EL
PLUMAJE DE LOS PÁJAROS
Leyenda
Diaguita
En
épocas muy remotas ya existían, en nuestros campos y bosques, plantas que
ostentaban flores de preciosos y variados colores; fuesen éstas grandes o
pequeñas, de corolas múltiples o sencillas, de exquisito perfume o sin él. Pero
si las flores podían lucir sus hermosos colores, no sucedía lo mismo con
nuestros pájaros, cuyo plumaje era en todos igual: es decir, del color de la
tierra con que los hicieran el dios Inti, Mama-Quilla y la Pachamama.
-Nosotros
-pensaron con toda justicia nuestros pájaros- también podemos, como las flores,
lucir en nuestras plumas esos mismos colores con que ellas llaman la atención,
haciéndose admirar tanto.
Y
como era deseo de todos los pájaros poder lucir en su cuerpo plumas de bonitos
y vivos colores, resolvieron reunirse para pensar en el medio de conseguirlo.
¡Qué
divina algarabía hubo en el bosque aquella mañanita a la salida del sol!…
Apenas
disipadas las sombras de la noche, se dejó oír entre el ramaje el bullicio de
los pajaritos al despertar en sus nidos y la inquieta charla de los que, en ligero
vuelo, se ubicaban a la espera de las deliberaciones.
Cantos
melodiosos, trinos delicados, agudos silbidos, voces alegres, murmullos
ligeros, mil rumores y grandes cuchicheos llenaban de vida el verde follaje.
Los
más madrugadores, como la calandria, el hornero, la cachila, el churrinche y el
jilguero, fueron los primeros en abandonar sus nidos, recomendando a sus
pichoncitos mucha obediencia y cuidado mientras durara su ausencia.
Millares
de pájaros, cantando todos a la vez, llegaban poco a poco, y aumentaban el
regocijo de aquella hermosa madrugada, prestándole animación con su revolotear
inquieto sobre las plantas y las flores. Jamás habíase visto reunión más llena
de alboroto y alegría.
El
sol despuntando en el oriente, el reflejo de su luz sobre las hojas tiernas de
las plantas, la frescura de la brisa, la fragancia y belleza de las flores, el
grato albergue a la sombra de los árboles y la delicada armonía de los cantos
de las aves: he ahí el indescriptible cuadro de aquella notable asamblea de pájaros
de nuestra tierra, que querían para sus plumas los colores de las flores.
Cada
uno de los concurrentes manifestó su modo de pensar, y las opiniones fueron
discutidas en el mayor orden y con perfecta educación.
Algunos
deseaban poseer un solo color en su plumaje, mientras otros aspiraban a muchos
diferentes; éstos ansiaban tonos suaves, aquellos los pretendían muy vivos y
brillantes.
-Pero,
¿cómo conseguiremos dar color a nuestras plumas? -se preguntaban. En esto
consistía el más importante de los problemas y la mayor dificultad para
resolverlo.
Después
de discutir varias opiniones, algunos propusieron hacer un viaje al cielo para
pedir al dios Inti la gracia de que pintase sus plumitas con los colores con
que había pintado las flores. A todos les pareció magnífica la idea, y batieron
sus alitas en señal de aprobación. También idearon la forma de manifestarle su
contento, en el caso de que les concediese la gracia: elevarían en su honor un
himno de gratitud, uniendo todos sus más melodiosos cantos; himno que sería
mucho más solemne y hermoso que aquel con que cada uno lo saludaba en la
alborada de cada nuevo día.
Sin
pérdida de tiempo, comenzaron a prepararse para realizar el viaje. Lo suponían
largo y peligroso; pero estaban decididos a realizarlo, con tal de lucir el
hermoso plumaje con que tanto soñaran.
Reunidos
nuestros pájaros en bandadas numerosísimas, emprendieron su viaje en una mañana
hermosa, pensando regresar antes de la entrada del sol.
Dejémoslos
en viaje, camino del reino del dios Inti y, mientras tanto, veamos por qué
algunos se quedaron en la tierra, sin volar al cielo en busca de color para sus
plumas.
Uno
de ellos, nuestro laborioso hornerito, se quedó construyendo su nido. Ya
sabemos que su plumaje está muy de acuerdo con su arte de humilde y sabio
constructor. Desde entonces e hornero orienta siempre su nido hacia el sol.
La
tacuarita o ratona no viajó, porque sus pichoncitos eran aún muy pequeños y
estaba enseñándoles a volar. Desde entonces sólo canta cuando brilla el sol, y
lo hace mirando hacia él.
El
pirincho o pirirí tenía la tarea de ser útil en unos sembrados; y como siempre
fue tan cariñoso y buen compañero del hombre, desde aquella época se lo quiere
más por bueno que por bello.
La
calandria tuvo por misión alegrar la soledad del bosque con su cantar
maravilloso. Y lo hizo con arte tan exquisito; puso en su canto tanta gracia y
armonía, que desde entonces es el pájaro cantor que no tiene rival en toda
América.
Y
hubo uno pequeñito, que por ser tan pequeñito no pudo volar al cielo. Era el
tumiñico (picaflor). Este diminuto pajarito quedó volando, inquieto y ligero, sobre
las flores del bosque. Parecía una grácil mariposa visitando las corolas más
bonitas y vistosas. Era tal su impaciencia, esperando el regreso de los pájaros
viajeros, que no se quedaba quietecito ni un instante, ni asentaba sus patitas
en el suelo (como ahora). Así anduvo todo el día, de flor en flor, volando
delicada y sutilmente.
Llegó
la hora del crepúsculo. Los viajeros no aparecían. Y pasó también la noche sin
que ellos regresaran.
El
alba de un nuevo día animó el bosque con el despertar de los pájaros que habían
quedado en él. Llenos de ansiosa curiosidad revoloteaban de rama en rama,
preguntándose la causa de semejante demora.
El
tumiñico no cesaba de volar entre las bonitas flores que tenían sus corolas
salpicadas de gotitas de rocío, que brillaban a la luz del sol con destellos de
piedras preciosas.
¿Qué
había ocurrido allá lejos, muy cerca del reino del Dios Inti, hacia el que se
dirigían contentos y optimistas los pajarillos de la selva?… ¿Habrían ofendido
a los dioses con su audacia, y tal vez recibido por ello algún castigo?…
¿Volverían con sus plumitas pintadas?… ¿O habrían perecido en el largo viaje?…
Éstas
y otras mil preguntas se oían entre el susurro de la fronda, en forma de trinos
entrecortados y murmullos confusos.
Lo
que había ocurrido, no lo imaginaban los pajarillos del bosque. Fue algo tan
magnífico y sobrenatural; tan digno de alabanza y de gratitud, que el recuerdo
de aquel hecho extraordinario nos llega a la memoria cada vez que admiramos los
bellísimos colores que lucen la mayoría de nuestros pájaros.
Inti,
Dios supremo que dominaba el aire, la tierra y el agua, considerando muy justas
las aspiraciones de sus alados hijitos, decidió que ellas se convirtieran en
realidad. Y la realidad fue hermosa. Veréis cómo:
-Estas
tiernas avecillas no podrán llegar a mí-, se dijo Inti. Con el calor de mis
rayos se quemarán sus alitas y no podrán volar. Es preciso que pinte sus
plumitas suavemente y con dulzura. ¿Y qué hizo?… Reunió algunas nubes que había
en el cielo, les ordenó que lo ocultasen y que hicieran caer una copiosa
lluvia, justamente en el lugar por donde viajaban las aves en su busca.
Éstas
encontraron el refugio de un bosque para resguardarse del aguacero que tan
inesperadamente parecía detenerlas en su valiente ascensión.
Luego
Inti hizo que las nubes se apartasen para dar paso a sus hermosos rayos. ¡Y
cuál no fue la sorpresa y la alegría de nuestros pajaritos, cuando vieron
aparecer en el cielo el más espléndido arco iris que jamás se haya visto!…
Atraídos
por la hermosura de sus divinos colores, todos volaron presurosos y se posaron
dulcemente en él a fin de que les diese un poquito de belleza para sus
deslucidos plumajes.
Cada
uno quería elegir el color que más le agradaba.
Y
así fue como ellos iban de acá para allá, recorriendo el arco iris en procura
del encanto de sus siete colores.
El
cardenal metió su cabecita con copete en la franja roja, y con eso se quedó muy
contento.
El
dorado se paseó largo rato por la amarilla. Por eso sus plumitas son ahora de
ese tono.
Al
jilguero también le gustó el amarillo y se paseó un ratito por él, quedando
negra su cabecita, porque la noche llegó y borró el arco iris.
El
churrinche se tiñó casi todo de color rojo vivo, y dejó sus alitas oscuras como
las sombras de la noche.
Tantos
colores eligió el sietevestidos, los recorrió tanto en todas direcciones, que
consiguió para sus plumas todos los que le dio el arco iris. Por eso lo
llamamos también “sietecolores”.
Y
así como éstos, todos eligieron libremente el color de su plumaje. Luego
decidieron regresar.
Por
la noche volaron sin descansar. Deseaban llegar al bosque lo más pronto
posible, para mostrar a sus compañeros el color de sus plumas como prueba de la
bondad del dios Inti. Por eso, al amanecer del día siguiente, instantes después
de que los pájaros del bosque abandonaran sus nidos, mostrándose inquietos y
afligidos por la tardanza de sus valientes amigos, se vio algo así como una
lluvia de flores que caía sobre el verde follaje de los árboles: eran las
bandadas de mil pájaros que traían en sus plumas los bellísimos colores del
arco iris.
Y
otra vez, ¡qué divina algarabía la del bosque aquella mañana de primavera!
Los
recién llegados trataban de lucir en toda forma sus nuevos y vistosos plumajes.
Mientras algunos se paseaban coquetones dando saltitos sobre el verde césped,
otros desplegaban sus alitas con toda gracia y donaire, y otros levantaban el
copete de sus pintadas cabecitas.
Ante
tanta belleza, ¡cuántos trinos de alabanza!; ¡cuántos gorjeos de admiración!;
¡cuántos gorgoritos de alegría!; ¡cuántos murmullos de asombro!…
En
el barullo y confusión de la llegada de los felices viajeros, por los
revoloteos de todos y los saltos y piruetas de los pichones ante fiesta tan
completa, ninguno había advertido que entre ellos faltaba el picaflor.
¿Dónde
estaba? ¿Por qué no compartía el regocijo de todos? ¿Por qué no concurría él
también a la fiesta de la gracia y del color?
Inmensa,
indescriptible fue la sorpresa de todos los pájaros instantes después, cuando,
en rapidísimo, vivaz, inquieto e incesante vuelo, llegó hasta ellos el diminuto
tumiñico; el más pequeñito de todos; ¡el más lindo entre los lindos!
Una
sola exclamación salió de todos los piquitos.
-¿Cómo
tienes esas plumas tan brillantes y preciosas si tú no has volado hasta el arco
iris?
Picaflor
oyó esta pregunta y otras muchas que le hicieron sus amiguitos del bosque, y no
supo responder.
Vino
en su ayuda una flor, que dijo: -Tumiñico tiene ahora los colores del iris, los
de nuestros pétalos y los de las piedras preciosas, porque ama la luz, la miel
de los cálices y las gotas de rocío…
Picaflor
se miró en el agua tranquila de un arroyito cercano, voló de una flor a otra, y
lanzando al aire su gritito, dijo:
-¡Cantemos
a Inti el himno prometido!
Y
el coro de las mil voces armoniosas de la selva se elevó hasta el cielo.