lunes, 4 de mayo de 2015

EL MAINUMBÍ Y EL CURUCÚ

EL MAINUMBÍ Y EL CURUCÚ 




LEYENDA GUARANÍ


VOCABULARIO
TUPÁ: Dios bueno
AÑA: El demonio
MAINUMBÍ: Picaflor
CURUCÚ: Sapo  

Mientras  Tupá sé hallaba formando el mundo y poblándolo con los seres que hoy vemos en él, su tarea era ímproba e ininterrumpida. Las aguas lamían las tierras creadas y un firmamento muy azul limitaba el espacio con una bóveda de nubes. El sol, recién salido de las manos de Tupá, enviaba haces dorados de luz que daban calor y brillantes matices a las plantas terminadas de crear  y que embellecían la tierra con el  verdee de ramas y hojas, y los rojos, los blancos, los amarillos y los azules de sus pétalos de seda.
Tupá miró su obra y decidió poblar los aires y las aguas. Entonces formó las aves y los peces. Los aires se llenaron de alas y los árboles de nidos. Las más bellas y delicadas avecillas y las más fuertes y poderosas surgían de las manos todopoderosas de Tupá y buscaban el árbol o la montaña que las habría de cobijar. Tan entusiasmado estaba Tupá con su obra alada, que resolvió hacer una joya que surcara el aire despertando la admiración de todos por su belleza, por su color, por su aspecto, por su forma de volar.
Tomó un poco de arcilla, muy poca, y le dio una forma graciosa de leve aspecto; le agregó las alitas tenues y movedizas, una cola preciosa; un pico muy fino y largo para que la nueva avecita lo pudiera introducir en las flores en busca del néctar contenido en  su interior, y cubrió el cuerpecito de finísimas y sedosas plumas.
Mezcló luego los más bellos colores con rayos de sol para darles reflejos irisados y con ellos pintó las plumitas de la nueva avecilla que, ya terminada, batió sus alas pequeñas y en vuelo gracioso y sutil comenzó su recorrido de flor en  flor, temblando sobre ellas y sin posarse en ninguna.
Según los guaraníes, la llamó mainumbí. Tupá, satisfecho, la miró alejarse, seguro de haber creado la más bonita, la más graciosa, pequeña y sutil de las aves, sólo comparable a la más hermosa flor. No sólo Tupá tenia esa idea. De ella participaba también Añá, a quien la envidia inspiraba todos sus actos y que, no habiendo perdido detalle de la creación de la última obra de Tupá, escondido detrás de unos árboles desde donde le era fácil espiar, decidió él mismo, siguiendo en todas sus partes el  procedimiento usado por el Dios bueno, hacer una obra exacta a la realizada por é1. Tuvo buen cuidado de realizarla- con la  misma arcilla, de la que tomó un buen trozo, sin duda, para que no le llegara a faltar. La amasó, la acarició con sus largas y ganchudas manos tratando de darle elegante forma, imitando la que, de lejos, había visto hacer a Tupá.
No consiguió tantos colores para terminar su creación, pero no le dio mayor importancia, y con el verde, el negro y el blanco amarillento que halló, pintó la arcilla.Miró su obra convencido que bien podía competir con la dé Tupá, y -muy conforme con ella - la tomó entre sus dos manos, la levantó en el aire, y,  allí, dándole un pequeño impulso, trató de echarla a volar. Pero en el mismo momento que la libró de la prisión que la contenía y dirigió la vista hacia lo alto, esperando verla llegar, un ruido sordo se oyó en la tierra. Miró sorprendido Añá, y un gesto de estupor cambió su expresión satisfecha. Su obra, en lugar de volar, había caído al suelo, de donde  salió dando saltos; contra todas las suposiciones de su creador, para ir a ocultarse entre las piedras del camino.    Añá, muy a su pesar, y contra su voluntad, creyendo crear un pájaro, había creado al cururú.

REFERENCIAS

El mainumbí (picaflor) es un hermoso y diminuto pajarillo de América, que ofrece el encanto de su plumaje, en el que se confunden los colores del iris. Tiene tres centímetros de largo. Su plumaje brillante de color verde azulado, con reflejos dorados en el cuerpo, la cabeza y el cuello, lo convierten en una verdadera joya alada. El pecho y el vientre son de color gris claro, y las alas y la cola, negro rojizo.Posee un pico largo y afilado que puede introducir con facilidad en las flores para tomar el néctar. Su verdadero nombre es pájaro mosca; pero nosotros lo llamamos "picaflor" porque siempre se lo ve libar el néctar de las flores, o "tente en el aire", porque nunca se posa en ninguna de ellas para tomar el alimento; otros le dicen “colibrí”. Los quechuas lo llaman quentí; los guaraníes, mainumbí.

El cururú (sapo) es un batracio que mide nueve centímetros desde lo alto de la cabeza hasta el extremo del dorso. Su cuerpo grotesco, que da la sensación de torpeza y falta de gracia, es grueso y bajo ; los ojos son saltones y la boca muy grande. Las patas son cortas terminadas en cinco dedos. Se traslada de un lugar a otro por medio de saltos. Tiene el cuerpo cubierto de una piel gruesa de color verde pardusco llena de verrugas y replegada detrás de las orejas. De ella fluye un líquido  viscoso, blanquecino, de olor fétido. El vientre es blanco amarillento. Se alimenta de insectos y de gusanos que sale a cazar durante la noche. De día vive oculto entre las piedras. En guaraní se lo llama cururú; en quichua, arnpatu.


El ave Fénix, en el jardín del paraiso

EL AVE FÉNIX



En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores, arrobador su canto.

Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y Adán fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del ángel cayó una chispa en el nido del pájaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasándose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única en el mundo.

El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica en su canto. Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas.

Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges , y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla.

¡Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez la espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas.
¡Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oído: ¡Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg.

¡El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave Fénix de Arabia.

En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el árbol de la sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ¡poesía!


Autor: Hans Chistian Andersen

domingo, 3 de mayo de 2015

EL CACUY

EL CACUY




LEYENDA QUICHUA
  Sonko y Huasca eran hermanos. Habían quedado huérfanos hacía muchos años, y desde entonces vivían solos en la selva, habitando el rancho que fuera de sus padres.
  Sonko era el menor. Alto, fornido y muy trabajador, poseía un corazón tierno, cuyo cariño se volcaba en su hermana, a quien quería como a la madre que perdiera siendo niño.
  Pero Huasca no retribuía ese afecto. Por el contrario, siempre se mostraba agresiva con el buen hermano, disputaba con él, lo maltrataba y le hacía padecer en toda ocasión la perversidad que la dominaba.
  A pesar de ello, Sonko seguía profesando un profundo cariño a esta hermana cruel.
  Tanto la quería, que al ver los jugosos frutos maduros, sólo tenía un pensamiento: recogerlos para Huasca.
  Así lo hizo ese día. De vuelta al rancho, cortó los más dulces y sabrosos, los depositó en un canastillo de fibras de yuchán, que él mismo fabricara, y feliz y contento con el tesoro obtenido, corrió hasta su choza a fin de entregarlos a la ingrata.
  Mientras corría, pensaba:
  "¡Qué contenta se pondrá Huasca! Ella habrá preparado la comida para mi almuerzo, pero yo, en cambio, le regalaré estas hermosas chirimoyas y estas sabrosas algarrobas. ¡Mi hermana es tan golosa! ¡Si su corazón fuera más dulce conmigo! Porque con los demás es muy buena... y es cariñosa... Sólo conmigo es brusca y es mala."
  Se detuvo un momento, para comprobar que las frutas no sufrían con la carrera, y continuó sus reflexiones:
  "¿Por qué Huasca se mostrará tan dura conmigo? Pero... ¡no importa! Yo conseguiré que me quiera. Con mi cariño lograré el de ella."
  Ilusionado por su fe llegó a la choza. Al lado de ésta había un telar rústico, con una manta de vivos colores empezada. Ello le demostró que Huasca había estado trabajando.
  Una canción muy suave le llegó desde el interior del rancho. Era su hermana que cantaba.
  Alentado y gozoso, al pensar en el regalo que le traía, llamó con voz dulce:
  -¡Huasca!... ¡Huasca!... ¡Hermanita!...
  Una linda doncella de piel cobriza apareció en la puerta de la choza. La canción se había apagado en sus labios, y una mirada hosca, cargada de rencor, acompañó a sus palabras. Dirigiéndose a su hermano, le respondió en el más brusco de los tonos:
  -¡Qué quieres!
  Sonko sufrió un desencanto. Le pareció que su corazón se achicaba y le dolía al sentir el desprecio de la perversa doncella. Sin embargo resistió el dolor y nada dijo. Él se había prometido conquistar el afecto de su hermana y no abandonaría la empresa al primer contratiempo.
  Con suave voz y tierna expresión, le dijo:
  -Mira, golosa, mira lo que he traído para ti.
  Al mismo tiempo abrió la cesta cargada de apetitosos frutos, y al verlos, la mala hermana sólo supo exclamar:
  -¡Chirimoyas y algarrobas! ¡Cómo me gustan!
  Sin una frase de agradecimiento al pobre muchacho, le arrebató la canastilla y entró en el rancho.
  El hermano la siguió. No agregó una sola palabra y se sentó dispuesto a almorzar:
  En una vasija de barro, la mazamorra se cocinaba al fuego.
  Tomó un "puco", y ya iba a llenarlo con el sabroso alimento, cuando su hermana lo detuvo dándole un manotón, al tiempo que le gritaba airada:
  -¡Deja eso! ¿O crees que yo cocino para ti? ¡Poca comodidad sería! ¡Pasar la mañana fuera y volver cuando ya está todo hecho! ¡Cuando no hay más que estirar la mano para servirse!
  Y, dominante, agregó:
  -¡Retírate turay! ¡Cacuy turay!
  Pero... Huasca... Yo también he trabajado. He estado recogiendo miel de lechiguana y labrando la tierra pra sembrar... Y ¿quien si no yo cuida nuestra majadita de cabras?
  Con el tono más humilde continuó:
  -Anda, sé razonable... Sírveme un poco de mazamorra y dame un trozo de patay...
  -¡Ya he dicho que no! Si quieres comer, tú te lo has de preparar. ¡Esto es mío! ¡Cacuy turay! ¡Cacuy turay!
  -Dame entonces unas chirimoyas de las que traje... -imploró el muchacho.
  -Ni una. Para mí dijiste que eran y yo las comeré -terminó inflexible Huasca.
  Triste la miró Sonko. Sus ojos brillaron colmados de lágrimas; pero nada respondió.
  Cabizbajo salió del rancho. ¿Cómo era posible que su hermana le negara una porción de mazamorra o un trozo de patay cuando él trataba siempre de complacerla? ¿Por qué sería así su hermana? ¿Qué podría hacer él para corregirla?
  Sus esperanzas de dulcificar el corazón de la perversa iban perdiendo fuerza. Se sentía incapaz de continuar. Sin embargo, haría una última tentativa.
  Ese día lo pasó vagando por el bosque y alimentándose con frutas silvestres.
  Entrada la noche, volvió al rancho y se acostó. Una idea fija le impedía conciliar el sueño: cómo lograr el afecto de su hermana.
  Por fin, el cansancio lo venció y se quedó dormido.
  A la mañana siguiente, muy temprano, volvió a salir de la choza.
  Llevaba la intención de conseguir, para su hermana, algo extraordinario, algo que le agradara mucho...
  Sonko pensaba:
  "Tal vez así, con una dedicación y un deseo de complacerla cada vez mayores, llegará un día en que Huasca corresponderá a este hondo cariño que por ella siento. ¡Qué felices seremos entonces!"
  Levantó sus ojos al cielo y, como si hablara con alguien, continuó:
  "Viviremos unidos por un afecto profundo y nuestros padres nos bendecirán desde la estrella donde están ahora..."
  A su paso, un ave asustada levantó el vuelo. Tan preocupado iba, que apenas prestó atención a este hecho. Tampoco oía el coro de los pájaros que a esa hora era una gloria.
  Persistía en su mente la misma idea: merecer el cariño de su hermana.
  De pronto, un fruto hermoso llamó su atención. Su color, su brillo y su tamaño lo hacían resaltar entre todos los otros.
  ¡Ése sería el regalo para su hermana!
  Pero, ¡qué alto estaba! Le costaría alcanzarlo... Mas, ¿qué importaban las dificultades cuando el premio iba a ser tan maravilloso?
  Y ya no pensó más. Aunque los riesgos eran muchos, lo alcanzaría.
  Con la agilidad de un muchacho acostumbrado a trepar árboles y a escalar montañas, Sonko apoyó en una rama baja sus pies calzados con ojotas, y ayudándose con manos, brazos y piernas fue subiendo... subiendo...
  Las espinas y las ramas secas arañaban su piel y desgarraban sus ropas. Pero nada importaba. Lo esencial era llegar hasta el hermoso fruto que se ofrecía allá en lo alto.
  Continuaba entusiasmado la ascención, cuando lanzó un grito. Una enorme espina se había clavado en su carne. El dolor que le producía era tan intenso que no le permitía sostenerse con la mano herida.
  Trato de arrancarse la espina, pero fue en vano. La mano comenzó a hincharse y a tomar un feo color morado.
  Debía darse por vencido y abandonar la empresa. Resuelto ya, comenzó a descender.
  Una vez en tierra, observó la herida con detención. En un último esfuerzo, arrancó la espina, y la sangre brotó de la lastimadura. Se sintió desfallecer. Su cabeza ardía y tenía la garganta seca.
  Con las fuerzas y la desesperación que le prestaba su estado, corrió a la casa. Su hermana sabía preparar un bálsamo con las hojas y las flores del molle... Ella lo curaría y le daría de beber...
  Ya le faltaba poco... Un último esfuerzo y llegaría a su rancho.
  De lejos divisó a Huasca trabajando en el telar. Cuando estuvo delante, le suplicó:
  -¡Huasca, por favor! Quise traerte un fruto hermoso que vi en el bosque, y cuando ya creía alcanzarlo, una espina que se clavó en mi mano me impidió lograr mi deseo. Huasca, hermanita, ¡sufro mucho y tengo sed! ¡Alcánzame un poco de agua!
  La hermana se levantó de inmediato. Lo tomó de un brazo y lo ayudó a sentarse.
  -¡Oh!. turay... ¡Cómo tienes la mano! Yo te la curaré y traeré agua y miel para apagar tu sed.
  Así diciendo, corrió al interior del rancho, y llevando en sus manos un cántaro de barro, fue a una vertiente cercana para llenarlo con agua fresca.
  Sonko creía soñar. Mentira le parecía la dedicación de la hermana. Llegaó a bendecir la espina que, al herirlo, le había permitido gozar del cariño y de los cuidados de su querida Huasca.
  Corriendo volvió la doncella. Con la carrera el agua que llenaba el cántaro saltaba y caía al suelo salpicando sus piernas desnudas.
  Entró al rancho para buscar un "puco" con miel. Con ambas manos ocupadas se presentó ante Sonko.
  La ansiedad y el reconocimiento se pintaron en el rostro del hermano. Un dulce bienestar lo invadió al oír que Huasca le decía con dulzura:
  -¡Pobre turay! Hermanito..., ¿sufres? ¿Tienes sed? Aquí hay yacu-chiri y miel en abundancia, ¿las ves?
  Hizo una pausa, y cambiando de expresión y con la voz ruda de otras veces, agregó:
  -¡Pero no son para ti! ¡Prefiero dárselos a la tierra!
  Y al tiempo que, ante los ojos azorados del muchacho, volcaba el contenido de las dos vasijas, lanzando una carcajada estridente y burlona, continuó:
  -¡Anda tú!... ¡Anda a la vertiente, que allí el agua sobra!... ¡Allí podrás tomar toda la que quieras!
  Esto bastó para que el cariño que sentía el muchacho se trocara en un odio intenso contra la perversa hermana.
  Un sentimiento de venganza nació en él, tan profundo y persistente, que ya no lo abandonó.
  Arrastrándose casi, llegó a la vertiente. Se hechó en el suelo y con avidez bebió el líquido fresco.
  Sumergió en el agua la mano herida y se sintió mejor. Un suave sopor lo invadió y a la sombra de un árbol corpulento se quedó dormido.
  Cuando despertó, el sol se escondía tras los cerros vecinos. Se levantó y caminó unos pasos. El dolor de la herida persistía.
  Decidió ver a la curandera para pedirle algo que aliviara su mal. Y echó a andar en dirección a lo de la "médica".
  El canto de los pájaros no se oía ya. Los rumores de la selva se habían apagado. Una estrella lejana brilló en el cielo. La media luz del crepúsculo, con reflejos rojos de incendio, iluminaba la paz de la tierra.
  Sólo en el alma del pobre turay rugía, como una tormenta, la venganza.
  Con conocimientos de hierbas y emplastos, el muchacho curó. A los pocos días estuvo completamente bien.
  ¡Cómo había cambiado Sonko! La mirada, antes tierna, era ahora hosca y dura. Su voz había perdido la dulzura de otros días.
  Callado y taciturno, continuaba preparando sus planes.
  Un día, de vuelta del valle, a donde llevara la majadita de cabras, se dirigió muy resuelto al rancho. Iba a poner en práctica su idea de venganza.
  Fingiendo sentimientos que ya no sentía, y con la misma voz de pasados días, llamó a su hermana:
  -¡Huasca!... ¡Hermanita! He encontrado para ti algo que te va a dar un gran placer, golosa.
  -¿Qué es, turay?
  -Una colmena. Si te animas y me acompañas, toda la miel será para ti. La recogeremos y en varias vasijas la traeremos a casa. ¿Me acompañas?
  -¡Sí! ¿Sí! En seguida. Ya lo creo que te acompañaré a buscar miel. ¡Si se me hace agua la boca!
  -No olvides de llevar un poncho para envolverte la cabeza. Ya sabes que las abejas no abandonan de buen grado la colmena y te picarían sin piedad.
  Muy preparados se fueron los dos hermanos. Caminaron entre plantas hermosas de grandes hojas y perfumadas flores. Los piquillines y los mistoles les ofrecían sus frutos dulces. La puya-puya les brindaba sus flores blancas y fragantes. La exuberante vegetación de la selva era allí un maravilloso espectáculo.
  Al llegar a un claro del bosque, el hermano se detuvo.
  -Aquí es -le dijo-. Envuélvete la cabeza con el poncho, defendiendo tu cara de las picaduras de las abejas. ¿Ves ese árbol tan alto? En la cima está la colmena. ¿Te animas a subir?
  -Ya lo creo. Tú me guiarás, pues yo no veré muy bien con mis ojos cubiertos con el poncho.
  -No tengas cuidado. Yo te conduciré -la conformó su hermano.
  Con mucho trabajo fueron subiendo al árbol que era el de mayor tamaño del lugar.
  Una vez que hubo instalado a la hermana, sentada en una horqueta, en lo más alto de la copa, Sonko, fingiendo acercarse a la colmena, sacó de su cintura un hacha y comenzó a descender cortando las ramas que abandonaba.
  Así dejó el tronco liso y sin puntos de apoyo para que no pudiera bajar la infeliz Huasca.
  Ella, confiada y ajena a lo que sucedía, esperaba que su hermano le indicara la tarea a cumplir.
  Cuando Sonko llegó a tierra, se alejó del lugar dejando abandonada y sin defensa a la ingrata hermana.
  Pasados algunos instantes, y en vista de que no oía al muchacho, Huasca empezó a temer.
  Apartó el poncho de su vista, y lo que vio le hizo temer algo desagradable. Anochecía y su hermano había desaparecido. Lo llamó, primero tranquila, pero al no obtener respuesta, el miedo la dominó.
  Con tono quejumbroso y desesperado, que era un lamento, gritó:
  -¡Turay! ¡Turay!
  Pero el hermano no apareció. Con gran sorpresa de su parte, sintió que sus miembros se endurecían, que toda ella cambiaba de forma y su cuerpo se cubría de plumas. En pocos instantes quedó convertida en un ave cuyo grito lastimero se oía en la quietud de la hora.
  -¡Turay! ¡Turay!
  Y como recordando la orden que le daba de continuo, repetía:
  -¡Cacuy turay! ¡Cacuy turay!
  Desde entonces, este llamado, que es un doloroso recuerdo, un verdadero lamento, y que tal vez sea un grito de arrepentimiento, se oye al anochecer, cuando el cacuy se acuerda que fue una hermana cruel y perversa.
  Así llama al hermano para pedirle perdón:
  ¡Turay!... ¡Turay!
  Y vuelve a repetir como en otros días:
  -¡Cacuy turay!... ¡Cacuy Turay!...
  Los que, al anochecer, oyen el grito de esta ave, se estremecen, pues creen escuchar el grito lastimero de una persona. Tal vez es su parecido con el gemido humano.

Referencias

  El cacuy es un ave nocturna. Duerme durante el día escondida en algún árbol y aparece cuando el sol se esconde.
  Tiene un aspecto desagradable. Su cuello, grueso y corto, sostiene una cabeza chata, en la que se destacan los ojos muy grandes y una boca enorme.
  Para posarse busca el extremo de las ramas secas. El color de la corteza es como el del plumaje, pardo con mezcla de negro. Estirada sobre ellas, parece una continuación de la misma rama. En esa forma trata de pasar inadvertida y fuera de la vista de los cazadores.
  Hace el nido en los huecos de los árboles con pequeñas ramas y recubre la parte interior con cerdas.
  Su canto es un grito quejumbroso y muy fuerte que se oye a gran distancia. Muchos lo confunden con el lamento de un ser humano.
  Esta forma de gritar: "¡ca... cuy! ¡ca... cuy!" ha originado el nombre con que la designan los pueblos de habla quichua. Los guaraníes le llaman urutaú.
  En la Argentina habita las zonas Norte y Nordeste.
  En Tucumán y Santiago del Estero se supone que su grito augura cambio de tiempo.
  En Catamarca se tiene la creencia de que, al gritar, anuncia la proximidad de alguna colmena.
  Es un ave mágica, se lo llamó antiguamente Kakó Kokó y luego Kakuy por deformación. En Tucumán entre los Lules: Tarpuí - llox; en el Litoral: Urutaú - gueimiene; entre los Jíbaros: Aohó, y en las tribus Guaicurúes: Nabopena - ga-naga. Sus distintas formas de pronunciación se deben a las diferentes lenguas aborígenes.
  Su nombre científico es " Nyctibius Griseus Cornutus ".


EL REY LEON

 EL REY LEON


AUTOR: WALT DISNEY

La historia del Rey de la selva. La fascinante historia del Rey Leon.

En la selva virgen, donde los animales salvajes viven y luchan manteniendo el equilibrio natural que impone la ley del más fuerte, el leon Mufasa reina solemnemente junto a su esposa Saraby. Ambos han traido al mundo a Simba, un precioso leoncito.

Simba es sucesor al trono, algo que no le gusta a su tío Scar, el hermano menor de Mufasa, resentido por no poder reinar y por lo que prepara un plan para ocupar el trono.

Con la ayuda de tres malvadas y tontas hienas, Scar urde una treta en la que su hermano y rey Mufasa muere en una estampida y provoca que Simba crea que ha sido por su culpa, ya que su padre murió para rescatarlo a él de la estampida y decida huir a la selva, después de que las tres hienas quisieran matarlo también.

Allí conoce a un suricato llamado Timón y a un facóquero llamado Pumba, que le adoptaran y, además de entablar amistad, le enseñan la filosofía de vivir sin preocupaciones: el Hakuna Matata. Mientras tanto, su tío Scar, en el funeral de Mufasa y su hijo Simba, toma el trono y anuncia el nacimiento de una nueva era.

Años después, un Simba ya adulto rescata a Pumba de ser comido por una leona. Ésta resulta ser su antigua amiga de infancia Nala, que al reconocerlo le pide que vuelva para recuperar el trono.

El reino se ha convertido en un auténtico despropósito, mal gobernado y sin comida ni agua. Simba, que en un primer momento no quiere renunciar a su actual estilo de vida, finalmente acepta tras entablar conversación con un mandril llamado Rafiki, el cual le habla sobre su padre.

En ese momento, el alma de su padre aparece en el cielo, diciéndole que debe recordar quién es y de donde viene. Después de que el alma de Mufasa desaparezca, Simba, junto con Rafiki, reflexiona sobre lo que él debe hacer y así parte inmediatamente a su hogar a reclamar el trono.

Simba, a quien en un principio todos confunden con su padre, es testigo de la decadencia de su reino y enfurecido decide actuar. Es en este momento cuando Simba obliga a Scar a revelar el secreto que guardaba todos esos años: ser el responsable por la muerte de Mufasa. Aun cuando Simba alega que había sido un accidente, Scar aprovecha, y junto con sus hienas, lo lleva hasta el borde de un precipicio.

En ese momento, un trueno cae sobre el pastizal seco e inicia un incendio. Simba resbala y trata de sostenerse, con sus patas delanteras sobre el borde. Entonces Scar lo toma de sus patas y confiesa en ese momento, que él fue el verdadero asesino de su padre. Simba lleno de rabia salta sobre Scar y lo obliga a confesar públicamente.

Tras una batalla final, en la que Scar termina siendo asesinado por las hienas , que eran además sus aliadas, el ciclo de la vida se cierra con el ascenso al trono de Simba, con el remate final de un epílogo, en el que Simba y Nala se casan y Rafiki presenta a la nueva y futura sucesora de ambos, Kiara.


sábado, 2 de mayo de 2015

EL YASSÍ-YATERÉ

EL YASSÍ-YATERÉ


LEYENDA DEL ESTE ARGENTINO
La selva está silenciosa, soportando la pesadez del calor. Se oyen solamente los silbidos de algún pájaro o el canto de la chicharra, que es incansable, cuando inicia su concierto.
De pronto crujen las hojas secas. Corren alarmadas las lagartijas, a buscar mejor resguardo. Los pasos se acercan. Y una figura humana se dibuja perfectamente. Su ancho sombrero de paja dificulta ver su cara. Pero en los claros donde se filtra el sol, brilla su bastón de oro. Es de poca talla. Se diría que es un enano.
Se esconde detrás de los árboles. No desea que lo vean. ¿Por qué su cautela?
Porque quiere llegar de sorpresa. Busca niños, de entre ésos que no duermen la siesta.
Si alguno ha penetrado en la espesura en un descuido de sus mayores, lo toma desprevenido, lo sujeta en sus brazos y lo lleva hasta la parte más sombría, donde las lianas y tacuarembós forman tupida techumbre.
Los más prudentes, los que están en sus casas, oyen el silbido, que parte desde la selva, desde lejos, y saben que está festejando su buena suerte.
Otros dicen que el silbido proviene de un pajarillo que nadie ha descubierto, pues anida en lo más espeso del intrincado monte.
Pero todos, al oírlo, se recatan.


EL GALLO DE CORRAL Y LA VELETA

EL GALLO DE CORRAL Y LA VELETA




Había una vez dos gallos, uno en el corral y el otro en la cima del tejado; los dos muy arrogantes y orgullosos. Ahora bien, ¿cuál era el más útil? Dinos tu opinión; de todos modos, nosotros nos quedaremos con la nuestra.

El corral estaba separado de otro por una valla. En el segundo había un estercolero, y en éste crecía un gran pepino, consciente de su condición de hijo del estiércol.

«Cada uno tiene su sino –se decía para sus adentros-. No a todo el mundo le es concedido nacer pepino, forzoso es que haya otros seres vivos. Los pollos, los gansos y todo el ganado del corral vecino son también criaturas. Levanto ahora la mirada al gallo que se ha posado sobre el borde de la valla, y veo que tiene una significación muy distinta del de la veleta, tan encumbrado, pero que, en cambio, no puede gritar, y no digamos ya cantar. No tiene gallinas ni polluelos, sólo piensa en sí y cría herrumbre. El gallo del corral, ¡ése sí que es un gallo! Miradlo cuando anda, ¡qué garbo! Escuchadlo cuando canta, ¡deliciosa música! Dondequiera que esté se oye, ¡vaya corneta! ¡Si saltase aquí y se me comiese troncho y todo, qué muerte tan gloriosa!», suspiró el pepino.

Aquella noche estalló una terrible tempestad; las gallinas, los polluelos y hasta el propio gallo corrieron al refugio; el viento arrancó la valla que separaba los dos corrales. Total, un alboroto de mil diablos. Volaron las tejas, pero la veleta se mantenía firme, sin girar siquiera; no podía hacerlo, a pesar de que era joven y recién fundida; pero era prudente y reposada como un viejo. No se parecía a las atolondradas avecinas del cielo, gorriones y golondrinas, a las cuales despreciaba («¡esos pajarillos piadores, menudos y ordinarios!»). Las palomas eran grandes, lustrosas y relucientes como el nácar; tenían algo de veleta, más eran gordas y tontas. Todos sus pensamientos se concentraban en llenarse el buche - decía la veleta -; y su trato era aburrido, además. También la habían visitado las aves de paso, contándole historias de tierras extrañas, de caravanas aéreas y espantosas aventuras de bandidos y aves rapaces. La primera vez resultó nuevo e interesante, pero luego observó la veleta que se repetían, qué siempre decían lo mismo, y todo acaba por aburrir. Las aves eran aburridas, y todo era aburrido; no se podía alternar con nadie, todos eran unos sosos y unos estúpidos. No valía la pena nada de lo que había visto y oído.

-¡El mundo no vale un comino! -decía-. Todo es absurdo.

La veleta era eso que solemos llamar abúlica, condición que, de haberla conocido, seguramente la habría hecho interesante a los ojos del pepino. Pero éste sólo tenía pensamientos para el gallo del corral, que era su vecino.

El viento se había llevado la valla, y los rayos y truenos habían cesado.

-¿Qué me decís de este canto? -preguntó el gallo a las gallinas y polluelos-. Salió un tanto ronco, sin elegancia.

Y las gallinas y polluelos se subieron al estercolero, y el gallo se acercó a pasos gallardos.

-¡Planta de huerto! -dijo al pepino, la cual, en esta única palabra, se dio cuenta de su inmensa cultura y se olvidó de que la arrancaba y se la comía.

¡Qué gloriosa muerte!

Acudieron las gallinas, y tras ellas los polluelos, y cuando uno corría, corría también el otro, y todos cacareaban y piaban y miraban al gallo, orgullosos de pertenecer a su especie.

¡Quiquiriquí! -cantó él-. ¡Los polluelos serán muy pronto grandes pollos, si yo lo ordeno en el corral del mundo!

Y las gallinas y los polluelos venga cacarear y piar. Y el gallo comunicó una gran novedad.

-Un gallo puede poner un huevo. Y, ¿saben lo que hay en el huevo? Pues un basilisco. Nadie puede resistir su mirada. Bien lo saben los hombres, y ahora ustedes saben lo que hay en mí; saben que soy el rey de todos los gallineros.

Y el gallo agitó las alas, irguió la cresta y volvió a cantar, paseando una mirada escrutadora sobre todas las gallinas y todos los polluelos, los cuales se sentían orgullosísimos de que uno de los suyos fuese el rey de los gallineros. Y arreciaron tanto los cacareos y los píos, que llegaron a oídos del gallo de la veleta; pero no se movió ni impresionó por eso.

«¡Todo es absurdo! -repitió para sus adentros-. El gallo del corral no pone huevos, ni yo tampoco. Si quisiera, podría poner uno de cáscara blanda, pero ni esto se merece el mundo. ¡Todo es absurdo! ¡Ni siquiera puedo seguir aquí!».

Y la veleta se desplomó, y no aplastó al gallo del corral, «aunque no le faltaron intenciones», dijeron las gallinas. ¿Y qué dice la moraleja?

"Vale más cantar que ser abúlico y venirse abajo".

Había una vez dos gallos, uno en el corral y el otro en la cima del tejado; los dos muy arrogantes y orgullosos. Ahora bien, ¿cuál era el más útil? Dinos tu opinión; de todos modos, nosotros nos quedaremos con la nuestra.

El corral estaba separado de otro por una valla. En el segundo había un estercolero, y en éste crecía un gran pepino, consciente de su condición de hijo del estiércol.

«Cada uno tiene su sino –se decía para sus adentros-. No a todo el mundo le es concedido nacer pepino, forzoso es que haya otros seres vivos. Los pollos, los gansos y todo el ganado del corral vecino son también criaturas. Levanto ahora la mirada al gallo que se ha posado sobre el borde de la valla, y veo que tiene una significación muy distinta del de la veleta, tan encumbrado, pero que, en cambio, no puede gritar, y no digamos ya cantar. No tiene gallinas ni polluelos, sólo piensa en sí y cría herrumbre. El gallo del corral, ¡ése sí que es un gallo! Miradlo cuando anda, ¡qué garbo! Escuchadlo cuando canta, ¡deliciosa música! Dondequiera que esté se oye, ¡vaya corneta! ¡Si saltase aquí y se me comiese troncho y todo, qué muerte tan gloriosa!», suspiró el pepino.

Aquella noche estalló una terrible tempestad; las gallinas, los polluelos y hasta el propio gallo corrieron al refugio; el viento arrancó la valla que separaba los dos corrales. Total, un alboroto de mil diablos. Volaron las tejas, pero la veleta se mantenía firme, sin girar siquiera; no podía hacerlo, a pesar de que era joven y recién fundida; pero era prudente y reposada como un viejo. No se parecía a las atolondradas avecinas del cielo, gorriones y golondrinas, a las cuales despreciaba («¡esos pajarillos piadores, menudos y ordinarios!»). Las palomas eran grandes, lustrosas y relucientes como el nácar; tenían algo de veleta, más eran gordas y tontas. Todos sus pensamientos se concentraban en llenarse el buche - decía la veleta -; y su trato era aburrido, además. También la habían visitado las aves de paso, contándole historias de tierras extrañas, de caravanas aéreas y espantosas aventuras de bandidos y aves rapaces. La primera vez resultó nuevo e interesante, pero luego observó la veleta que se repetían, qué siempre decían lo mismo, y todo acaba por aburrir. Las aves eran aburridas, y todo era aburrido; no se podía alternar con nadie, todos eran unos sosos y unos estúpidos. No valía la pena nada de lo que había visto y oído.

-¡El mundo no vale un comino! -decía-. Todo es absurdo.

La veleta era eso que solemos llamar abúlica, condición que, de haberla conocido, seguramente la habría hecho interesante a los ojos del pepino. Pero éste sólo tenía pensamientos para el gallo del corral, que era su vecino.

El viento se había llevado la valla, y los rayos y truenos habían cesado.

-¿Qué me decís de este canto? -preguntó el gallo a las gallinas y polluelos-. Salió un tanto ronco, sin elegancia.

Y las gallinas y polluelos se subieron al estercolero, y el gallo se acercó a pasos gallardos.

-¡Planta de huerto! -dijo al pepino, la cual, en esta única palabra, se dio cuenta de su inmensa cultura y se olvidó de que la arrancaba y se la comía.

¡Qué gloriosa muerte!

Acudieron las gallinas, y tras ellas los polluelos, y cuando uno corría, corría también el otro, y todos cacareaban y piaban y miraban al gallo, orgullosos de pertenecer a su especie.

¡Quiquiriquí! -cantó él-. ¡Los polluelos serán muy pronto grandes pollos, si yo lo ordeno en el corral del mundo!

Y las gallinas y los polluelos venga cacarear y piar. Y el gallo comunicó una gran novedad.

-Un gallo puede poner un huevo. Y, ¿saben lo que hay en el huevo? Pues un basilisco. Nadie puede resistir su mirada. Bien lo saben los hombres, y ahora ustedes saben lo que hay en mí; saben que soy el rey de todos los gallineros.

Y el gallo agitó las alas, irguió la cresta y volvió a cantar, paseando una mirada escrutadora sobre todas las gallinas y todos los polluelos, los cuales se sentían orgullosísimos de que uno de los suyos fuese el rey de los gallineros. Y arreciaron tanto los cacareos y los píos, que llegaron a oídos del gallo de la veleta; pero no se movió ni impresionó por eso.

«¡Todo es absurdo! -repitió para sus adentros-. El gallo del corral no pone huevos, ni yo tampoco. Si quisiera, podría poner uno de cáscara blanda, pero ni esto se merece el mundo. ¡Todo es absurdo! ¡Ni siquiera puedo seguir aquí!».

Y la veleta se desplomó, y no aplastó al gallo del corral, «aunque no le faltaron intenciones», dijeron las gallinas. ¿Y qué dice la moraleja?

"Vale más cantar que ser abúlico y venirse abajo".


Autor: Hans Christian Andersen

viernes, 1 de mayo de 2015

LEYENDA DEL CAÑON DEL ATUEL

LEYENDA DEL CAÑON DEL ATUEL


En el sur de la actual provincia de Mendoza vivía la tribu del cacique Talú. El padre de Talú murió cuando este era aún muy joven, pero a pesar de su corta edad supo asumir su rol y gobernar a su pueblo con sabiduría.
La vida de la tribu era pacífica y feliz, pero una gran sequía comenzó a azotar la región. Los ancianos y los niños más pequeños fueron los más afectados por la falta de agua, y pronto se dieron las primeras muertes. Sin dudar un instante, Talú reunió a sus hombres y partió con ellos en busca de agua para su pueblo.
En varias ocasiones recorrieron territorios por los que nunca antes habían transitado, pero sólo encontraron tierra reseca y cuarteada por el sol abrasador. Durante una de estas expediciones Talú conoció a una bella muchacha que vivía sola en un valle. El joven cacique habló con ella y decidió llevarla a vivir con su pueblo, al que ella no tardó en integrarse. Un profundo cariño nació entre ambos, y ella le confesó que su nombre era Clara, era huérfana, y había vivido sola en el valle durante años. Luego de varios meses decidieron casarse, y poco tiempo después nacía un bello niño al que llamaron Atuel.
Pese a la profunda alegría que les provocaba el nacimiento de Atuel, los miembros de la tribu no festejaron porque la prolongada sequía ya se había cobrado la vida de numerosos niños y ancianos. Los hombres blancos no tardaron en enterarse de la desesperante situación, y decidieron atacar para tomar control de los territorios. Los combates fueron feroces, pero los debilitados indios finalmente fueron vencidos, y todos los hombres de la tribu, incluido Talú, fueron asesinados. En medio de la confusión, Clara pudo esconderse con su hijo recién nacido, y cuando los hombres blancos finalmente abandonaron el lugar, sólo dejaron viudas, huérfanos y algunos hombres agonizantes.
Clara tomó entre sus brazos al pequeño Atuel y se encaminó hacia las altas montañas, allí donde cae el sol. Ascendió hasta una de las cumbres y rogó a los dioses que enviasen agua para que los sobrevivientes de la tribu pudiesen salvarse. Pasaba el tiempo y nada ocurría, así que Clara decidió ofrendar su vida y la de su hijo a los dioses. Al momento de morir, cada uno dejó caer una lágrima, y de ellas brotó un caudaloso río que se abrió paso por la tierra reseca hasta llegar a la aldea.
Las mujeres dieron de beber a los niños y, luego de mucho tiempo, volvieron a oírse risas en la aldea. Las más ancianas buscaron a Clara y su hijo, pero al no encontrarlos comprendieron que ellos eran los causante s de aquel milagro.

El río trajo nuevamente la vida al lugar, y por las noches su corriente arrullaba a la aldea con un sonido especial, parecido al llanto de un niño. Todos comprendieron que esas aguas conservaban el espíritu de Atuel, y así decidieron dar al río el nombre del pequeño heredero.