martes, 15 de septiembre de 2015

EL ALFORFÓN

EL ALFORFÓN



Si después de una tormenta pasan junto a un campo de alforfón, lo verán a menudo ennegrecido y como chamuscado; se diría que sobre él ha pasado una llama, y el labrador observa: -Esto es de un rayo-. Pero, ¿cómo sucedió? Les voy a contar, pues yo lo sé por un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un viejo sauce que crece junto a un campo de alforfón. Es un sauce corpulento y venerable pero muy viejo y contrahecho, con una hendidura en el tronco, de la cual salen hierbajos y zarzamoras. El árbol está muy encorvado, y las ramas cuelgan hasta casi tocar el suelo, como una larga cabellera verde.

En todos los campos de aquellos contornos crecían cereales, tanto centeno como cebada y avena, esa magnífica avena que, cuando está en sazón, ofrece el aspecto de una fila de diminutos canarios amarillos posados en una rama. Todo aquel grano era una bendición, y cuando más llenas estaban las espigas, tanto más se inclinaban, como en gesto de piadosa humildad.

Pero había también un campo sembrado de alforfón, frente al viejo sauce. Sus espigas no se inclinaban como las de las restantes mieses, sino que permanecían enhiestas y altivas.

-Indudablemente, soy tan rico como la espiga de trigo -decía-, y además soy mucho más bonito; mis flores son bellas como las del manzano; deleita los ojos mirarnos, a mí y a los míos. ¿Has visto algo más espléndido, viejo sauce?

El árbol hizo un gesto con la cabeza, como significando: «¡Qué cosas dices!». Pero el alforfón, pavoneándose de puro orgullo, exclamó:

-¡Tonto de árbol! De puro viejo, la hierba le crece en el cuerpo.

Pero he aquí que estalló una espantosa tormenta; todas las flores del campo recogieron sus hojas y bajaron la cabeza mientras la tempestad pasaba sobre ellas; sólo el alforfón seguía tan engreído y altivo.

-¡Baja la cabeza como nosotras! -le advirtieron las flores.

- ¡Para qué! -replicó el alforfón.

-¡Agacha la cabeza como nosotros! -gritó el trigo-. Mira que se acerca el ángel de la tempestad. Sus alas alcanzan desde las nubes al suelo, y puede pegarte un aletazo antes de que tengas tiempo de pedirle gracia.

-¡Que venga! No tengo por qué humillarme - respondió el alforfón.

-¡Cierra tus flores y baja tus hojas! -le aconsejó, a su vez, el viejo sauce-. No levantes la mirada al rayo cuando desgarre la nube; ni siquiera los hombres pueden hacerlo, pues a través del rayo se ve el cielo de Dios, y esta visión ciega al propio hombre. ¡Qué no nos ocurriría a nosotras, pobres plantas de la tierra, que somos mucho menos que él!

-¿Menos que él? -protestó el alforfón-. ¡Pues ahora miraré cara a cara al cielo de Dios!

Y así lo hizo, cegado por su soberbia. Y tal fue el resplandor, que no pareció sino que todo el mundo fuera una inmensa llamarada.

Pasada ya la tormenta, las flores y las mieses se abrieron y levantaron de nuevo en medio del aire puro y en calma, vivificados por la lluvia; pero el alforfón aparecía negro como carbón, quemado por el rayo; no era más que un hierbajo muerto en el campo.

El viejo sauce mecía sus ramas al impulso del viento, y de sus hojas verdes caían gruesas gotas de agua, como si el árbol llorase, y los gorriones le preguntaron:

-¿Por qué lloras? ¡Si todo esto es una bendición! Mira cómo brilla el sol, y cómo desfilan las nubes. ¿No respiras el aroma de las flores y zarzas? ¿Por qué lloras, pues, viejo sauce?

Y el sauce les habló de la soberbia del alforfón, de su orgullo y del castigo que le valió. Yo, que os cuento la historia, la oí de los gorriones. Me la narraron una tarde, en que yo les había pedido que me contaran un cuento.






sábado, 12 de septiembre de 2015

LAS HABICUELAS MÁGICAS

LAS HABICUELAS MÁGICAS



Autor: Hans Chistian Andersen

Había una vez una pobre viuda que vivía en una pequeña cabaña, sola con su hijo. Tenían como único bien una vaca lechera. Era la mejor vaca de toda la comarca, daba siempre buena leche fresca para ella y el muchacho.

Pero ocurrió que la viuda enfermó y no pudo trabajar en su huerta, ni cuidar su casa por mucho tiempo. Entonces, ella y Jack (pues así se llamaba el joven hijo) empezaron a pasar hambre y decidieron vender la vaca para sobrevivir.

Un día en que había feria en el pueblo, Jack se ofreció a llevar la vaca al mercado. La viuda esperaba vivir varios meses con los víveres y las semillas que les darían a cambio del animal y dejó ir a su hijo.

Jack salió temprano, pues la feria se encontraba lejos. En medio del camino, se encontró con un hombre extraño que quiso saber por qué iba el joven con una vaca atada tan apurado.

—Voy a venderla al mercado, para que podamos sobrevivir mi madre y yo —le respondió Jack confiado en la mirada y el aspecto amigable del anciano.

—Entonces, tengo una maravillosa propuesta para hacerte —le dijo el anciano mientras le acercaba el puño de la mano—.

Te cambio estas semillas de habichuelas por la vaca, son habichuelas mágicas, crecerán de la noche a la mañana y darán la planta de habichuelas más grande que hayas visto, con ella no pasarás más hambre ni te faltará nada.

Jack se entusiasmó con la idea de la planta maravillosa y le aceptó el cambio.

Cerca del atardecer, Jack regresó a su casa. Su madre se sorprendió de que hubiera vuelto tan pronto, pero como no vio la vaca creyó que había podido venderla. Cuando Jack le contó que la había cambiado por las habichuelas se enojó mucho con el muchacho:

—¡Ve a acostarte sin comer! —le gritó mientras tiraba las semillas de habichuela por la ventana.

Jack se fue muy triste a dormir. Durante esa noche soñó que las semillas del jardín crecían y sacudían su casa. El tallo de la planta de habichuelas crecía y crecía tan grande que golpeaba su ventana…

Cuando el muchacho se despertó descubrió que el sueño era realidad, desde su ventana vio una enorme planta que subía hasta el cielo y se perdía entre las nubes.

Antes de que su madre pudiera llamarlo, se escapó por la ventana y se trepó en la enorme planta. Subió y subió, y subió y subió, hasta pasar las nubes. Allí descubrió que la planta terminaba en un extraño país. Cerca, sobre una colina blanca, se levantaba un enorme castillo.
Jack se acercó al castillo. En la puerta estaba parada una enorme mujer que lo miraba sorprendida. Cuando estuvo casi debajo de ella, Jack le preguntó quién vivía en el castillo.
La mujer le dijo que era la casa de su esposo, un malvado ogro.

Jack tenía mucha, mucha hambre y, de manera muy amable, le preguntó si podía comer algo antes de volver a bajar por la gigantesca planta. La mujer se enterneció por las palabras del joven y lo dejó pasar, le dio de tomar leche de cabra y un pedazo de pan. Cuando Jack estaba disfrutando de la comida sintieron un fuerte temblor en el desayuno. La mujer le advirtió que llegaba su marido y lo escondió en el horno para que no lo viera.

¡Pum, pum, pum!

—Mejor es que te marches, muchacho, a mi esposo le gusta comer niños.

Jack se quedó helado de miedo y no pudo comer más.

—¡Viene muy hambriento. Si te encuentra, te desayunará! —le dijo de la manera más tierna posible para una gigante como ella.

Cuando llegó el ogro, le pidió a su mujer la comida del día y se sentó a devorarla. Pero antes de probar bocado se detuvo y comenzó a oler el aire y a resoplar:

—Fa… Fe… Fi… Fo… Fuuu, huelo a carne de niño. ¿No tienes escondido por ahí alguno que pueda comer como pan?

La mujer le contestó que el olor era del niño que se había comido la noche anterior porque no había tenido tiempo de limpiar el horno.

Después de comer, el ogro se tiró a dormir y Jack aprovechó para salir. Despacio, en puntas de pie, se acercó a la puerta, pero no salió enseguida, porque vio que en la sala el ogro tenía muchos tesoros: sacos con monedas de oro, estatuas y jarrones de oro… Entre ellos, a Jack le llamó la atención un ganso que ponía huevos de oro y una pequeña arpa, también de oro, que se tocaba sola.

Antes de irse decidió llevarse una bolsa llena de monedas, para darle a su madre una recompensa por no vendido la vaca y, sin hacer ruido con todo el oro.

Llegó hasta la planta y bajo, bajó y bajó. Por suerte, volvió al jardín de su casa. Allí lo esperaba su madre muy preocupada. Jack le contó su aventura en el país de los gigantes y le dio la bolsa.

Con ese oro vivieron bien por un tiempo hasta que volvió haber a faltarles el alimento. Jack decidió entonces visitar, se fue del castillo nuevamente al ogro en su casa de las nubes. Esta vez se llevaría el ganso de oro.

Era una hermosa mañana de verano cuando Jack subió y subió y subió por el tallo de habichuelas hasta llegar al país de los gigantes. El muchacho se dirigió al castillo del ogro.

Nuevamente encontró parada en la puerta a su enorme mujer que lo miraba más que sorprendida. Cuando estuvo casi debajo de ella, Jack le preguntó si el ogro estaba en el castillo. La mujer le respondió:

—Mejor es que te marches, muchacho, sabes que a mi esposo le gusta comer niños en el desayuno y está por venir.

Jack, de manera muy amable, le preguntó si podía comer algo antes de volver a bajar por la gigantesca planta.

La mujer se volvió a enternecer por los modales del joven y lo dejó pasar, le dio de tomar leche de cabra y un pedazo de pan. Cuando Jack estaba disfrutando de la comida sintieron un fuerte temblor:

¡Pum, pum, pum!

Jack dejó de comer y se escondió en el horno.

Cuando llegó el ogro, le pidió a su mujer la comida del día y se sentó a devorarla. Pero antes de probar bocado, se detuvo y comenzó a oler el aire y a resoplar:

–Fa… Fe… Fi… Fo… Fuuu, huelo a carne de niño. ¿No tienes escondido por ahí alguno que pueda comer como pan?

La mujer le contestó que el olor era del niño que se había comido la noche anterior porque no había tenido tiempo de limpiar el horno.

Después de comer, el ogro se tiró a dormir y Jack aprovechó para salir. Despacio, en puntas de pie, se acercó a la sala de los tesoros, quería llevarse el ganso de los huevos de oro. Lo tomó y salió rápido hacia su casa.

Bajó, bajó y bajó hasta llegar a su jardín, allí lo esperaba su madre que se sorprendió del maravilloso ganso.

—Con sus huevos no tendremos más necesidades —comentó muy contenta su madre.

Y era cierto…, pero Jack no estaba tranquilo, quería volver al país de los gigantes para llevarse el arpa mágica. Una pequeña arpa de cuerdas de oro que se tocaba sola. Así, a la mañana siguiente, se levantó temprano; salió por la ventana de su cuarto y subió, subió y subió por el tallo de habichuelas hasta llegar al país de los gigantes.

Muy apurado se encaminó al castillo del ogro. Nuevamente encontró parada en la puerta a su enorme mujer que lo miraba sorprendidísima. Cuando estuvo casi debajo de ella, Jack le preguntó si el ogro estaba en el castillo.

La mujer le respondió:

—Mejor es que te marches, muchacho, como bien sabes, a mi esposo le gusta comer niños en el desayuno y está por venir.

Jack, muy amable como siempre, le preguntó si podía comer algo antes de volver a bajar por la gigantesca planta. La mujer, que no dejaba de enternecerse por la forma de ser del joven, lo dejó pasar. Le dio de tomar leche de cabra y un pedazo de pan. Cuando Jack estaba disfrutando de la comida sintieron un fuerte temblor:

¡Pum, pum, pum!

Jack dejó de comer y se escondió, por tercera vez, en el horno. Cuando llegó, el ogro le pidió a su mujer la comida del día y se sentó a devorarla. Pero antes de probar bocado se detuvo y comenzó a oler el aire y a resoplar:

—Fa… Fe… Fi… Fo… Fuuu, huelo a carne de niño. ¿No tienes escondido por ahí alguno que pueda comer como pan?

—Es el olor del niño que cociné la otra noche. No he tenido tiempo de limpiar el horno —le contestó la mujer que no sabía inventar otra excusa a su marido

Después de comer, el ogro le pidió a su mujer que le trajera su arpa. Cuando tuvo cerca el instrumento le ordenó: “¡Canta!”. El arpa comenzó a hacer sonar sus cuerdas y el ogro de a poco se fue durmiendo con la música

En ese momento, Jack aprovechó para salir. Despacio, en puntas de pie, se acercó al ogro, que roncaba como un trueno, para llevarse el arpa. Al igual que las dos veces anteriores, tomó el tesoro y se encaminó a la puerta.

Pero el arpa comenzó a sonar llamando a su amo, pues no quería ser robada por un extraño hombrecillo y comenzó a gritar con voz metálica y muy fuerte:

—¡Eh, señor amo, despierte usted, que me roban!

Se despertó sobresaltado el ogro mientras seguían oyéndose los gritos acusadores:

—¡Señor amo, que me roban!

En ese momento, Jack escapaba hacia la planta. Como al ogro le costó trabajo entender lo que sucedía, le dio alguna ventaja al joven en la carrera. Jack bajó, bajó y bajó, pero de pronto la planta de habichuelas comenzó a sacudirse terriblemente.

Antes de llegar a su jardín, Jack le gritó a su madre que le alcance un hacha y apenas llegó se puso a cortar con ella el tallo. El ogro seguía bajando y ya se podía verlo, aterrador y enfurecido, descolgándose de entre las nubes.

En ese momento, el tallo se partió en dos y la planta se quebró. Grande como era el ogro cayó en la tierra y se hundió mientras dejaba un hoyo inmenso y sin fondo. Nunca más nadie lo volvió a ver.

En cuanto a Jack, se divirtió con su nueva arpa y, gracias a los huevos de oro, él y su madre no tuvieron más necesidades.


LA LEYENDA DEL GUAYRÁ

LA  LEYENDA DEL GUAYRÁ





Guayrá era un indio bueno. Tenía especial predilección por las" igás" (canoas) y dedicaba todo su tiempo a la fabricación de esas embarcaciones. De sus manos salían canoas admirables que' despertaban la admiración y envidia de los demás.
Un día concluyó la que él consideraba más perfecta de su ingenio inquieto y creador.
Ufano, decidióse dar con ella un paseo por el Paraná. Y así, gallardamente se deslizó por las mansas aguas del río dejando vagar sus pensamientos al azar. Anduvo extasiándose varias horas con el pintoresco paisaje que le ofrecían las orillas que encerraban todas las gamas del encantamiento que la Naturaleza y Dios pueden ofrecer al hombre, y cuando estaba próximo a hacerse la noche, quiso volver río arriba para regresar a su choza. A pesar de la aparente mansedumbre de las aguas, notó que la corriente le impedía remontar el trayecto recorrido. Comenzó a inquietarse, y duplicando su esfuerzo y su habilidad, intentó vencer la resistencia del agua. Inútilmente. No conseguía avanzar ni un palmo. Presintió algo fatal y tornó a hacer supremos esfuerzos por zafarse de aquella dramática situación. Entonces comenzó a anochecer súbitamente y una tormenta furiosa atronó el espacio. Taú, el genio de las tormentas y acólito de Añang lo. había atrapado.
Mientras oía las palabras de Taú, Guayrá luchaba desesperadamente gastando sus últimas energías.
Se embravecieron los vientos y las lluvias, y abatido Guayrá se dejó llevar por la corriente. La gallarda embarcación no resistió la furia de las aguas y bajo un relámpago cegador se abatió en ellas. Guayrá luchó un instante solo, pero de pronto, dando un salto espectacular, se hundió para siempre en aquel mar proceloso. . .
Consumada su obra, Taú se rió estrepitosamente, y su risa diabólica se prolongó largo tiempo en la noche.
Volvieron las aguas a tranquilizarse y se despejó el cielo. Pero en aquel lugar las aguas formaron un salto turbio, símbolo de la tragedia, y que los guara des conocen con el nombre de Salto de Guayrá.






La paloma y la hormiga

La paloma y la hormiga 




Obligada por la sed, una hormiga bajó a un manatial, y arrastrada por la corriente, estaba a punto de ahogarse.
Viéndola en esta emergencia una paloma, desprendió de un árbol una ramita y la arrojó a la corriente, montó encima a la hormiga salvándola.
Mientras tanto un cazador de pájaros se adelantó con su arma preparada para cazar a la paloma. Le vió la hormiga y le picó en el talón, haciendo soltar al cazador su arma. Aprovechó el momento la paloma para alzar el vuelo. 
  
Siempre corresponde en la mejor forma a los favores que recibas. Debemos ser siempre  agradecidos.
  

jueves, 10 de septiembre de 2015

EL SEÑOR TIGRE

EL SEÑOR TIGRE


Hace muchos, muchísimos años, cuando las personas y los animales hablaban todavía el mismo idioma y el tigre tenía una piel de color amarillo brillante, una tarde el búfalo regresaba a su casa, después de bañarse en el río. Iba canturreando una canción, con la nariz bien alta, porque en aquel tiempo aún tenía la nariz saliente y el labio superior entero. Su hocico apuntaba hacia el cielo y no se dio cuenta de que el tigre le seguía hasta que oyó a su lado un ronco “buenas noches”.
El búfalo hubiera echado a correr muy a gusto, pero no quería parecer cobarde. Así que siguió su camino mientras el tigre le daba conversación.
-No se te ve mucho por el bosque. ¿Sigues trabajando con el hombre?
El búfalo dijo que sí.
-¡Qué cosa tan rara! No lo comprendo. ¡Caray!, el hombre no tiene zarpas, ni veneno, ni demasiada fuerza, y encima es muy pequeñajo. ¿Por qué lo aceptas como jefe?
-Yo tampoco lo comprendo -contestó el búfalo-. Supongo que será por su inteligencia -In-te-li… ¿qué?
-Inteligencia es algo especial que tiene el hombre y que le permite dominarme a mí, y también al caballo y al cerdo, al perro y al gato -explicó el búfalo con aire sabiondo, contento de saber más que el tigre.
-Interesante, pero que muy interesante. Si yo tuviera esa inteli- lo que sea, la vida me sería mucho más agradable. Todos me obedecerían sin esas carreras y esos saltos que ahora tengo que dar. Me tumbaría en la hierba y escogería los bichos más gordos para mi comida. ¿Tú crees que el hombre me vendería un poco de su in-te-li-gen-cia?
-No… no lo sé -murmuró el búfalo.
-Se lo preguntaré mañana. ¡No se atreverá a negarse, digo yo! -gruñó el tigre, y desapareció en la oscuridad.
El búfalo se encaminó lentamente hacia su casa, un poco asustado, temiendo haber hablado de más. Pero después de la cena se tranquilizó. “El tigre nunca viene a los arrozales”, pensó antes de dormirse.
A la mañana siguiente, cuando llegó al campo con su amo, el búfalo vio que había juzgado mal al tigre, porque ya estaba allí esperando. Incluso había preparado un discurso para aquel encuentro.
-No te asustes, amo hombre -dijo el tigre amablemente- He venido en son de paz. Me han dicho que posees una cosa llamada in-te-li-gencia, y quisiera comprártela. Desearía hacerlo en seguida, porque tengo mucha prisa. ¡Todavía no he desayunado!, ¿comprendes?
El búfalo se sintió muy culpable. Pero entonces oyó que el campesino respondía:
-¡Qué gran honor! ¡El señor tigre en persona visitando mi humilde campo y dándome la oportunidad de servir a un animal tan grande y tan hermoso!
Y le hizo una reverencia como si estuviera ante el propio emperador.
El tigre, lleno de orgullo, respondió:
-Por favor, no hagas ninguna ceremonia por una simple criatura como yo. Sólo he venido a comprar…
-¿Comprar? -le interrumpió el campesino-. ¡Ni pensarlo! Insisto en regalártela, para que sea un recuerdo de esta grata visita que tanto honor me hace.
-Oh, qué amable por tu parte. Nunca pensé que el hombre tuviera tan buenos modales -dijo el tigre; pero, en realidad, estaba pensando para sus adentros: “¡Vaya día de suerte! Primero me reciben como a un rey, luego me dan la in-te-li-gencia gratis y después me zampo al campesino para abrir el apetito y al búfalo para desayunar”.
Los ojos le brillaban como dos estrellas verdes mientras insistía:
-Me la darás ahora mismo, espero.
-Lo haría con mucho gusto, pero siempre dejo la inteligencia en casa cuando salgo a trabajar-contestó el campesino, que había advertido el brillo de gula en los ojos del tigre-. Ya ves, vale demasiado para que me arriesgue a perderla, y, además, aquí no la necesito.
Pero voy corriendo a casa y te la traigo ahora mismo.
Avanzó unos pasos, pero se volvió en seguida.
-¿Has dicho que todavía no habías desayunado?
-Sí. ¿Por qué lo preguntas?
-Porque en ese caso no puedo dejar contigo al búfalo. Te lo comerías.
-Te prometo que no me lo comeré. Por favor, ¡date prisa!
-No dudo de tu promesa, pero si la olvidas y te comes al búfalo ¿quién me ayudará en mi trabajo? Por otra parte, es tan lento que, si lo llevo conmigo, tardaríamos horas en ir a casa y volver, y no quisiera hacer esperar a Su Excelencia. Claro que, si permites que te ate a aquel árbol, el búfalo podría quedarse aquí sin miedo.
El tigre aceptó.
“Me los comeré a los dos más tarde”, pensó mientras el campesino le ataba fuertemente al árbol. Y la boca se le hacía agua sólo con imaginar el sabor del gran búfalo, del hombrecito moreno y de aquella cosa nueva que se llamaba in-te-li-gencia.
Al cabo de un rato el campesino regresó.
-¿La has traído? -preguntó el tigre impaciente.
-Claro -respondió el campesino, enseñándole una cosa que ardía en la punta de un palo.
-Pues dámela, ¡aprisa! -ordenó el tigre.
El campesino obedeció. Puso la bajo los bigotes del tigre y empezaron a arder. Le acercó el fuego a las orejas, al lomo, a la cola, y por donde rozaba le dejaba la piel chamuscada.
-¡Me quema, me quema! -aullaba el tigre.
-Es la inteligencia -dijo con ironía el campesino-. Ven, búfalo, vámonos.
Pero el búfalo no podía irse. Se tronchaba, se moría de risa. Figúrate al señor tigre, el terror de la selva, dejándose atar a un árbol para luego ser quemado con una antorcha.
¡Una escena graciosísima! El búfalo se revolcaba por la hierba, sin poder dejar de reír, hasta que su hocico chocó contra un tocón de árbol que le partió en dos el morro y le aplastó la nariz. Y todavía hoy se ven los resultados de este accidente en sus descendientes.
¿Y qué pasó con el tigre? Pues que rugió y pataleó, y poco después las llamas quemaron la cuerda y por fin pudo escapar. Pero la cuerda ardiendo le había chamuscado tanto su piel amarilla que, por mucho que se lavó, no pudo borrarse las rayas negras que le quedaron marcadas.
Y esa es la razón de que el tigre tenga rayas.


EL ANILLO DE BRONCE

EL ANILLO DE BRONCE





Tiempo atrás, un Rey en un castillo vivía desesperado. Pero, ¿por qué? Pues la razón bien sencilla era: carecía de jardines, de lugares frondosos y floridos que embelleciesen el reino. Por el contrario, el castillo estaba rodeado de tierras baldías, un feo páramo. Por suerte, el Rey encontró una solución, la cual halló en un jardinero, descendiente de los mejores jardineros. Éste consiguió hacer florecer aquella tierra, pero otros problemas aparecieron…
El propio jardinero, de hecho, fue el origen de los nuevos conflictos, pues la princesa se enamoró de su hijo. El hijo del jardinero, como podéis imaginar, no era el pretendiente ideal para el Rey, quien deseaba como tal al hijo del Primer Ministro. El Rey, sabedor de que todavía tiene un as en la manga, lo juega de la mejor forma posible. De esta forma, envía en un viaje muy muy lejano a los dos pretendientes. Aquel que primero regrese, se hará con la mano de la princesa. La injusticia se cierne sobre el hijo del jardinero, pues parte en situación de desigualdad al usar el hijo del Primer Ministro un caballo y mucho oro; mientras que el suyo está cojo, y sólo dispone cobre.
La desventaja de partida se acentúa más adelante. El hijo del Primer Ministro, que viaja más rápido, se encuentra con una mujer en harapos, quien demanda su ayuda para alimentarse, la cual el viajero rechaza. No así obra el hijo del jardinero, quien sí se detiene y le brinda comida y parte de sus bienes, amén de llevarla a lomos de su maltrecho caballo. Juntos, prosiguen la marcha. Al paso por la siguiente ciudad, el heraldo anuncia que el sultán que gobierna está muy enfermo. Si alguien pudiese salvarlo, podrá tener la recompensa que quisiese. La mujer en harapos ofrece su sabiduría al muchacho, diciéndole que sacrifique a tres perros en una pira, recogiendo posteriormente las cenizas y abriéndose paso hacia el sultán. La labor que sigue es más arriesgada, pues debe hervir al sultán en un caldero, con el fuego crepitante, hasta los huesos. Entonces, sería el momento de esparcir las cenizas.
Así actuó el hijo del jardinero y así revivió el sultán en su forma más joven y vigorosa. El muchacho, visto el éxito cosechado, también hace caso a la mujer en cuanto a la solicitud de recompensa, y pide un simple anillo de bronce. Dicho anillo es simple sólo en apariencia… puesto que contiene, ni más ni menos ¡que a un Genio de los Deseos! Efectuados estos, el hijo del jardinero cambia el rumbo de su viaje por completo, y lo hace a bordo de un velero espléndido, cargado de joyas, un casco dorado y tripulado por marineros elegantes y prestos. El devenir del hijo del jardinero parece virar por completo.
Entonces, llegado el momento, se encuentra con su rival, el hijo del Ministro, quien había gastado todo el oro con el que había partido. Irreconocible, el hijo del jardinero lo apoya otorgándole un barco, con la condición de marcar la piel de su dorso con el sello del anillo de bronce calentado. Hecho esto, el hijo del jardinero demanda un nuevo deseo al anillo, el de construir un navío de madera podrida, color negro, velas rasgadas y marineros enfermizos. De esta guisa retorna el hijo del Primer Ministro, clamando por la mano de la princesa.
Al tiempo que la princesa se prepara, infeliz, para la boda con el hijo del Primer Ministro, el Rey se da un garbeo por el puerto, preguntándose de quién será el lujoso y resplandeciente velero que luce en él. Más impresionado queda si cabe con el capitán del barco, el hijo del jardinero, a quien primero invita a la boda sin reconocerlo y posteriormente le hace padrino de la misma, concediéndole el inigualable honor de subir a su hija al altar.
El hijo del jardinero, previsiblemente, acepta, pero pone objeciones cuando descubre quién es el novio… La treta del hijo del jardinero se lleva a cabo, pues éste cuenta al Rey que el pretendiente no es digno de la princesa, y ofrece demostrar que es poco más que un esclavo. De esta manera, y pese a las negativas del novio, las marcas del anillo en su espalda lo delatan. Así es como el hijo del jardinero recibe la completa bendición del Rey y le concede la mano de la princesa…
Pero, ¡no acaba ahí la historia! Pues ambos viven un corto período de felicidad, mientras un estudiante de magia negra se acerca a comprender la verdad acerca del genio del anillo de bronce… Navegando el nuevo príncipe en su barco dorado, el mago negro persuade a la princesa para intercambiar el célebre anillo por peces rojos. Una vez tiene en sus manos el aro de bronce, el mago pide transformar por completo el navío: de oro a madera podrida, de marineros esbeltos a horripilantes, de tesoros enjoyados a gatos negros astutos…
El príncipe, dándose cuenta de que algún enemigo se ha hecho con el poder del anillo, navega hasta una isla habitada por ratones. Alarmada por los feroces gatos negros, la Reina Ratón envía un emisario para solicitar al barco que se aleje de la isla. El príncipe, astuto él, acepta, a cambio de que le ayuden a encontrar su anillo de bronce. La Reina Ratón, voluntariosa, pone a funcionar su red de espías, que no es ni más ni menos que todos los minúsculos ratones del mundo. Tres de ellos informan valiosamente de que el mago dispone del anillo, guardándolo en su bolsillo durante el día y dentro de la boca por la noche. Los ratoncillos acuden al rescate del anillo, y de forma ingeniosa vaya si lo consiguen… ¡Provocándole cosquillas al mago con su cola y haciéndolo estornudar para expulsarlo! Tras algún que otro contratiempo, los ratones devuelven el anillo al príncipe quien, profundamente agradecido, transforma su decadente barco en la preciosa nave que un día fue. Y así, recuperado el honor perdido, vuelve con su princesa y, tiempo al tiempo, se cobra la venganza con el mago oscuro. La cual, como todos podemos imaginar, se sirvió en plato muy pero que muy frío…


miércoles, 9 de septiembre de 2015

LA DAMA Y EL LEÓN

LA DAMA Y EL LEÓN




Hubo una vez un mercader que debía emprender un largo viaje. Antes de partir preguntó a cada una de sus tres hijas qué regalo querían que les trajese. La mayor pidió perlas; la segunda, diamantes; pero la tercera respondió:
-Padre mío: yo sólo pido que me traigas una rosa.
El padre besó a sus hijas y, tras prometerles cumplir sus deseos, partió. Poco después compró raras perlas y refulgentes diamantes; pero por mucho que buscó por todas partes, no pudo conseguir la rosa, lo cual era natural, puesto que era invierno y en esta estación no florecen las rosas.
Ya emprendía el retorno a su casa pensando qué podría llevar a su hija menor, cuando llegó a un hermoso castillo rodeado de un hermoso jardín. Allí había lindas rosas y otras flores a cual más bonita, como si floreciesen en plena primavera.
Ordenó a su criado que le trajese un ramillete de rosas y así lo hizo el sirviente, y ya se disponía a proseguir su camino, cuando les salió al paso un fiero león, que rugió:
-¡Morirá devorado por mí quien se ha atrevido a cortar mis rosas!
El comerciante le preguntó si no había algún medio para conservar la vida. El león le contestó que sí lo había y éste consistía en que le entregase lo primero que le saliera al encuentro al volver a casa.
El comerciante pensó de inmediato que quien le saldría al encuentro al llegar a casa sería su hija menor, de modo que se mostró poco dispuesto a prometerle aquello al león. Sin embargo, el criado comentó que probablemente le saldría al encuentro un gato o un perro suyo. Ante este consejo, el comerciante aceptó y tomó las rosas con un gran pesar.
Cuando ya se hallaba cerca de su casa, su hija menor salió corriendo a recibirlo. Lo abrazó y lo besó con grandes muestras de júbilo, pero el padre contempló a su hija y se echó a llorar desconsoladamente.
-¡Ay, hijita mía! – exclamó-. Estas rosas me salen demasiado caras, pues he prometido entregarte a un león salvaje, que seguramente te devorará.
Y contó a su hija todo lo sucedido. La niña le dijo:
– Papá, debes cumplir lo que has prometido. Iré a ver al león e intentaré convencerlo para que me deje regresar a casa sana y salva.
A la mañana siguiente preguntó a su padre el camino que debía seguir. Luego se despidió de él y de sus hermanas, y emprendió la marcha.
Pero, ¡Oh, sorpresa!, el león era un príncipe encantado. Por el día, él y su corte eran leones pero al llegar la noche recobraban su forma natural. Como la niña llegó de noche al castillo, fue recibida con grandes muestras de gentileza y cariño. Y como los dos se enamoraron a primera vista, contrajeron enlacen en muy poco tiempo, hasta que un día la esposa dijo cariñosamente a su marido:
– Mañana se casará mi hermana mayor y debemos asistir a la boda.
– Puedes ir acompañada de mis leones-dijo apesadumbrado el príncipe-; pues bien sabes que yo no puedo ir.
La princesa fue recibida con júbilo por su padre y hermanas, pues la creían muerta, devorada por el león de las rosas. Una vez pasadas las fiestas nupciales, regresó a su castillo, siempre acompañada de sus leones.
Poco tiempo después fue invitada a los esponsales de su segunda hermana. Entonces dijo al príncipe:
– Esta vez vendrás tú conmigo.
El príncipe le contestó que sería peligroso para él, pues si le daba la luz del sol, se convertiría en paloma y así tendría que permanecer siete años errante por el mundo.
Como ella insistió alegando que tendría mucho cuidado de que no le diera la luz del sol, el príncipe terminó aceptando.
En la casa de su suegro, el príncipe escogió una gran habitación de gruesos muros, con el fin de estar en ella mientras durasen las ceremonias. Por desgracia, nadie se fijó que había una grieta en una de las paredes y, cuando el cortejo nupcial regresaba del templo, un rayito de sol dio de lleno en el rostro del príncipe. De repente éste desapareció y, cuando entró su esposa, lo halló convertido en una blanca paloma, que le dijo tristemente:
La dama y el león-Siete largos años tengo que volar de aquí para allá, pero de vez en cuando dejaré caer una plumita blanca para indicarte el camino que sigo y, si tú sales en la dirección que las plumas te indiquen, tal vez puedas libertarme.
Cuando terminó de hablar, salió volando por la puerta. La princesa le siguió sin vacilar, guiada por la plumita blanca que de vez en cuando había caer la paloma.
Pero un día dejó de ver la plumita blanca, pues la paloma había desaparecido. La princesa elevó los ojos al cielo y dijo suplicante al sol:
– Tú que brillas sobre las cimas de las montañas, ¿no has visto por ningún sitio una palomita blanca?
– No la he visto, princesa- respondió el sol-, pero aquí tienes una cajita que sólo debes abrir cuando lo necesites.
Al llegar la noche repitió la misma pregunta a la luna, negando ésta haber visto a la palomita. Sin embargo, antes de despedirse de ella, la luna le regaló un huevo, que debería abrir cuando se hallase en algún apuro.
Luego preguntó a los vientos y sólo el viento del sur le dio una respuesta concreta:
-Sí, vi a la palomita blanca volando sobre el mar Rojo, pero de pronto se transformó en león porque ya transcurrieron los siete años del encantamiento. Cuando se convirtió en león, fue atacado por un dragón, que es una princesa encantada que pretende separarlo de ti.
Lleva tu cajita que te regaló el sol y el huevo que te dio la luna, y esos objetos te servirán para salvar a tu marido y traértelo ya en forma humana.
La princesa marchó hasta el mar Rojo y, una vez en el sitio donde seguían luchando el león y el dragón, sacó su cajita y formuló este deseo: que su esposo venciera al dragón y recobrase la forma natural. De inmediato se realizó el prodigio, pues el león venció al dragón, matándolo de un zarpazo, y acto seguido el príncipe recobró su forma humana, pero ¡oh, desgracia!, también el dragón muerto se transformó en una joven y hermosa princesa, la cual se acercó al príncipe y le abrazó, y en el acto el joven perdió la memoria.
Como el príncipe ya no se acordaba de su bella esposa y se disponía a irse con la otra princesa desencantada, la primera echó mano al huevo y lo partió formulando el fervoroso deseo de que su esposo recobrase la memoria y marchara con ella a su hogar. Inmediatamente se efectuó el milagro pedido por la afligida esposa, pues el príncipe recuperó su memoria, dejó a la coqueta princesa y se echó en los brazos de su dulce consorte.

Aquella misma noche retornaron a palacio, donde tuvieron un hijito que, con el tiempo, se convirtió en un apuesto joven. Y durante muchos años vivieron los tres completamente felices.