes escondido por ahí alguno que pueda comer como pan?

La mujer le contestó que el olor era del niño que se había comido la noche anterior porque no había tenido tiempo de limpiar el horno.

Después de comer, el ogro se tiró a dormir y Jack aprovechó para salir. Despacio, en puntas de pie, se acercó a la puerta, pero no salió enseguida, porque vio que en la sala el ogro tenía muchos tesoros: sacos con monedas de oro, estatuas y jarrones de oro… Entre ellos, a Jack le llamó la atención un ganso que ponía huevos de oro y una pequeña arpa, también de oro, que se tocaba sola.

Antes de irse decidió llevarse una bolsa llena de monedas, para darle a su madre una recompensa por no vendido la vaca y, sin hacer ruido con todo el oro.

Llegó hasta la planta y bajo, bajó y bajó. Por suerte, volvió al jardín de su casa. Allí lo esperaba su madre muy preocupada. Jack le contó su aventura en el país de los gigantes y le dio la bolsa.

Con ese oro vivieron bien por un tiempo hasta que volvió haber a faltarles el alimento. Jack decidió entonces visitar, se fue del castillo nuevamente al ogro en su casa de las nubes. Esta vez se llevaría el ganso de oro.

Era una hermosa mañana de verano cuando Jack subió y subió y subió por el tallo de habichuelas hasta llegar al país de los gigantes. El muchacho se dirigió al castillo del ogro.

Nuevamente encontró parada en la puerta a su enorme mujer que lo miraba más que sorprendida. Cuando estuvo casi debajo de ella, Jack le preguntó si el ogro estaba en el castillo. La mujer le respondió:

—Mejor es que te marches, muchacho, sabes que a mi esposo le gusta comer niños en el desayuno y está por venir.

Jack, de manera muy amable, le preguntó si podía comer algo antes de volver a bajar por la gigantesca planta.

La mujer se volvió a enternecer por los modales del joven y lo dejó pasar, le dio de tomar leche de cabra y un pedazo de pan. Cuando Jack estaba disfrutando de la comida sintieron un fuerte temblor:

¡Pum, pum, pum!

Jack dejó de comer y se escondió en el horno.

Cuando llegó el ogro, le pidió a su mujer la comida del día y se sentó a devorarla. Pero antes de probar bocado, se detuvo y comenzó a oler el aire y a resoplar:

–Fa… Fe… Fi… Fo… Fuuu, huelo a carne de niño. ¿No tienes escondido por ahí alguno que pueda comer como pan?

La mujer le contestó que el olor era del niño que se había comido la noche anterior porque no había tenido tiempo de limpiar el horno.

Después de comer, el ogro se tiró a dormir y Jack aprovechó para salir. Despacio, en puntas de pie, se acercó a la sala de los tesoros, quería llevarse el ganso de los huevos de oro. Lo tomó y salió rápido hacia su casa.

Bajó, bajó y bajó hasta llegar a su jardín, allí lo esperaba su madre que se sorprendió del maravilloso ganso.

—Con sus huevos no tendremos más necesidades —comentó muy contenta su madre.

Y era cierto…, pero Jack no estaba tranquilo, quería volver al país de los gigantes para llevarse el arpa mágica. Una pequeña arpa de cuerdas de oro que se tocaba sola. Así, a la mañana siguiente, se levantó temprano; salió por la ventana de su cuarto y subió, subió y subió por el tallo de habichuelas hasta llegar al país de los gigantes.

Muy apurado se encaminó al castillo del ogro. Nuevamente encontró parada en la puerta a su enorme mujer que lo miraba sorprendidísima. Cuando estuvo casi debajo de ella, Jack le preguntó si el ogro estaba en el castillo.

La mujer le respondió:

—Mejor es que te marches, muchacho, como bien sabes, a mi esposo le gusta comer niños en el desayuno y está por venir.

Jack, muy amable como siempre, le preguntó si podía comer algo antes de volver a bajar por la gigantesca planta. La mujer, que no dejaba de enternecerse por la forma de ser del joven, lo dejó pasar. Le dio de tomar leche de cabra y un pedazo de pan. Cuando Jack estaba disfrutando de la comida sintieron un fuerte temblor:

¡Pum, pum, pum!

Jack dejó de comer y se escondió, por tercera vez, en el horno. Cuando llegó, el ogro le pidió a su mujer la comida del día y se sentó a devorarla. Pero antes de probar bocado se detuvo y comenzó a oler el aire y a resoplar:

—Fa… Fe… Fi… Fo… Fuuu, huelo a carne de niño. ¿No tienes escondido por ahí alguno que pueda comer como pan?

—Es el olor del niño que cociné la otra noche. No he tenido tiempo de limpiar el horno —le contestó la mujer que no sabía inventar otra excusa a su marido

Después de comer, el ogro le pidió a su mujer que le trajera su arpa. Cuando tuvo cerca el instrumento le ordenó: “¡Canta!”. El arpa comenzó a hacer sonar sus cuerdas y el ogro de a poco se fue durmiendo con la música

En ese momento, Jack aprovechó para salir. Despacio, en puntas de pie, se acercó al ogro, que roncaba como un trueno, para llevarse el arpa. Al igual que las dos veces anteriores, tomó el tesoro y se encaminó a la puerta.

Pero el arpa comenzó a sonar llamando a su amo, pues no quería ser robada por un extraño hombrecillo y comenzó a gritar con voz metálica y muy fuerte:

—¡Eh, señor amo, despierte usted, que me roban!

Se despertó sobresaltado el ogro mientras seguían oyéndose los gritos acusadores:

—¡Señor amo, que me roban!

En ese momento, Jack escapaba hacia la planta. Como al ogro le costó trabajo entender lo que sucedía, le dio alguna ventaja al joven en la carrera. Jack bajó, bajó y bajó, pero de pronto la planta de habichuelas comenzó a sacudirse terriblemente.

Antes de llegar a su jardín, Jack le gritó a su madre que le alcance un hacha y apenas llegó se puso a cortar con ella el tallo. El ogro seguía bajando y ya se podía verlo, aterrador y enfurecido, descolgándose de entre las nubes.

En ese momento, el tallo se partió en dos y la planta se quebró. Grande como era el ogro cayó en la tierra y se hundió mientras dejaba un hoyo inmenso y sin fondo. Nunca más nadie lo volvió a ver.

En cuanto a Jack, se divirtió con su nueva arpa y, gracias a los huevos de oro, él y su madre no tuvieron más necesidades.