miércoles, 27 de mayo de 2015

EL GUSANO DE LUZ

EL GUSANO DE LUZ


En la inmensa región que se extiende desde el Paraná al Uruguay, en la parte comprendida entre los arroyos Yabebirí al Guñapirú, existen maravillosos resplandores, que en las noches se mueven lentamente en fantásticas procesiones luminosas.
Las gentes del país acuden, atraídas por la deslumbradora belleza, a contemplar esos cortejos fosforescentes de seres misteriosos, creyéndose transportados a países de ensueños y de maravillosas fantasías.
Todos saben que es el isondú, que vaga por los montes para castigar a los envidiosos. En su origen, fue un gallardo y apuesto joven, que habitaba en aquella vasta tierra de frondosa vegetación y de fértiles tierras. Este mancebo, de conducta intachable y de generoso corazón, atraía con el conjunto de sus perfecciones a todas las doncellas del país, que se enamoraban perdidamente de él. Olvidando que existieran más hombres en el mundo, no volvían a querer mirar a ningún otro, porque los encontraban despreciables comparándolos con aquel prototipo de belleza y virtud.
Los demás hombres, sintiéndose despreciados, se llenaron de coraje hacia él y se reunieron, tratando de buscar una solución a aquel problema. De nada tenían que acusarle, porque no había cometido ningún desafuero, ni podía ser culpable de su perfección física: habían intentado que cayera en el vicio; pero se habían estrellado ante su temple heroico. Sin embargo, había que eliminar, fuera como fuera, a aquel ser perfecto que desviaba hacia él los corazones de todos las "cuñás" (doncellas).
Todos los "caria-í" (jóvenes), amarillos por la envidia, resolvieron matarle, y, apostados una noche de lunas tras de los árboles del bosque por donde él tenía que pasar, esperaron a que llegara y le sorprendieron por la espalda, cayendo sobre el indefenso joven y asestándole veintidós puñaladas en todo su cuerpo, por cuyas heridas brotaban chorros de sangre, que empaparon la tierra, hasta dejarle exangüe. Pero antes de exhalar su último aliento, vieron los mozos aterrados, que el cuerpo del mancebo se transformaba en un pequeño insecto de maravillosos resplandores, saliendo una misteriosa luz por cada una de las heridas que había recibido. En la herida del corazón se formó la cabeza del gusano, que emitía una fantástica luminosidad roja, como un rubí.
Los asesinos, asustados ante el prodigio, marcharon apesadumbrados de su crimen, y tuvieron que contemplar durante todas las noches de su vida aquel resplandor siniestro que les recordaba su maldad y torturaba su conciencia, no volviendo a recobrar jamás la calma.
Desde entonces, grupos inmensos de isondúes pueblan de un fantástico resplandor, durante las noches, el bosque, convirtiéndolo en un paraje encantado.

Logrando coger un isondú o gusano de luz, se ve que tiene once lucecitas a cada lado de su cuerpo y son vestigios de las veintidós puñaladas recibidas, y la luz roja de la cabeza es el corazón de aquel hermoso joven que despertó los celos de los demás hombres. 

Elsie la Lista

Elsie la Lista  


Había una vez un matrimonio que tenía una hija a la que llamaban "Elsie la Lista". Y cuando ella creció y fue una muchacha, su padre dijo a su esposa:
-"Tenemos que casar a Elsie."-
-"Sí"- dijo la madre, -"si viniera alguien y la quisiera tomar."-
Al tiempo un hombre llamado Hans vino de lejos y la pidió, pero estipuló que Elsie realmente debería ser lista..
-"¡Oh sí!"- dijo el padre, -"ella es bien capaz."- 
Y la madre agregó:
-"¡Uh!, ella puede ver el viento viniendo por las calles, y oír a las moscas tosiendo."-
-"Bien"- dijo Hans, "-"si no es realmente lista, no la tendré."-
Cuando todos se sentaron a cenar y habían comido, la madre dijo:
-"Elsie, ve al sótano y trae algo de cerveza."-
Entonces Elsie tomó el pichel de la pared, y bajó al sótano golpeando la tapa del pichel para que el tiempo no pareciera ser muy largo. Una vez abajo alcanzó una silla, y la colocó junto al barril de cerveza de modo que no tuviera que agacharse, para no maltratarse la espalda o hacerse alguna herida inesperada. Tomó el recipiente, levantó su tapa, y mientras la cerveza corría, no dejaba sus ojos quietos, sino que miraba por las paredes, y de estar viendo aquí y allá, vio una  piqueta exactamente encima de ella, que los albañiles habían dejado olvidada accidentalmente allí.
Entonces Elsie comenzó a llorar, y a decir:
-"Si yo acepto a Hans, y tenemos un niño, y él se hace grande, y lo enviamos al sótano a traer cerveza, entonces la piqueta le caerá sobre su cabeza y lo matará."-
Ella se sentó y lloró amargamente, gritando con todas sus fuerzas por la desdicha que se presentaba ante ella.
Los de arriba esperaban por la cerveza, pero Elsie la Lista no aparecía. Entonces la mujer dijo a su sirvienta:
-"¡Baja al sótano y mira en dónde está Elsie.!"-
La criada bajó y la encontró sentada frente al barril, llorando fuertemente. 
-"¿Elsie, por qué lloras así?"-
-"Pero, ¿no tengo acaso razón para llorar así? Si me caso con Hans, y tenemos un niño, y él crece grande, y tiene que venir a traer cerveza aquí, quizás la piqueta caerá sobre su cabeza y lo matará."-
Entonces la criada dijo:
-"¡Que Elsie más lista tenemos aquí!"- y se sentó a su lado a llorar fuertemente por esa desdicha.
Al cabo de un rato, como la criada no regresaba y los de arriba estaban sedientos por la cerveza, el señor le dijo al hijo:
-"Sólo ve al sótano y averigua que pasó con Elsie y la criada."-
El muchacho bajó y allí encontró sentadas y llorando juntas a Elsie y la muchacha.
Entonces preguntó:
-"¿Por qué están llorando?"-
-"Ah"- dijo Elsie, -"Pero, ¿no tengo acaso razón para llorar? Si me caso con Hans, y tenemos un niño, y él crece grande, y tiene que venir a traer cerveza aquí, quizás la piqueta caerá sobre su cabeza y lo matará."-
Entonces el muchacho dijo:
-"¡Que Elsie más lista tenemos aquí!"- y se sentó a su lado a lamentarse fuertemente como las otras por esa desdicha.
Arriba esperaban al muchacho, pero no regresaba. El hombre dijo a la esposa:
-"Solamente anda abajo y ve dónde está Elsie."-
La mujer bajó, y encontró a los tres en medio de sus lamentaciones, y queriendo saber de la causa de todo aquello, Elsie le contó que su futuro niño iba a ser muerto por la piqueta cuando creciera y bajara a llevar cerveza, y la piqueta le cayera sobre la cabeza.
           

Entonces en igual forma la madre dijo:
-"¡Que Elsie más lista tenemos aquí!"- y se sentó a su lado a llorar junto con los demás.
El padre esperó un pequeño tiempo, pero su esposa no regresaba y su sed crecía y crecía, y dijo:
-"Tendré que ir yo mismo al sótano a ver que pasó con Elsie."-
Pero cuando bajó, todos estaban juntos llorando, y oyó la razón de que el niño de Elsie era la causa, ya que quizás Elsie traiga uno al mundo algún día, y que podría ser muerto por la piqueta, si sucediera que estando sentado debajo de ella por llevar la cerveza, en ese preciso momento la piqueta se desprendiera y lo mate. Entonces él gritó:
-"¡Que Elsie más lista tenemos aquí!"- y también se sentó a su lado a llorar junto con los demás.
El novio se quedó solo arriba por tamaño rato, y como nadie regresaba pensó:
-"Seguro deben estar esperándome allá abajo, debo bajar también y saber qué es lo que ocurre."-
Cuando llegó abajo, los cinco anteriores estaban sentados llorando y lamentándose piadosamente, cada uno con más ímpetu que el otro.
-"¿Qué desgracia ha sucedido aquí?"- preguntó.
-"Ay, querido Hans"- dijo Elsie, -"si nos casáramos y tuviéramos un niño, y se hace grande, y quizás lo enviamos aquí por unas cervezas, entonces la piqueta que está allá arriba puede desprenderse y caerle encima rompiéndole su cerebro y matándolo. ¿No es eso suficiente razón para lamentarnos?"-
-"Ven"- dijo Hans, -"más claro que eso no es necesario para mi hogar, y como eres tan lista, Elsie, te aceptaré."- y le tomó de la mano, fueron arriba, y la desposó.
Pasado un tiempo después, él le dijo:
-"Elsie, voy a salir a trabajar afuera y ganar algún dinero para nosotros. Ve tú al campo y corta el maíz para que podamos tener algún pan."-
-"Sí, querido Hans. Así lo haré"-
Una vez marchado Hans, ella se alistó algún buen alimento y lo llevó al campo con ella. Cuando llegó al campo pensó para sí misma:
-"¿Qué hago ahora, recolecto o como primero? Bueno, comeré primero."- 
Entonces ella terminó con su bolso de comida, y sintiéndose completamente satisfecha, se dijo:
-"¿Qué hago ahora, recolecto o duermo una siesta? Bien, dormiré una siesta."-
Entonces se acostó entre el maizal y se dejó dormir. Hans había llegado hacía rato a casa, pero Elsie no aparecía. Entonces dijo:
-"¡Qué Elsie más lista tengo. Es tan industriosa que ni siquiera regresa para almorzar."-
Sin embargo, cuando ya se acercaba el anochecer y ella no llegaba, Hans fue a ver cuánto había cortado. Pero no había cortado nada, y la encontró dormida entre el maizal. Entonces Hans fue rápido a la casa y trajo una red de cacería con pequeños cascabeles y se la colgó a su alrededor, y ella siguió durmiendo. Entonces corrió a la casa, cerró la puerta, y se sentó en su silla a trabajar. Al tiempo, cuando ya estaba oscuro, Elsie la Lista despertó, y cuando se levantó, escuchó un tintineo a todo su alrededor, y las campanillas sonaban a cada paso que daba. Entonces se alarmó y empezó a poner en duda si ella era Elsie la Lista o no, y dijo:
-"¿Seré yo o no seré yo?"-
Pero ella no sabía que contestar a eso, y estuvo un tiempo en duda. Al rato ella pensó:
-"Iré a casa y preguntaré si soy yo o no soy yo, de seguro allá sabrán."- 
Ella corrió a la puerta de su propia casa, pero estaba cerrada. Entonces tocó a la ventana y gritó:
-"¿Hans, está Elsie contigo?"-
-"¡Sí"- contestó Hans,  -"ella está conmigo."-
Eso la aterrorizó, y dijo:
-"¡Oh, cielos! Entonces no soy yo."- 
Y siguió de puerta en puerta, pero cuando la gente oía las campanillas no abrían, y no pudo entrar a ningún lugar. Entonces corrió fuera de la villa, y desde entonces nadie volvió a saber de ella.

Enseñanza:

Nunca hay que lamentarse de desgracias que no han ocurrido, ni abandonar los deberes.

martes, 26 de mayo de 2015

LA AZUCENA DEL BOSQUE

LA AZUCENA DEL BOSQUE



Hace muchos, muchos años, había una región de la tierra donde el hombre aún no había llegado. Cierta vez pasó por allí I-Yará (dueño de las aguas) uno de los principales ayudantes de Tupá (dios bueno). Se sorprendió mucho al ver despoblado un lugar tan hermoso, y decidió llevar a Tupá un trozo de tierra de ese lugar. Con ella, amasándola y dándole forma humana, el dios bueno creó dos hombres destinados a poblar la región.

Como uno fuera blanco, lo llamó Morotí, y al otro Pitá, pues era de color rojizo.

Estos hombres necesitaban esposas para formar sus familias, y Tupá encargó a I-Yará que amasase dos mujeres.

Así lo hizo el Dueño de las aguas y al poco tiempo, felices y contentas, vivían las dos parejas en el bosque, gozando de las bellezas del lugar, alimentándose de raíces y de frutas y dando hijos que aumentaban la población de ese sitio, amándose todos y ayudándose unos a otros.

En esta forma hubieran continuado siempre, si un hecho casual no hubiese cambiado su modo de vivir.

Un día que se encontraba Pitá cortando frutos de tacú (algarrobo) apareció junto a una roca un animal que parecía querer atacarlo. Para defenderse, Pitá tomó una gran piedra y se la arrojó con fuerza, pero en lugar de alcanzarlo, la piedra dio contra la roca, y al chocar saltaron algunas chispas.

Este era un fenómeno desconocido hasta entonces y Pitá, al notar el hermoso efecto producido por el choque de las dos piedras volvió a repetir una y muchas veces la operación, hasta convencerse de que siempre se producían las mismas vistosas luces. En esta forma descubrió el fuego.

Cierta vez, Moroti para defenderse, tuvo que dar muerte a un pecarí (cerdo salvaje - jabalí) y como no acostumbraban comer carne, no supo qué hacer con él.

Al ver que Pitá había encendido un hermoso fuego, se le ocurrió arrojar en él al animal muerto. Al rato se desprendió de la carne un olor que a Morotí le pareció apetitoso, y la probó. No se había equivocado: el gusto era tan agradable como el olor. La dio a probar a Pitá, a las mujeres de ambos, y a todos les resultó muy sabrosa.

Desde ese día desdeñaron las raíces y las frutas a las qué habían sido tan afectos hasta entonces, y se dedicaron a cazar animales para comer.

La fuerza y la destreza de algunos de ellos, los obligaron a aguzar su inteligencia y se ingeniaron en la construcción de armas que les sirvieron para vencer a esos animales y para defenderse de los ataques de los otros. En esa forma inventaron el arco, la flecha y la lanza. Entre las dos familias nació una rivalidad que nadie hubiera creído posible hasta entonces: la cantidad de animales cazados, la mayor destreza demostrada en el manejo de las armas, la mejor puntería... todo fue motivo de envidia y discusión entre los hermanos.

Tan grande fue el rencor, tanto el odio que llegaron a sentir unos contra otros, que decidieron separarse, y Morotí, con su familia, se alejó del hermoso lugar donde vivieran unidos los hermanos, hasta que la codicia, mala consejera, se encargó de separarlos. Y eligió para vivir el otro extremo del bosque, donde ni siquiera llegaran noticias de Pitá y de su familia.

Tupá decidió entonces castigarlos. El los había creado hermanos para que, como tales, vivieran amándose y gozando de tranquilidad y bienestar; pero ellos no habían sabido corresponder a favor tan grande y debían sufrir las consecuencias.

El castigo serviría de ejemplo para todos los que en adelante olvidaran que Tupá los había puesto en el mundo para vivir en paz y para amarse los unos a los otros.

El día siguiente al de la separación amaneció tormentoso. Nubes negras se recortaban entre los árboles y el trueno hacía estremecer de rato en rato con su sordo rezongo. Los relámpagos cruzaban el cielo como víboras de fuego. Llovió copiosamente durante varios días. Todos vieron en esto un mal presagio.

Después de tres días vividos en continuo espanto, la tormenta pasó.

Cuando hubo aclarado, vieron bajar de un tacú (algarrobo) del bosque, un enano de enorme cabeza y larga barba blanca.

Era I-Yará que había tomado esa forma para cumplir un mandato d e Tupá.

Llamó a todas las tribus de las cercanías y las reunió en un claro del bosque. Allí les habló de esta manera:

Tupá, nuestro creador y amo, me envía. La cólera se ha apoderado de él al conocer la ingratitud de vosotros, hombres. Él los creó hermanos para que la paz y el amor guiaran vuestras vidas... pero la codicia pudo más que vuestros buenos sentimientos y os dejasteis llevar por la intriga y la envidia. Tupá me manda para que hagáis la paz entre vosotros: iPitá! iMoroti! ¡Abrazaos, Tupá lo manda!

Arrepentidos y avergonzados, los dos hermanos se confundieron en un abrazo, y tos que presenciaban la escena vieron que, poco a poco, iban perdiendo sus formas humanas y cada vez más unidos, se convertían en un tallo que crecía y crecía ...

Este tallo se convirtió en una planta que dio hermosas azucenas moradas. A medida que el tiempo transcurría, las flores iban perdiendo su color, aclarándose hasta llegar a ser blancas por completo. Eran Pitá (rojo) y Morotí (blanco) que, convertidos en flores, simbolizaban la unión y la paz entre los hermanos.

Ese arbusto, creado por Tupá para recordar a los hombres que deben vivir unidos por el amor fraternal, es la "AZUCENA DEL BOSQUE".


Recopiladoras de "Petaquita de Leyendas" , Ed. Peuser.

Azucena Carranza y Leonor Lorda Perellón.

Fuente: http://www.redargentina.com/leyendas/azucena.asp



La paja, la brasa y la judía

La paja, la brasa y la judía 




En una villa vivía una pobre mujer, que había recogido un plato de judías y deseaba cocinarlas. Así que la señora encendió su fogón, y para que ardiera más rápido trajo con un puñado de pajas para atizarlo. Cuando estaba vaciando las judías a la olla, una de ellas cayó al suelo sin que se diera cuenta, y quedó posada junto a una paja, e instantes después una brasa encendida saltó del fuego y cayó en medio de la paja y la judía.
Entonces la paja tomó la palabra y dijo:
-"Queridas amigas, ¿de adónde han llegado ustedes?"-
La brasa replicó:
-"Yo afortunadamente salté del fuego, y si no hubiera escapado por fuerza mayor, mi muerte hubiera sido cierta, y estaría convertida en cenizas."-
La judía dijo:
-"Yo también escapé con mi pellejo entero, pero si la mujer me hubiera regresado a la olla, ya estaría hecha puré como mis compañeras."-
-"¿Y podría haber habido mejor destino para mí?"- dijo la paja, -"Esa mujer convirtió a toda mi hermandad en fuego y humo. Ella cogió a sesenta hermanas de una sola vez, y tomó sus vidas. Dichosamente yo resbalé de entre sus dedos."-
-"¿Pero que haremos ahora?"- dijo la brasa.
-"Yo creo"- contestó la judía, -"que como afortunadamente escapamos de la muerte, debemos mantenernos juntas como buenas compañeras, y a menos que una desgracia nos obligara a  quedarnos aquí, debemos partir juntas e irnos para otras tierras.
La propuesta complació a las otras dos, y salieron a su camino en compañía.  Sin embargo, pronto llegaron a un pequeño riachuelo, y como no había puente ni tablón, no sabían como hacer para pasar. La paja creyó tener una buena idea y dijo:
-"Yo me posaré entre las dos orillas, y entonces ustedes pasan sobre mí como un puente."-
La paja, efectivamente se posicionó de orilla a orilla, y la brasa, que era de una disposición impetuosa, se subió rápidamente sobre aquél recién construido puente. Pero cuando estaba por la mitad, oyó al agua corriendo debajo de ella, y después de todo, se asustó y se quedó paralizada y no caminó más. La paja entonces comenzó a arder, se rompió en dos partes y cayó a la corriente. La brasa resbaló detrás de ella, se apagó en cuanto cayó al agua, y se ahogó. La judía que se había quedado prudentemente en su orilla, no pudo más que reírse del suceso, y le fue imposible parar, y se rió tan fuerte que se reventó.

 Ahí pudo haber terminado todo para ella también, pero afortunadamente, un sastre de muy buen corazón que buscaba trabajo y pasaba por allí, la vio, sacó hilo y aguja,  y la remendó. La judía le agradeció muy sinceramente, y desde entonces, todas las judías tienen una costura al centro.

 Enseñanza:

Antes de hacer una alianza, siempre es bueno revisar que todos sus miembros sean compatibles.

lunes, 25 de mayo de 2015

EL PLUMAJE DE LOS PÁJAROS Leyenda Diaguita

EL PLUMAJE DE LOS PÁJAROS




Leyenda Diaguita

En épocas muy remotas ya existían, en nuestros campos y bosques, plantas que ostentaban flores de preciosos y variados colores; fuesen éstas grandes o pequeñas, de corolas múltiples o sencillas, de exquisito perfume o sin él. Pero si las flores podían lucir sus hermosos colores, no sucedía lo mismo con nuestros pájaros, cuyo plumaje era en todos igual: es decir, del color de la tierra con que los hicieran el dios Inti, Mama-Quilla y la Pachamama.
-Nosotros -pensaron con toda justicia nuestros pájaros- también podemos, como las flores, lucir en nuestras plumas esos mismos colores con que ellas llaman la atención, haciéndose admirar tanto.
Y como era deseo de todos los pájaros poder lucir en su cuerpo plumas de bonitos y vivos colores, resolvieron reunirse para pensar en el medio de conseguirlo.
¡Qué divina algarabía hubo en el bosque aquella mañanita a la salida del sol!…
Apenas disipadas las sombras de la noche, se dejó oír entre el ramaje el bullicio de los pajaritos al despertar en sus nidos y la inquieta charla de los que, en ligero vuelo, se ubicaban a la espera de las deliberaciones.
Cantos melodiosos, trinos delicados, agudos silbidos, voces alegres, murmullos ligeros, mil rumores y grandes cuchicheos llenaban de vida el verde follaje.
Los más madrugadores, como la calandria, el hornero, la cachila, el churrinche y el jilguero, fueron los primeros en abandonar sus nidos, recomendando a sus pichoncitos mucha obediencia y cuidado mientras durara su ausencia.
Millares de pájaros, cantando todos a la vez, llegaban poco a poco, y aumentaban el regocijo de aquella hermosa madrugada, prestándole animación con su revolotear inquieto sobre las plantas y las flores. Jamás habíase visto reunión más llena de alboroto y alegría.
El sol despuntando en el oriente, el reflejo de su luz sobre las hojas tiernas de las plantas, la frescura de la brisa, la fragancia y belleza de las flores, el grato albergue a la sombra de los árboles y la delicada armonía de los cantos de las aves: he ahí el indescriptible cuadro de aquella notable asamblea de pájaros de nuestra tierra, que querían para sus plumas los colores de las flores.
Cada uno de los concurrentes manifestó su modo de pensar, y las opiniones fueron discutidas en el mayor orden y con perfecta educación.
Algunos deseaban poseer un solo color en su plumaje, mientras otros aspiraban a muchos diferentes; éstos ansiaban tonos suaves, aquellos los pretendían muy vivos y brillantes.
-Pero, ¿cómo conseguiremos dar color a nuestras plumas? -se preguntaban. En esto consistía el más importante de los problemas y la mayor dificultad para resolverlo.
Después de discutir varias opiniones, algunos propusieron hacer un viaje al cielo para pedir al dios Inti la gracia de que pintase sus plumitas con los colores con que había pintado las flores. A todos les pareció magnífica la idea, y batieron sus alitas en señal de aprobación. También idearon la forma de manifestarle su contento, en el caso de que les concediese la gracia: elevarían en su honor un himno de gratitud, uniendo todos sus más melodiosos cantos; himno que sería mucho más solemne y hermoso que aquel con que cada uno lo saludaba en la alborada de cada nuevo día.
Sin pérdida de tiempo, comenzaron a prepararse para realizar el viaje. Lo suponían largo y peligroso; pero estaban decididos a realizarlo, con tal de lucir el hermoso plumaje con que tanto soñaran.
Reunidos nuestros pájaros en bandadas numerosísimas, emprendieron su viaje en una mañana hermosa, pensando regresar antes de la entrada del sol.
Dejémoslos en viaje, camino del reino del dios Inti y, mientras tanto, veamos por qué algunos se quedaron en la tierra, sin volar al cielo en busca de color para sus plumas.
Uno de ellos, nuestro laborioso hornerito, se quedó construyendo su nido. Ya sabemos que su plumaje está muy de acuerdo con su arte de humilde y sabio constructor. Desde entonces e hornero orienta siempre su nido hacia el sol.
La tacuarita o ratona no viajó, porque sus pichoncitos eran aún muy pequeños y estaba enseñándoles a volar. Desde entonces sólo canta cuando brilla el sol, y lo hace mirando hacia él.
El pirincho o pirirí tenía la tarea de ser útil en unos sembrados; y como siempre fue tan cariñoso y buen compañero del hombre, desde aquella época se lo quiere más por bueno que por bello.
La calandria tuvo por misión alegrar la soledad del bosque con su cantar maravilloso. Y lo hizo con arte tan exquisito; puso en su canto tanta gracia y armonía, que desde entonces es el pájaro cantor que no tiene rival en toda América.
Y hubo uno pequeñito, que por ser tan pequeñito no pudo volar al cielo. Era el tumiñico (picaflor). Este diminuto pajarito quedó volando, inquieto y ligero, sobre las flores del bosque. Parecía una grácil mariposa visitando las corolas más bonitas y vistosas. Era tal su impaciencia, esperando el regreso de los pájaros viajeros, que no se quedaba quietecito ni un instante, ni asentaba sus patitas en el suelo (como ahora). Así anduvo todo el día, de flor en flor, volando delicada y sutilmente.
Llegó la hora del crepúsculo. Los viajeros no aparecían. Y pasó también la noche sin que ellos regresaran.
El alba de un nuevo día animó el bosque con el despertar de los pájaros que habían quedado en él. Llenos de ansiosa curiosidad revoloteaban de rama en rama, preguntándose la causa de semejante demora.
El tumiñico no cesaba de volar entre las bonitas flores que tenían sus corolas salpicadas de gotitas de rocío, que brillaban a la luz del sol con destellos de piedras preciosas.
¿Qué había ocurrido allá lejos, muy cerca del reino del Dios Inti, hacia el que se dirigían contentos y optimistas los pajarillos de la selva?… ¿Habrían ofendido a los dioses con su audacia, y tal vez recibido por ello algún castigo?… ¿Volverían con sus plumitas pintadas?… ¿O habrían perecido en el largo viaje?…
Éstas y otras mil preguntas se oían entre el susurro de la fronda, en forma de trinos entrecortados y murmullos confusos.
Lo que había ocurrido, no lo imaginaban los pajarillos del bosque. Fue algo tan magnífico y sobrenatural; tan digno de alabanza y de gratitud, que el recuerdo de aquel hecho extraordinario nos llega a la memoria cada vez que admiramos los bellísimos colores que lucen la mayoría de nuestros pájaros.
Inti, Dios supremo que dominaba el aire, la tierra y el agua, considerando muy justas las aspiraciones de sus alados hijitos, decidió que ellas se convirtieran en realidad. Y la realidad fue hermosa. Veréis cómo:
-Estas tiernas avecillas no podrán llegar a mí-, se dijo Inti. Con el calor de mis rayos se quemarán sus alitas y no podrán volar. Es preciso que pinte sus plumitas suavemente y con dulzura. ¿Y qué hizo?… Reunió algunas nubes que había en el cielo, les ordenó que lo ocultasen y que hicieran caer una copiosa lluvia, justamente en el lugar por donde viajaban las aves en su busca.
Éstas encontraron el refugio de un bosque para resguardarse del aguacero que tan inesperadamente parecía detenerlas en su valiente ascensión.
Luego Inti hizo que las nubes se apartasen para dar paso a sus hermosos rayos. ¡Y cuál no fue la sorpresa y la alegría de nuestros pajaritos, cuando vieron aparecer en el cielo el más espléndido arco iris que jamás se haya visto!…
Atraídos por la hermosura de sus divinos colores, todos volaron presurosos y se posaron dulcemente en él a fin de que les diese un poquito de belleza para sus deslucidos plumajes.
Cada uno quería elegir el color que más le agradaba.
Y así fue como ellos iban de acá para allá, recorriendo el arco iris en procura del encanto de sus siete colores.
El cardenal metió su cabecita con copete en la franja roja, y con eso se quedó muy contento.
El dorado se paseó largo rato por la amarilla. Por eso sus plumitas son ahora de ese tono.
Al jilguero también le gustó el amarillo y se paseó un ratito por él, quedando negra su cabecita, porque la noche llegó y borró el arco iris.
El churrinche se tiñó casi todo de color rojo vivo, y dejó sus alitas oscuras como las sombras de la noche.
Tantos colores eligió el sietevestidos, los recorrió tanto en todas direcciones, que consiguió para sus plumas todos los que le dio el arco iris. Por eso lo llamamos también “sietecolores”.
Y así como éstos, todos eligieron libremente el color de su plumaje. Luego decidieron regresar.
Por la noche volaron sin descansar. Deseaban llegar al bosque lo más pronto posible, para mostrar a sus compañeros el color de sus plumas como prueba de la bondad del dios Inti. Por eso, al amanecer del día siguiente, instantes después de que los pájaros del bosque abandonaran sus nidos, mostrándose inquietos y afligidos por la tardanza de sus valientes amigos, se vio algo así como una lluvia de flores que caía sobre el verde follaje de los árboles: eran las bandadas de mil pájaros que traían en sus plumas los bellísimos colores del arco iris.
Y otra vez, ¡qué divina algarabía la del bosque aquella mañana de primavera!
Los recién llegados trataban de lucir en toda forma sus nuevos y vistosos plumajes. Mientras algunos se paseaban coquetones dando saltitos sobre el verde césped, otros desplegaban sus alitas con toda gracia y donaire, y otros levantaban el copete de sus pintadas cabecitas.
Ante tanta belleza, ¡cuántos trinos de alabanza!; ¡cuántos gorjeos de admiración!; ¡cuántos gorgoritos de alegría!; ¡cuántos murmullos de asombro!…
En el barullo y confusión de la llegada de los felices viajeros, por los revoloteos de todos y los saltos y piruetas de los pichones ante fiesta tan completa, ninguno había advertido que entre ellos faltaba el picaflor.
¿Dónde estaba? ¿Por qué no compartía el regocijo de todos? ¿Por qué no concurría él también a la fiesta de la gracia y del color?
Inmensa, indescriptible fue la sorpresa de todos los pájaros instantes después, cuando, en rapidísimo, vivaz, inquieto e incesante vuelo, llegó hasta ellos el diminuto tumiñico; el más pequeñito de todos; ¡el más lindo entre los lindos!
Una sola exclamación salió de todos los piquitos.
-¿Cómo tienes esas plumas tan brillantes y preciosas si tú no has volado hasta el arco iris?
Picaflor oyó esta pregunta y otras muchas que le hicieron sus amiguitos del bosque, y no supo responder.
Vino en su ayuda una flor, que dijo: -Tumiñico tiene ahora los colores del iris, los de nuestros pétalos y los de las piedras preciosas, porque ama la luz, la miel de los cálices y las gotas de rocío…
Picaflor se miró en el agua tranquila de un arroyito cercano, voló de una flor a otra, y lanzando al aire su gritito, dijo:
-¡Cantemos a Inti el himno prometido!
Y el coro de las mil voces armoniosas de la selva se elevó hasta el cielo.


EL GIGANTE EGOISTA

EL GIGANTE EGOISTA



OSCAR WILDE


Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante.
Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
"ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES".
Era un Gigante egoísta...
Los pobres niños se quedaron sin tener donde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños, que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto, eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió
de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento
del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas
y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí- decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante
no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta-decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido
en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante y saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello.

Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy
a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante.

Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante,
y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver
al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron
a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-,
¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había
dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería,
no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos
los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo
se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverle a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas
se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón,
miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía.
Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín, había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos,
y también había huellas de clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante,
y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
OSCAR WILDE

domingo, 24 de mayo de 2015

RENÜPULLI

RENÜPULLI



Mi abuelo siempre sabía buscar la famosa Renüpulli, la salamanca que hay a las orillas del Lago Lácar. La cueva de brujos de la que su padre, que se llamaba Cheukemilla, tantas veces le habló. Por aquel entonces, el padre de mi abuelo no vivía en el lago, pero se fue a perder por ahí. Siempre había querido descubrir la Salamanca, quería estudiar la brujería para ser brujo. Pero no conocía la palabra santa, nunca la supo hallar. La noche estaba oscura y no encontró el camino. De aquí para allá andaba, en la orilla andaba, y no oía más que el sholpín de la diuka de noche, que se va a dormir después que despierta la diuka del día. Pero él no sabía salir de la maraña de las rocas partidas, aunque había habido buen agüero, que a la mañana, cuando salió de su casa, un zorro se le cruzó de izquierda a derecha. ¿Dónde andaba la suerte ésa? Sin querer dijo una palabra muy mala, que a veces había escuchado, que no sabía qué quería decir. ¡Ay, ay, ay, ay! Entonces, de repente, oyó voces, cantos, música, risa de chicos. Había caballos que relinchaban, gatos maullaban, ladraban perros, mugían vacas, de toda clase de animales se oían, que parecía que salía de abajo de tierra. Fue detrás de los ruidos, tanteando y golpeando las rocas, hasta que vio una abertura que no había visto, que quedaba a la izquierda del lago, si se mira de Pukaullu. Estaba ahora parado en una cueva y una muchacha había, una linda muchacha que lo llamaba, que le hacía entender que hiciera la señal de la cruz y avanzara no más. La cueva era de más o menos una cuadra de largo, igual de ancho y muy alta, que llenaría una montaña. Dentro salían caminos, pasillos que debían ir a otras cuevas. Clarito, pero clarito, se oía bramar el lago. Y todavía más claro se sentían las voces que había oído.
¡Ay, ay! Se persignó de la sorpresa, anduvo hacia la luz y, de repente, lo dieron vuelta muchas veces y era oscuro de nuevo. Asustado, seguía tanteando hasta que vio un poco de luz y tropezó sobre un cadáver ensangrentado, que solamente se pudo librar diciendo la palabra. Apenas anduvo un rato, un sapo enorme se le tiró encima, le ensuciaba la manta de piel y lo escupía. De nuevo dijo la palabra santa y lo soltó el sapo. Pero en otro pasillo vino a salirle un chivo con cuernos afilados, que lo tiró al suelo. En su aprieto volvió a santiguarse, y se escapó el chivo. Y entonces una víbora, gorda como un brazo, llena de escamas y peluda, se le largó sobre el pecho como para ahogarlo. Pero él no supo mostrar miedo, ni cuando el bicho se le enroscó en el cuello y silbaba y le ponía la lengua cerca de la boca. Y tampoco perdió su fuerza esta vez. La palabra santa espantó a la víbora y él pudo seguir andando hasta la pieza principal, que representaba una escuela. Había allí muchos conocidos y parientes, sobre todo estaban los mellizos de la región, pero nadie se ocupaba de él, nadie le hacía caso al otro. Nadie saludaba: como desconocidos se trataban. ¡Ay, ay, ay, ay! Y hablaban todos en el Chilidugu, en la lengua de las brujas. Y como había muchas cosas buenas que das, y mucha alegría, él no hizo caso y agarraba lo que le daban: ¡Lo mejor de lo mejor había ahí! Se bailaba, se bebía, gritaban, cantaban. Juguetones estaban, alegres estaban todos los que ahí había, que no tomaban clase en el momento. Porque él vio que ésa era la famosa escuela de Salamanca, la escuela de los brujos, que entran los verdaderos mapuche nada más, los verdaderos araucanos. A esta cueva venían los brujos más grandes del mundo para aprender y enseñar. La más grande escuela era. Y, si aún hoy en día hay brujos, por esta escuela es, que aún hoy está y que siempre sigue enseñando, la renüpülli en el Lago Lácar.
Cuando había comido y bebido bastante, miró alrededor y pudo ver la enseñanza. Ahí estaban los mellizos, por ejemplo, que, según dicen, tienen mucha habilidad para ser brujos. Los trataban con mucho cuidado, tenían una enseñanza especial. Algunos alumnos querían aprender la curandería, para sanar a los hombres. Otros querían tener poder sobre animales sanos y enfermos, los querían tratar. Otros querían saber dañar. Otros aprendían la lengua de los animales para mandarlos que dañen a los hombres. No se puede contar todo. Muchas cosas hay que pueden saber pocos hombres no más, los elegidos no más. Ahí había uno que quería aprender a dañar a un enemigo, pero de lejos. La machi mayor agarró un sapo gordo, viejo. Lo ató fuerte y lo colgó. Así le iba a pasar al enemigo. Se iba a sentir apresado. El tiento mojado se le iba a ajustar cada vez más. Aplastado se iba a sentir. Hasta morirse de dolor y de hambre y sed. Había una que preguntó cómo podía enamorar y tenerlo enamorado al hombre. Entonces, la machi mayor agarró una rana grande -posiblemente era un sapo también- y mostró cómo hay que pasar la panza blanca por la cara del hombre diciendo palabras para tenerlo enamorado siempre. Otros querían aprender a hacer llover. Un sapo vivo y otro muerto ponían, panza arriba, sobre el suelo, y decían la palabra, y en seguida, pues, caía la lluvia. Lo principal siempre era la palabra. En otra pieza se enseñaba a los veterinarios. Justo practicaban el ampiñ, colocar plantas secas molidas y otras cosas que no se pueden llamar buenas. Ahí aprendían cómo se trata heridas abiertas, cómo se libra de gusanos a los animales; contarlos, medirlos, mandar que tenían que abandonar el animal. Aquí había unos mellizos que él conocía bien, pero que no le hacían caso, y que aprendían el arte de curar. Porque nacen para brujos ésos. Ahí llegaba un zainu, un caballo oscuro, que en la paleta derecha tenía una herida llena de gusanos. La bruja mostró cómo se podían contar y medirlos. Primero rezó un rezo que él no pudo recordar y los alumnos lo repetían. Luego agarró una varita fina y rompió un pedacito, de modo que tenía el largo de los gusanos. "En nombre de la virgen digo yo: este zaino tiene veinticinco lombrices de este tamaño. Ya viene uno, quedan veinticuatro si lo mato." En eso cayó de la herida un gusano y ella lo echó al fuego. Después vino a caer otro. Ella decía: "quedan veintitrés si yo lo mato". Y siempre lo mismo, hasta que la herida estaba limpia de bichos. Con cada gusano tiraba un pedacito de madera al fuego, hasta que había terminado con el último gusano. El zaino estaba curado.
Muchas de estas cosas vio el padre del abuelo. También que a los gusanos que están en las heridas de los árboles, en nombre de Jesús, María y José, se les pone tres días de tiempo para dejar el sitio, irse a otro lado, a otros campos o animales. También obedecían en seguida. Ahí vio cómo los dueños de rebaños se procuraban anchimallén, porque necesitaban ovejeros sin entrañas, que no comían carne, que toman sangre no más, así no les robaban animales. Traían chicos robados, les quebraban el espinazo, les sacaban la tripa gorda y los dejaban achicados cosiéndolos. Así se convertían en fantasmas, en duendes, en enanos que ya no crecen y usan el chiripá no más o que tienen un pedazo de cuero sobre el pecho, con la cola colgando sobre el pecho, que brilla. De noche, el anchimallén anda por las montañas y las rocas y se le ve brillar la luz mala, que siempre anda con él. Fuerte ladran los perros cuando ven la luz, y tiemblan y se esconden. Lo mismo hacen los hombres. Porque sabe que ésos son sirvientes de los brujos, y que conocen la palabra y que matan, no más, con la palabra. En esta cueva, pues, se hacían los anchimallén, los "hombres sin tripas". Y también enseñaban el granizo, la fuerza para sostener una avalancha de nieve o para hacerla caer sobre un enemigo, hasta en el verano. Enseñaban a soplar enfermedades y otros males, manejar la piedra hueca. Y todo eso y mucho más se sabía aprender ahí. El chilidugu sabían. Secretos eran esos que no había que descubrir fuera de la cueva. Todo poder perdían los que contaban algo. Ya no se pueden volver animales o ser invisibles. Fieles tenían que ser en guardar el secreto, la palabra santa. Así les insistía la machi mayor. En la escuela no más se los dejaba pronunciar la palabra santa; si no, los iban a perseguir y matar. El camino tenían que ocultarlo a los padres, a las otras personas. Con relbún les escribían los signos que los podían ayudar, que para los que no saben son garabatos no más, que no permiten hallar la entrada. Brujos tiene que haber siempre, hacen falta los brujos, hacen falta espíritus, las almas de los finados esperan que las llamen. Mientras que la machi mayor decía estas cosas y otras más, Cheukemilla se dio cuenta que la camisa de la víbora le envolvía el pecho y la espalda. Se había sacado la camisa la víbora cuando se le enroscó al pescuezo. Con rabia y con asco, a tirones la sacó y la tiró al fuego. Entonces, de repente, se hizo oscuro alrededor. Cuando se recobró, estaba echado sobre las rocas de luko, que entran bastante en el lago, a la otra orilla del Lácar, a la derecha, mientras que él había entrado en la cueva por la izquierda. Tenía el cuerpo herido, machucados los huesos y nunca más volvió a sanarse del todo.
Lo peor del caso, es que probó muchas veces y no supo hallar más la entrada de la cueva; nunca más supo hallar la escuela de los brujos, la Salamanca ésa. A pesar que más tarde se fue con la tribu donde creía que estaba la cueva, a la orilla izquierda del Lácar. Tampoco supo acordarse del chilidugu, de la lengua de los brujos. Ni de la palabra santa se sabía acordar.

Recopilado por Bertha Koessler, 1962. Narrado por el cacique Abel Kurüuinka.


Fuente: “Cuentan los Mapuches” – Edición de César A. Fernández
Ediciones Nuevo Siglo SA
http://neuquen.com.ar/renuepuelli-la-salamanca-del-lago-lacar/