lunes, 25 de mayo de 2015

EL PLUMAJE DE LOS PÁJAROS Leyenda Diaguita

EL PLUMAJE DE LOS PÁJAROS




Leyenda Diaguita

En épocas muy remotas ya existían, en nuestros campos y bosques, plantas que ostentaban flores de preciosos y variados colores; fuesen éstas grandes o pequeñas, de corolas múltiples o sencillas, de exquisito perfume o sin él. Pero si las flores podían lucir sus hermosos colores, no sucedía lo mismo con nuestros pájaros, cuyo plumaje era en todos igual: es decir, del color de la tierra con que los hicieran el dios Inti, Mama-Quilla y la Pachamama.
-Nosotros -pensaron con toda justicia nuestros pájaros- también podemos, como las flores, lucir en nuestras plumas esos mismos colores con que ellas llaman la atención, haciéndose admirar tanto.
Y como era deseo de todos los pájaros poder lucir en su cuerpo plumas de bonitos y vivos colores, resolvieron reunirse para pensar en el medio de conseguirlo.
¡Qué divina algarabía hubo en el bosque aquella mañanita a la salida del sol!…
Apenas disipadas las sombras de la noche, se dejó oír entre el ramaje el bullicio de los pajaritos al despertar en sus nidos y la inquieta charla de los que, en ligero vuelo, se ubicaban a la espera de las deliberaciones.
Cantos melodiosos, trinos delicados, agudos silbidos, voces alegres, murmullos ligeros, mil rumores y grandes cuchicheos llenaban de vida el verde follaje.
Los más madrugadores, como la calandria, el hornero, la cachila, el churrinche y el jilguero, fueron los primeros en abandonar sus nidos, recomendando a sus pichoncitos mucha obediencia y cuidado mientras durara su ausencia.
Millares de pájaros, cantando todos a la vez, llegaban poco a poco, y aumentaban el regocijo de aquella hermosa madrugada, prestándole animación con su revolotear inquieto sobre las plantas y las flores. Jamás habíase visto reunión más llena de alboroto y alegría.
El sol despuntando en el oriente, el reflejo de su luz sobre las hojas tiernas de las plantas, la frescura de la brisa, la fragancia y belleza de las flores, el grato albergue a la sombra de los árboles y la delicada armonía de los cantos de las aves: he ahí el indescriptible cuadro de aquella notable asamblea de pájaros de nuestra tierra, que querían para sus plumas los colores de las flores.
Cada uno de los concurrentes manifestó su modo de pensar, y las opiniones fueron discutidas en el mayor orden y con perfecta educación.
Algunos deseaban poseer un solo color en su plumaje, mientras otros aspiraban a muchos diferentes; éstos ansiaban tonos suaves, aquellos los pretendían muy vivos y brillantes.
-Pero, ¿cómo conseguiremos dar color a nuestras plumas? -se preguntaban. En esto consistía el más importante de los problemas y la mayor dificultad para resolverlo.
Después de discutir varias opiniones, algunos propusieron hacer un viaje al cielo para pedir al dios Inti la gracia de que pintase sus plumitas con los colores con que había pintado las flores. A todos les pareció magnífica la idea, y batieron sus alitas en señal de aprobación. También idearon la forma de manifestarle su contento, en el caso de que les concediese la gracia: elevarían en su honor un himno de gratitud, uniendo todos sus más melodiosos cantos; himno que sería mucho más solemne y hermoso que aquel con que cada uno lo saludaba en la alborada de cada nuevo día.
Sin pérdida de tiempo, comenzaron a prepararse para realizar el viaje. Lo suponían largo y peligroso; pero estaban decididos a realizarlo, con tal de lucir el hermoso plumaje con que tanto soñaran.
Reunidos nuestros pájaros en bandadas numerosísimas, emprendieron su viaje en una mañana hermosa, pensando regresar antes de la entrada del sol.
Dejémoslos en viaje, camino del reino del dios Inti y, mientras tanto, veamos por qué algunos se quedaron en la tierra, sin volar al cielo en busca de color para sus plumas.
Uno de ellos, nuestro laborioso hornerito, se quedó construyendo su nido. Ya sabemos que su plumaje está muy de acuerdo con su arte de humilde y sabio constructor. Desde entonces e hornero orienta siempre su nido hacia el sol.
La tacuarita o ratona no viajó, porque sus pichoncitos eran aún muy pequeños y estaba enseñándoles a volar. Desde entonces sólo canta cuando brilla el sol, y lo hace mirando hacia él.
El pirincho o pirirí tenía la tarea de ser útil en unos sembrados; y como siempre fue tan cariñoso y buen compañero del hombre, desde aquella época se lo quiere más por bueno que por bello.
La calandria tuvo por misión alegrar la soledad del bosque con su cantar maravilloso. Y lo hizo con arte tan exquisito; puso en su canto tanta gracia y armonía, que desde entonces es el pájaro cantor que no tiene rival en toda América.
Y hubo uno pequeñito, que por ser tan pequeñito no pudo volar al cielo. Era el tumiñico (picaflor). Este diminuto pajarito quedó volando, inquieto y ligero, sobre las flores del bosque. Parecía una grácil mariposa visitando las corolas más bonitas y vistosas. Era tal su impaciencia, esperando el regreso de los pájaros viajeros, que no se quedaba quietecito ni un instante, ni asentaba sus patitas en el suelo (como ahora). Así anduvo todo el día, de flor en flor, volando delicada y sutilmente.
Llegó la hora del crepúsculo. Los viajeros no aparecían. Y pasó también la noche sin que ellos regresaran.
El alba de un nuevo día animó el bosque con el despertar de los pájaros que habían quedado en él. Llenos de ansiosa curiosidad revoloteaban de rama en rama, preguntándose la causa de semejante demora.
El tumiñico no cesaba de volar entre las bonitas flores que tenían sus corolas salpicadas de gotitas de rocío, que brillaban a la luz del sol con destellos de piedras preciosas.
¿Qué había ocurrido allá lejos, muy cerca del reino del Dios Inti, hacia el que se dirigían contentos y optimistas los pajarillos de la selva?… ¿Habrían ofendido a los dioses con su audacia, y tal vez recibido por ello algún castigo?… ¿Volverían con sus plumitas pintadas?… ¿O habrían perecido en el largo viaje?…
Éstas y otras mil preguntas se oían entre el susurro de la fronda, en forma de trinos entrecortados y murmullos confusos.
Lo que había ocurrido, no lo imaginaban los pajarillos del bosque. Fue algo tan magnífico y sobrenatural; tan digno de alabanza y de gratitud, que el recuerdo de aquel hecho extraordinario nos llega a la memoria cada vez que admiramos los bellísimos colores que lucen la mayoría de nuestros pájaros.
Inti, Dios supremo que dominaba el aire, la tierra y el agua, considerando muy justas las aspiraciones de sus alados hijitos, decidió que ellas se convirtieran en realidad. Y la realidad fue hermosa. Veréis cómo:
-Estas tiernas avecillas no podrán llegar a mí-, se dijo Inti. Con el calor de mis rayos se quemarán sus alitas y no podrán volar. Es preciso que pinte sus plumitas suavemente y con dulzura. ¿Y qué hizo?… Reunió algunas nubes que había en el cielo, les ordenó que lo ocultasen y que hicieran caer una copiosa lluvia, justamente en el lugar por donde viajaban las aves en su busca.
Éstas encontraron el refugio de un bosque para resguardarse del aguacero que tan inesperadamente parecía detenerlas en su valiente ascensión.
Luego Inti hizo que las nubes se apartasen para dar paso a sus hermosos rayos. ¡Y cuál no fue la sorpresa y la alegría de nuestros pajaritos, cuando vieron aparecer en el cielo el más espléndido arco iris que jamás se haya visto!…
Atraídos por la hermosura de sus divinos colores, todos volaron presurosos y se posaron dulcemente en él a fin de que les diese un poquito de belleza para sus deslucidos plumajes.
Cada uno quería elegir el color que más le agradaba.
Y así fue como ellos iban de acá para allá, recorriendo el arco iris en procura del encanto de sus siete colores.
El cardenal metió su cabecita con copete en la franja roja, y con eso se quedó muy contento.
El dorado se paseó largo rato por la amarilla. Por eso sus plumitas son ahora de ese tono.
Al jilguero también le gustó el amarillo y se paseó un ratito por él, quedando negra su cabecita, porque la noche llegó y borró el arco iris.
El churrinche se tiñó casi todo de color rojo vivo, y dejó sus alitas oscuras como las sombras de la noche.
Tantos colores eligió el sietevestidos, los recorrió tanto en todas direcciones, que consiguió para sus plumas todos los que le dio el arco iris. Por eso lo llamamos también “sietecolores”.
Y así como éstos, todos eligieron libremente el color de su plumaje. Luego decidieron regresar.
Por la noche volaron sin descansar. Deseaban llegar al bosque lo más pronto posible, para mostrar a sus compañeros el color de sus plumas como prueba de la bondad del dios Inti. Por eso, al amanecer del día siguiente, instantes después de que los pájaros del bosque abandonaran sus nidos, mostrándose inquietos y afligidos por la tardanza de sus valientes amigos, se vio algo así como una lluvia de flores que caía sobre el verde follaje de los árboles: eran las bandadas de mil pájaros que traían en sus plumas los bellísimos colores del arco iris.
Y otra vez, ¡qué divina algarabía la del bosque aquella mañana de primavera!
Los recién llegados trataban de lucir en toda forma sus nuevos y vistosos plumajes. Mientras algunos se paseaban coquetones dando saltitos sobre el verde césped, otros desplegaban sus alitas con toda gracia y donaire, y otros levantaban el copete de sus pintadas cabecitas.
Ante tanta belleza, ¡cuántos trinos de alabanza!; ¡cuántos gorjeos de admiración!; ¡cuántos gorgoritos de alegría!; ¡cuántos murmullos de asombro!…
En el barullo y confusión de la llegada de los felices viajeros, por los revoloteos de todos y los saltos y piruetas de los pichones ante fiesta tan completa, ninguno había advertido que entre ellos faltaba el picaflor.
¿Dónde estaba? ¿Por qué no compartía el regocijo de todos? ¿Por qué no concurría él también a la fiesta de la gracia y del color?
Inmensa, indescriptible fue la sorpresa de todos los pájaros instantes después, cuando, en rapidísimo, vivaz, inquieto e incesante vuelo, llegó hasta ellos el diminuto tumiñico; el más pequeñito de todos; ¡el más lindo entre los lindos!
Una sola exclamación salió de todos los piquitos.
-¿Cómo tienes esas plumas tan brillantes y preciosas si tú no has volado hasta el arco iris?
Picaflor oyó esta pregunta y otras muchas que le hicieron sus amiguitos del bosque, y no supo responder.
Vino en su ayuda una flor, que dijo: -Tumiñico tiene ahora los colores del iris, los de nuestros pétalos y los de las piedras preciosas, porque ama la luz, la miel de los cálices y las gotas de rocío…
Picaflor se miró en el agua tranquila de un arroyito cercano, voló de una flor a otra, y lanzando al aire su gritito, dijo:
-¡Cantemos a Inti el himno prometido!
Y el coro de las mil voces armoniosas de la selva se elevó hasta el cielo.


EL GIGANTE EGOISTA

EL GIGANTE EGOISTA



OSCAR WILDE


Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante.
Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
"ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES".
Era un Gigante egoísta...
Los pobres niños se quedaron sin tener donde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños, que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto, eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió
de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento
del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas
y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí- decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante
no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta-decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido
en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante y saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello.

Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy
a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante.

Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante,
y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver
al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron
a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-,
¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había
dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería,
no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos
los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo
se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverle a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas
se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón,
miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía.
Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín, había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos,
y también había huellas de clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante,
y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
OSCAR WILDE

domingo, 24 de mayo de 2015

RENÜPULLI

RENÜPULLI



Mi abuelo siempre sabía buscar la famosa Renüpulli, la salamanca que hay a las orillas del Lago Lácar. La cueva de brujos de la que su padre, que se llamaba Cheukemilla, tantas veces le habló. Por aquel entonces, el padre de mi abuelo no vivía en el lago, pero se fue a perder por ahí. Siempre había querido descubrir la Salamanca, quería estudiar la brujería para ser brujo. Pero no conocía la palabra santa, nunca la supo hallar. La noche estaba oscura y no encontró el camino. De aquí para allá andaba, en la orilla andaba, y no oía más que el sholpín de la diuka de noche, que se va a dormir después que despierta la diuka del día. Pero él no sabía salir de la maraña de las rocas partidas, aunque había habido buen agüero, que a la mañana, cuando salió de su casa, un zorro se le cruzó de izquierda a derecha. ¿Dónde andaba la suerte ésa? Sin querer dijo una palabra muy mala, que a veces había escuchado, que no sabía qué quería decir. ¡Ay, ay, ay, ay! Entonces, de repente, oyó voces, cantos, música, risa de chicos. Había caballos que relinchaban, gatos maullaban, ladraban perros, mugían vacas, de toda clase de animales se oían, que parecía que salía de abajo de tierra. Fue detrás de los ruidos, tanteando y golpeando las rocas, hasta que vio una abertura que no había visto, que quedaba a la izquierda del lago, si se mira de Pukaullu. Estaba ahora parado en una cueva y una muchacha había, una linda muchacha que lo llamaba, que le hacía entender que hiciera la señal de la cruz y avanzara no más. La cueva era de más o menos una cuadra de largo, igual de ancho y muy alta, que llenaría una montaña. Dentro salían caminos, pasillos que debían ir a otras cuevas. Clarito, pero clarito, se oía bramar el lago. Y todavía más claro se sentían las voces que había oído.
¡Ay, ay! Se persignó de la sorpresa, anduvo hacia la luz y, de repente, lo dieron vuelta muchas veces y era oscuro de nuevo. Asustado, seguía tanteando hasta que vio un poco de luz y tropezó sobre un cadáver ensangrentado, que solamente se pudo librar diciendo la palabra. Apenas anduvo un rato, un sapo enorme se le tiró encima, le ensuciaba la manta de piel y lo escupía. De nuevo dijo la palabra santa y lo soltó el sapo. Pero en otro pasillo vino a salirle un chivo con cuernos afilados, que lo tiró al suelo. En su aprieto volvió a santiguarse, y se escapó el chivo. Y entonces una víbora, gorda como un brazo, llena de escamas y peluda, se le largó sobre el pecho como para ahogarlo. Pero él no supo mostrar miedo, ni cuando el bicho se le enroscó en el cuello y silbaba y le ponía la lengua cerca de la boca. Y tampoco perdió su fuerza esta vez. La palabra santa espantó a la víbora y él pudo seguir andando hasta la pieza principal, que representaba una escuela. Había allí muchos conocidos y parientes, sobre todo estaban los mellizos de la región, pero nadie se ocupaba de él, nadie le hacía caso al otro. Nadie saludaba: como desconocidos se trataban. ¡Ay, ay, ay, ay! Y hablaban todos en el Chilidugu, en la lengua de las brujas. Y como había muchas cosas buenas que das, y mucha alegría, él no hizo caso y agarraba lo que le daban: ¡Lo mejor de lo mejor había ahí! Se bailaba, se bebía, gritaban, cantaban. Juguetones estaban, alegres estaban todos los que ahí había, que no tomaban clase en el momento. Porque él vio que ésa era la famosa escuela de Salamanca, la escuela de los brujos, que entran los verdaderos mapuche nada más, los verdaderos araucanos. A esta cueva venían los brujos más grandes del mundo para aprender y enseñar. La más grande escuela era. Y, si aún hoy en día hay brujos, por esta escuela es, que aún hoy está y que siempre sigue enseñando, la renüpülli en el Lago Lácar.
Cuando había comido y bebido bastante, miró alrededor y pudo ver la enseñanza. Ahí estaban los mellizos, por ejemplo, que, según dicen, tienen mucha habilidad para ser brujos. Los trataban con mucho cuidado, tenían una enseñanza especial. Algunos alumnos querían aprender la curandería, para sanar a los hombres. Otros querían tener poder sobre animales sanos y enfermos, los querían tratar. Otros querían saber dañar. Otros aprendían la lengua de los animales para mandarlos que dañen a los hombres. No se puede contar todo. Muchas cosas hay que pueden saber pocos hombres no más, los elegidos no más. Ahí había uno que quería aprender a dañar a un enemigo, pero de lejos. La machi mayor agarró un sapo gordo, viejo. Lo ató fuerte y lo colgó. Así le iba a pasar al enemigo. Se iba a sentir apresado. El tiento mojado se le iba a ajustar cada vez más. Aplastado se iba a sentir. Hasta morirse de dolor y de hambre y sed. Había una que preguntó cómo podía enamorar y tenerlo enamorado al hombre. Entonces, la machi mayor agarró una rana grande -posiblemente era un sapo también- y mostró cómo hay que pasar la panza blanca por la cara del hombre diciendo palabras para tenerlo enamorado siempre. Otros querían aprender a hacer llover. Un sapo vivo y otro muerto ponían, panza arriba, sobre el suelo, y decían la palabra, y en seguida, pues, caía la lluvia. Lo principal siempre era la palabra. En otra pieza se enseñaba a los veterinarios. Justo practicaban el ampiñ, colocar plantas secas molidas y otras cosas que no se pueden llamar buenas. Ahí aprendían cómo se trata heridas abiertas, cómo se libra de gusanos a los animales; contarlos, medirlos, mandar que tenían que abandonar el animal. Aquí había unos mellizos que él conocía bien, pero que no le hacían caso, y que aprendían el arte de curar. Porque nacen para brujos ésos. Ahí llegaba un zainu, un caballo oscuro, que en la paleta derecha tenía una herida llena de gusanos. La bruja mostró cómo se podían contar y medirlos. Primero rezó un rezo que él no pudo recordar y los alumnos lo repetían. Luego agarró una varita fina y rompió un pedacito, de modo que tenía el largo de los gusanos. "En nombre de la virgen digo yo: este zaino tiene veinticinco lombrices de este tamaño. Ya viene uno, quedan veinticuatro si lo mato." En eso cayó de la herida un gusano y ella lo echó al fuego. Después vino a caer otro. Ella decía: "quedan veintitrés si yo lo mato". Y siempre lo mismo, hasta que la herida estaba limpia de bichos. Con cada gusano tiraba un pedacito de madera al fuego, hasta que había terminado con el último gusano. El zaino estaba curado.
Muchas de estas cosas vio el padre del abuelo. También que a los gusanos que están en las heridas de los árboles, en nombre de Jesús, María y José, se les pone tres días de tiempo para dejar el sitio, irse a otro lado, a otros campos o animales. También obedecían en seguida. Ahí vio cómo los dueños de rebaños se procuraban anchimallén, porque necesitaban ovejeros sin entrañas, que no comían carne, que toman sangre no más, así no les robaban animales. Traían chicos robados, les quebraban el espinazo, les sacaban la tripa gorda y los dejaban achicados cosiéndolos. Así se convertían en fantasmas, en duendes, en enanos que ya no crecen y usan el chiripá no más o que tienen un pedazo de cuero sobre el pecho, con la cola colgando sobre el pecho, que brilla. De noche, el anchimallén anda por las montañas y las rocas y se le ve brillar la luz mala, que siempre anda con él. Fuerte ladran los perros cuando ven la luz, y tiemblan y se esconden. Lo mismo hacen los hombres. Porque sabe que ésos son sirvientes de los brujos, y que conocen la palabra y que matan, no más, con la palabra. En esta cueva, pues, se hacían los anchimallén, los "hombres sin tripas". Y también enseñaban el granizo, la fuerza para sostener una avalancha de nieve o para hacerla caer sobre un enemigo, hasta en el verano. Enseñaban a soplar enfermedades y otros males, manejar la piedra hueca. Y todo eso y mucho más se sabía aprender ahí. El chilidugu sabían. Secretos eran esos que no había que descubrir fuera de la cueva. Todo poder perdían los que contaban algo. Ya no se pueden volver animales o ser invisibles. Fieles tenían que ser en guardar el secreto, la palabra santa. Así les insistía la machi mayor. En la escuela no más se los dejaba pronunciar la palabra santa; si no, los iban a perseguir y matar. El camino tenían que ocultarlo a los padres, a las otras personas. Con relbún les escribían los signos que los podían ayudar, que para los que no saben son garabatos no más, que no permiten hallar la entrada. Brujos tiene que haber siempre, hacen falta los brujos, hacen falta espíritus, las almas de los finados esperan que las llamen. Mientras que la machi mayor decía estas cosas y otras más, Cheukemilla se dio cuenta que la camisa de la víbora le envolvía el pecho y la espalda. Se había sacado la camisa la víbora cuando se le enroscó al pescuezo. Con rabia y con asco, a tirones la sacó y la tiró al fuego. Entonces, de repente, se hizo oscuro alrededor. Cuando se recobró, estaba echado sobre las rocas de luko, que entran bastante en el lago, a la otra orilla del Lácar, a la derecha, mientras que él había entrado en la cueva por la izquierda. Tenía el cuerpo herido, machucados los huesos y nunca más volvió a sanarse del todo.
Lo peor del caso, es que probó muchas veces y no supo hallar más la entrada de la cueva; nunca más supo hallar la escuela de los brujos, la Salamanca ésa. A pesar que más tarde se fue con la tribu donde creía que estaba la cueva, a la orilla izquierda del Lácar. Tampoco supo acordarse del chilidugu, de la lengua de los brujos. Ni de la palabra santa se sabía acordar.

Recopilado por Bertha Koessler, 1962. Narrado por el cacique Abel Kurüuinka.


Fuente: “Cuentan los Mapuches” – Edición de César A. Fernández
Ediciones Nuevo Siglo SA
http://neuquen.com.ar/renuepuelli-la-salamanca-del-lago-lacar/

Rapunzel

Rapunzel  


Había una vez un hombre y su esposa que por largo tiempo esperaron en vano por un hijo. Al fin la mujer supo que Dios estaba por concederles el deseo. Esta gente tenían en su casa una ventana en la parte de atrás desde la cual se veía un espléndido jardín, lleno de las más bellas flores y hierbas. El jardín, sin embargo, estaba rodeado por un gran muro, y nadie intentaba entrar en él porque pertenecía a una "hechicera" que tenía grandes poderes y era temida por todo el mundo. Un día la esposa estaba en la ventana mirando hacia abajo al jardín cuando vio una era que estaba plantada con bellísimos rapunzeles (= rapónchigo o nabiza: planta campanulácea de raíz comestible). Y las vio tan frescas y verdes que suspiraba por ellas y le entró el gran antojo de comer algunas. 
Ese deseo se incrementaba día a día, y como ella sabía que no podía coger ninguna, fue perdiendo su salud, y se veía pálida y miserable. Entonces su esposo se alarmó y preguntó:
-"¿Qué es lo que te sucede, querida esposa?"-
-"¡Ay, si yo no pudiera obtener alguno de los rapunzeles, que están en el jardín atrás de la casa, para comerlos, me moriría."-
El hombre, que la amaba mucho, pensó:
-"Antes que dejar que mi mujer se muera, le traeré algunos rapunzeles, no importa lo que cueste."-
Al medio oscurecer del final de la tarde, escaló y atravesó el muro cayendo sobre el jardín de la hechicera, rápidamente cogió un racimo de rapunzeles y se los llevó a su esposa. Inmediatamente ella se hizo una ensalada y se la comió con mucho gusto. A ella, sin embargo, le gustaron tanto, tanto, tanto, que al día siguiente estaba tres veces más antojada que antes. Si él debía tener algún reposo, debería ir otra vez más al jardín. En la penumbra del atardecer, sin embargo, él bajó de nuevo el muro, pero cuando había bajado al suelo, se asustó terriblemente pues encontró a la hechicera parada a su lado.
-"¿Cómo te atreves"- dijo ella con una mirada furiosa, -"descender dentro de mi jardín y robarme los rapunzeles como un ladrón? ¡Sufrirás por ello!"-
-"Oh"- contestó él, -"deja que la misericordia tome el lugar de la justicia, yo sólo lo hacía por necesidad. Mi esposa ha visto sus rapunzeles desde la ventana, y ha sentido tan grande antojo por ellos, que moriría si no le llevo algunos para comer"-
Entonces la hechicera dejó que se calmara su enojo, y le dijo:
-"Si el caso es como lo dices, te permitiré llevar contigo todos los que quieras, solamente con una condición, deben darme la creatura que tu esposa traerá al mundo. Será muy bien tratada, y yo cuidaré de ella como una madre."- 
El hombre, aterrorizado, consintió en todo, y cuando nació la creatura, la hechicera apareció al momento, le dio a la creatura el nombre de Rapunzel, y se la llevó con ella.
   
        
Rapunzel se desarrolló como la niña más bella bajo el sol. Cuando cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre, dentro del bosque, que no tenía puertas ni escaleras, excepto una pequeña ventana arriba. Cuando la hechicera quería subir, ella se paraba exactamente abajo de la ventana y gritaba:
-"Rapunzel, Rapunzel,
   tírame tu cabellera a mí."-

Rapunzel tenía una exuberante cabellera larga, muy fina y de un color dorado, y cuando ella oía la voz de la hechicera, se soltaba las prensas que la sostenían, la amarraba de una de las barras de la ventana, y entonces la dejaba caer veinte metros hacia abajo, y la hechicera subía por medio de ella.
Como uno o dos años después, sucedió que el hijo del rey, recorriendo el bosque, llegó a la torre. Entonces el oyó una canción de una voz tan tierna que paró y se quedó escuchando. Era la voz de Rapunzel, que en su soledad pasaba el tiempo haciendo resonar su dulce voz. El hijo del rey quería subir hasta ella, y buscó la puerta que no encontró. Él regresó al hogar, pero el canto tocó tan profundamente su corazón, que todos los días iba al bosque a escucharla. Un día, cuando él estaba parado detrás de un árbol, vio que la hechicera llegó allí, y escuchó lo que gritaba:
-"Rapunzel, Rapunzel,
   tírame tu cabellera a mí."-

Entonces Rapunzel bajó las trenzas de su cabello, y la hechicera subió hasta ella.
-"Si esa es la escalera por la que uno sube, probaré por esta vez mi fortuna."- dijo él.
Y al siguiente día, cuando empezaba a oscurecer, él fue a la torre y gritó:
-"Rapunzel, Rapunzel,
   tírame tu cabellera a mí."-

Inmediatamente la cabellera bajó y el hijo de rey subió. Al principio, Rapunzel quedó terriblemente atemorizada cuando un hombre como sus ojos nunca habían conocido, llegó donde ella. Pero el hijo del rey comenzó a hablarle como un amigo, y le contó que su corazón estaba tan conmocionado que no tenía descanso, y que se había visto forzado a verla. Entonces Rapunzel perdió su temor, y cuando le preguntó que si ella lo tomaría por esposo, y ella vio que era joven,  apuesto y bueno, pensó:
-"Él me amará más que la vieja hechicera."- y dijo sí, y puso sus manos en las de él.
Ella le dijo:
-"Estoy decidida a ir contigo, pero yo no sé como bajar. Trae contigo un ovillo de seda cada vez que vengas, y yo tejeré una escalera con ellos, y cuando esté lista, yo descenderé y podrás llevarme en tu caballo."-
Ellos acordaron que mientras llegaba ese momento, él vendría cada atardecer, ya que la vieja mujer llegaba en las mañanas. La hechicera no sabía nada de eso, hasta que un día inocentemente Rapunzel le dijo a ella:
-"Dime señora,  por qué sucede que eres mucho más pesada para mí de subirte, que el joven hijo del rey? - él estará conmigo más tarde-"-
-"Ah já, chica malvada"- gritó la hechicera, -"¿Qué es lo que he oído que dijiste? Yo creía que te había separado del mundo, pero me has engañado."- 
En su enojo ella agarró las bellas trenzas de Rapunzel, las enrolló en su mano izquierda, sostuvo unas tijeras con la derecha, y tras, tras, tras, todas fueron cortadas, y las adorables trenzas quedaron en el suelo. Y estuvo tan sin piedad que se llevó a Rapunzel a un desierto donde tuvo que vivir en gran pesadumbre y miseria.
Ese mismo día en que mudó de sitio a Rapunzel, la hechicera al atardecer ató todas las trenzas que había cortado del cabello de la muchacha, las amarró a las barras de la ventana, y cuando el hijo del rey llegó y gritó:
-"Rapunzel, Rapunzel,
   tírame tu cabellera a mí."-

dejó caer las trenzas. El hijo del rey ascendió, pero no encontró a su amada Rapunzel, sino a la hechicera, que le lanzaba malvadas y venenosas miradas.
-"¡Ah já!"- gritaba mofándose, -"Hubieras alcanzado a tu apreciada, pero el bello pájaro no se sienta más en el nido para cantar, el gato la ha capturado, y te arrancará sus ojos también. Rapunzel está perdida para ti, nunca más la volverás a ver."-
El hijo del rey se confundió todo con dolor, y en su desesperación saltó desde lo alto de la torre. Él escapó con vida, pero las zarzas en que cayó le agujerearon los ojos. Entonces anduvo errante y  ciego por el bosque, comiendo únicamente raíces y bayas, y no hacía más que lamentarse y llorar por la pérdida de su amada esposa. 

Así él vagó miserablemente por varios años, y al fin llegó al desierto donde estaba Rapunzel, quien con los gemelos que ella había dado a luz, un niño y una niña, vivían en desdicha. 
Él oyó una voz, y le pareció tan familiar que corrió hacia donde la oía, y cuando llegó, Rapunzel lo reconoció y arrecostándolo sobre su cabeza, lloró. Dos de sus lágrimas le humedecieron sus ojos, y le devolvieron la vista y pudo ver tan bien como antes. Él entonces la llevó a su reino donde fue recibido con júbilo, y en adelante vivieron muy felices y contentos.

Enseñanza:

Ante las dificultades, nunca debe perderse la esperanza.

sábado, 23 de mayo de 2015

WALICHÚ Ó HÁLEKSEM

WALICHÚ Ó HÁLEKSEM





Decían los viejos tehuelches septentrionales que Walichú ó Háleksem había nacido en las tierras de Tandil, donde el accidentado terreno le servía de morada. Desde allí este espíritu maligno extendió su dominio por la Patagonia legendaria...
Es fuerte. Nada escapa a su aguda vigilancia ni a su poder: -¡Roba niños!- y la angustia paraliza a las indias madres. -¡ Asusta y petrifica a las mujeres!- y los guerreros saben que sus flechas son inútiles contra él...
Aborígenes de distintas procedencias le han dado nombres diferentes: es gualichú para los quechuas, huecué para los mapuches, halpén para los onas, ieblon para los indios del sur, o hálekasem para los tehuelches. Pero siempre esa palabra se dice con miedos ancestrales.Quienes saben de estas cosas afirman que la malignidad de wualichú (o gualichú) tiene matices que van de la cruel crueldad destructora a la traviesa picardía. Quizás dependa de su humor del día, o de su aburrimiento, o del respeto que sus altares naturales despiertan en los viajeros... Lo cierto es que sus remolinos apagan los fogones, y que su aliento helado mata a los pajaritos refugiados en los matorrales, y que aúlla por las mesetas desoladas... ¿Habrá alguien que pueda vencerlo?..
El indio sabe desde tiempo inmemorial que es mejor apaciguar su espíritu levantisco con ofrendas. Por eso al recorrer la Patagonia y cruzar por sus dominios paga el tributo obligado.
Si no, ¿cómo escapar su terrible mirada abarcadora?, ¿cómo pasar de largo y con fatal descuido por los sitios sagrados donde merodea, sin desatar sus iras?...
En realidad, más que eludir hay que convocar y propiciar el espíritu poderoso. Y el camino del gualichú es transitado con respeto y silencios. Y al árbol del gualichú, -maldito, seco y solitario- al borde, de la senda que le ofrendan trapitos y bolsitas con llancas (piedras pequeñas) que obtienen rasgando los propios vestidos, matras y ponchos.
Así el árbol mítico florece un fantástico ropaje que ondula al viento, y el hombre pierde retazos de sus prendas... ¡pero llegara salvo a destino! Y a las piedras del gualichú, tan alucinantes y extrañas en el paisaje, apaciguan con el precioso alimento del aceite, la sal o las hierbas...
La Patagonia guarda celosamente el misterio, pero tiene sitios que lo revelan: la piedra del collón curá, la piedra de caviahue, la piedra Saltona de cajón chico, el meteorito de Kaper-Aike, el bajo del gualichú el cerro, Yanquenao, el cañadón de las pinturas, las cuevas de las manos, Aquí y allá los espíritus acechan en los parajes solidarios y se mimetizan en los árboles secos, plantas sagradas, piedras, sendas, travesías..., y hasta el viento interminable.
La presencia del gualichú a sobrevivido al avance de la cultura del blanco y convive con ella. Está en el paisano del campo y en el habitante del pueblo o ciudad...
Es por cosas del gualicho que todavía hoy en las zonas rurales no se canta de noche o no se usa sombrero dentro de las casas, o se teme al aire malo, o se respeta al ñamco sagrado, o se esquiva el humo cegador del molle...
También es por temor o conjuración al Gualichú que en la actualidad, en las ciudades se usan amuletos, cintas rojas, contra el mal de ojo, ruda macho o ajo macho, o se encienden velas, o se compran hierbas para infusiones mágicas y lociones que todo lo pueden... si se usan al son de rezos o palabras secretas.
Los viejos dicen que Gualichú es una diableza en realidad... y quizás sea así, porque las equivalentes representaciones aborígenes conservan el rasgo femenino, ¿será por eso que persigue a las mujeres y roba niños?. ¿Se mueve a caso por celos o envidias milenarias?. ¡Quien sabe!.
Sin embargo el carácter anifeminista de este espíritu maligno se puede rastrear en actividades que se relacionan: el loncomeo , danza netamente masculina que el araucano tomó del tehuelche, y en la secreta ceremonia de iniciación ritual de los más jóvenes. Dicen que lo atestigua también la celebración indígena del camaruco.
Posiblemente la más admirable y misteriosa conexión con galichú sea el arte rupestre, diseminado en mil rincones del paisaje patagónico... Porque es es fama que él es el artista de las míticas pinturas de las cuevas, donde las manos fantásticas y extraños laberintos, huellas de pisadas humanas, y no humanas, animales estilizados y siluetas de cazadores, guardas de grecas, tigre, máscara,... reproducen y guardan al mismo tiempo el espíritu mágico. Son su obra, y allí está su secreto para cuando podamos descifrarlo...
Entre tanto ¿Cómo conocerlo más en profundidad? ¿Es Gualichú el ancestro de las razas aborígenes de la tierra austral?. ¿O tal vez una modalidad local de mitológico y universal espíritu guardián?.
El camino sigue abierto al estudio y la conjetura inagotable... ¡porque nuestro gualichú está vivo! Quizás la vieja sabiduría de los brujos chamanes puede ayudarnos. Pero esa es otra historia.

Rúmpeles-Tíjeles

Rúmpeles-Tíjeles   


Había una vez un molinero que era muy pobre, pero tenía una buena hija. Un día sucedió que tuvo que  ir a hablar con el rey, y para presentarse como persona importante le dijo:
-"Tengo una hija que cuando hila el lino, lo convierte en oro."-
El rey dijo al molinero:
-"Ese es un arte que me complace mucho. Si tu hija es tan ingeniosa como dices, tráela mañana a mi palacio, y entonces veré eso que hace."-
Y cuando llegaron al palacio, el rey llevó a la muchacha a un cuarto que estaba lleno de lino, le dio una rueda de hilar y un carrete, y le dijo:
-"Ahora ponte a trabajar, y si para mañana temprano no has hilado y convertido este lino en oro, te castigaré."-
Enseguida él cerró con llave el cuarto y la dejó sola. Allí, ella se sentó, y no sabía qué hacer. No tenía idea de como hilar y transformar el lino en oro. Y se acongojó tanto, y se sintió tan miserable que se puso a llorar.
Pero de pronto la puerta se abrió, y entró un pequeño hombrecillo, que dijo:
-"Buenos días, señorita molinera, ¿por qué lloras así?"-
-"¡Ay!"- contestó la muchacha, -"tengo que hilar lino y convertirlo en oro, y yo no sé cómo hacer eso."-
-"¿Qué me darías si yo lo hago por ti?"- preguntó el enano.
-"Mi lazo de gargantilla."- dijo la joven.
El hombrecito tomo el lazo, se sentó al frente de la rueda, y "roar.." "roar.." "roar...", tres vueltas y el carrete se llenó. Entonces puso otro, y "roar.." "roar.." "roar...", tres vueltas y el segundo carrete se llenó. Y así siguió hasta la mañana siguiente, cuando todo el lino quedó hilado y los carretes llenos de oro. Apenas empezada la mañana llegó el rey, y al ver el oro quedó embelesado y asombrado, pero únicamente su corazón se volvió más avaro. Y llevó a la hija del molinero a otra habitación aún más grande, y le ordenó hilar todo aquello en una noche si quería evitar el castigo. La muchacha no sabía como se salvaría, y empezó a llorar, cuando la puerta se abrió de nuevo y el hombrecito apareció y le dijo:
-"¿Qué me darías si yo te hilo y convierto en oro todo ese lino?"- 
-"El anillo de mi dedo"- respondió ella.
El enano tomó el anillo y empezó a girar la rueda, y al amanecer ya tenía todo el lino hilado y convertido en brillante oro.
El rey se regocijó sin medida por lo que veía, pero sintió que aún no tenía suficiente oro, y llevó a la doncella a una aún más grande habitación llena también de lino, y le dijo:
-"Tienes que trabajar esto también en el transcurso de la  noche, y si tienes éxito, te haré mi esposa."- 
-"No me importa que sea hija de un molinero"- pensó él, -"no podría encontrar una esposa con mayor riqueza en el mundo entero."-
Cuando la joven quedó sola, el enano entró de nuevo por tercera vez, y dijo:
-"¿Qué me darás si te realizo el trabajo esta vez también?"-
-"Ya no me queda nada que pudiera darte."- contestó la muchacha.
-"Entonces prométeme que si llegas a ser la reina, me darás a tu  primer hijo."- dijo él.
-"¡Quién sabe para que eso pueda suceder!"- pensó ella. 
No teniendo otra opción para salir de este problema, le prometió al duende lo que pidió, y entonces una vez más él hiló y convirtió el lino en oro.
Y cuando el rey llegó en la mañana, y encontró todo finalizado tal como lo pidió, la tomó en matrimonio, y la buena hija del molinero llegó a ser la reina.
Un año después, ella tuvo un hermoso niño, y jamás volvió a recordar duende. Pero súbitamente éste entro al dormitorio y dijo:
-"Ahora dame lo prometido."
La reina se horrorizó, y le ofreció al enano todas las riquezas del reino si la dejaba con el niño. Pero el duende dijo:
-"No, algo que es viviente es más apreciado por mí que todos los tesoros del mundo."-
Entonces la reina empezó a llorar y gritar tan amargamente que el duende se compadeció.
-"Bien, te daré tres días de tiempo"- dijo él, -"si para ese tiempo averiguas mi nombre, podrás quedarte con el niño."-
Así, la reina pasó toda la noche pensando en todos los nombres que ella hubiera oído antes, y envió un mensajero por todo el reino para preguntar, a lo ancho y largo, por todos los nombres que hubiera. 
   
                   
Cuando al día siguiente llegó el duende, ella empezó a mencionar "Melchor", "Gaspar", "Baltazar" y todos los demás que ella había aprendido, uno tras otro. Pero a cada ocasión el hombrecito respondía:
-"Ése no es mi nombre."-
En el segundo día ella había preguntado en la vecindad por los nombres de las personas de allí, y ella le repetía al duende los más curiosos y desconocidos nombres.
-"Quizás tu nombre sea "Mecacorto", o "Ríoazul", o "Estrellablanca"."-
Pero él siempre respondía:
-"Ése no es mi nombre."-
Al tercer día regresó el mensajero que había enviado y éste dijo:
-"No me ha sido posible encontrar un nuevo nombre, pero cuando subí a una alta montaña al final del bosque, donde la zorra y la liebre se dicen entre sí "buenas noches", ví una pequeña casa, y al frente de la casa había un fuego encendido, y dando vueltas alrededor del fuego un ridículo hombrecito que brincando en un pie, cantaba:
-"Hoy horneo, mañana fermento,
  y al siguiente el niño de la reina mío será.
 ¡Já! Gustoso estoy que nunca sabrá
 que Rúmpeles-Tíjeles será su tormento."

¡Ya te puedes imaginar lo contenta que se puso la reina cuando escuchó el nombre! Y cuando poco después el hombrecito entró, y preguntó:
-"¿Ahora señora reina, cuál es mi nombre?"-
De primero ella preguntó:
-"¿Será tu nombre Conrad?"-
-"No."-
-"¿Es Pedro?"-
-"No."-
-"¡Entonces podría ser Rúmpeles-Tíjeles!"- gritó con entusiasmo.
-"¡Fue el diablo quien te lo dijo!¡Fue el diablo quien te lo dijo!"- gritaba el duende.

Y en su enojo zapateó tan duro en la tierra que la pierna derecha entera se le hundió, y entonces de rabia se apoyó tan fuerte en la pierna izquierda que él mismo se partió en dos, desapareciendo al instante para siempre.

Enseñanza:

No se debe prometer lo que no se querrá cumplir.

viernes, 22 de mayo de 2015

LA LEYENDA DEL PALO BORRACHO

LA LEYENDA DEL PALO BORRACHO


El palo borracho fue apreciado por los indios de las márgenes del río Pilcomayo porque con su tronco enorme en forma de botellón hacían canoas, bateas y "Cachiveo", especie de embarcación liviana y resistente; recipientes para la aloja y para amasar la harina. Sirve para yesca, moldes, etcétera. El salteño le llama "yucan", el guaraní "samohú", y los tobas le dan el nombre de "copadalick" . Su nombre clásico es "schorissia", sus flores son rosas, amarillas, blancas o lilas. No se le conocen cualidades curativas, pero su sombra es codiciada por el perímetro que abarcan sus ramajes.
Se da en clima cálido y seco, y se tiene entendido que mientras más lejos se encuentra el agua, más desarrolla su tronco. Su pulpa fofa, va almacenando la humedad de la tierra, el rocío que cae en sus ramas y tronco se conserva en la enorme "botella". Su fruto es una vaina más grande que una nuez y al madurar se abre, brota de él una cantidad de semilla y copos de algodón suave.
La leyenda del palo borracho es una de las más hermosas concepciones de la mente indígena. Contrariamente a lo que cabe suponer por la forma del árbol, el hombre criado en la selva cree que éste representa el cuerpo de una mujer; cuerpo que se va formando en tres períodos de vida: la juventud, en la que el árbol muestra su tronco con la esbeltez, de una doncella; el de la plenitud, en el que el mismo muestra las formas de la mujer en su vigor espiritual y físico, y la vejez, en la que el árbol muestra las formas maduras de la matrona, reposada, que se convierte en "madre nuestra pegada a la tierra" ... Pegada a la tierra por la fuerza de un designio.
En los tiempos en que la luna bañaba su precioso disco en las aguas de los grandes ríos aprisionados en la floresta, existía una tribu de indios cuyos hombres eran de un valor, extraordinario, y sus mujeres de mágica hermosura.
Una de ellas sobresalía de todas por su exquisita bondad que se unía a sus nobles condiciones para completar un digno marco de atracción y de alabanzas. Muchos guerreros ambicionaban llevarla a su tienda por compañera, y muchas estrellas fueron testigos de las rondas y canciones que le prodigaban al son de instrumentales de sonoros acordes. La joven india, que había rendido las pruebas que se exigían a las mujeres de su tribu llegadas a la pubertad, tenía su elegido en uno de los indios de su pueblo, Era un esbelto guerrero que en más de una ocasión había puesto a prueba su coraje. El amor los fue uniendo hasta que quiso la fatalidad que la tribu se trabara en lucha con otras enemigas.
Partió el amante con sus compañeros, no sin antes solicitar de los labios de la amada la fidelidad que guardaría durante su ausencia. Ella le prometió un amor eterno y juré sobre los huesos de sus abuelos que no unirla su cuerpo a otro que no fuera el que había elegido y amado con extraño frenesí. Su espera sería eterna, hasta que las, sombras la arrojaran en medio de la noche y la muerte le diera el sosiego a su espíritu dolorido.
Transcurrieron muchas lunas sin que los guerreros ofrecieran noticias. Cuando la convicción de la muerte se extendió por la tribu, la india, desposeída de su bien amado por el triste designio, escuchó indiferente palabras de amor de bizarros hombres del pueblo. A ninguno hizo caso, porque en su corazón se habla abierto una herida profunda causada por el dolor y que no se restañaría por largo tiempo.
Desesperada se hundió en la selva para dejarse morir en ella. Poco tiempo resistió el peso de la vida su físico debilitado. Una mañana, a la llegada de la primavera, los indios que se dirigían a cazar, la encontraron muerta entre los matorrales. Decidieron llevarla hasta el pueblo; pero, en momentos de cargarla sobre una parihuela, notaron que sus brazos se alargaban en forma de ramas y que su cuerpo se redondeaba tomando, la forma de un árbol de extraña configuración. Su cabeza se doblegó hacia el naciente, sobre el tronco, y de los dedos: empezaron a brotar flores blancas de gran hermosura. Los indios retornaron impresionados a su tribu y allí contaron lo que habían visto.
Sólo algunos días después se animaron a volver al lugar donde se hallaba la india muerta, convertida en árbol. Al llegar comprobaron que las flores se habían teñido de un ligero color rosado y que ya no había quedado ningún vestigio, de humanidad. El árbol se levantaba seguro sobre su robusto tronco y su ramaje florecido', se desparramaba en su graciosa copa.
Termina la leyenda diciendo que las flores blancas son los suspiros de amor y las lágrimas de la india que se tiñen de rosa por la sangre derramada en el campo de batalla, y que las raíces del árbol absorben de la tierra para llevarla a las corolas.


Extraído de: "El mito, la leyenda y el hombre - Usos y costumbres del folklore", Félix Molina-Tellez, Editorial Claridad, Primera edición, Buenos Aires 1947.