miércoles, 6 de mayo de 2015

EL BENTEVEO

EL BENTEVEO




LEYENDA GUARANÍ


  Cuando Akitá y Mondorí se casaron, ocuparon una cabaña construida con varios horcones clavados en la tierra y cubiertos con ramas y con hojas de palmera. La nueva oga mí estaba en plena selva misionera.  Cerca, el gran Paraná pasaba impetuoso formando pequeños saltos en las piedras que encontraba al paso.
  Al morir la madre de Akitá, su padre, que quedara solo, les pidió albergue en su cabaña y, como buenos hijos, recibieron con cariño al pobre tuyá a quien la edad y las enfermedades habían restado energías y capacidad para trabajar. A pesar de ello él trataba de no ser una carga para sus hijos, a los que ayudaba en lo que le era posible.
  Para entonces ya había nacido Sagua-á, que al presente contaba ocho años.
  Una de las tareas del abuelo, y que por cierto cumplía con sumo agrado, era atender al pequeño mientras sus padres, por su trabajo, se veían obligados a alejarse de la cabaña.
  Grandes compañeros eran el abuelo y el nieto. Jugando, aquél le enseñaba a manejar el arco y la flecha y nada había que distrajera más al niño que ir con él a pescar a la costa del río.
  Cuando sus padres volvían, era su mayor orgullo mostrarles el surubí, el pirayú, el pacú o el patí que habían conseguido y que muchas veces ya se estaba asando en un asador de madera dura.
  Otras veces, era una vasija repleta de miel de lechiguana que lograran en el bosque no sin grandes esfuerzos.
  Para el pobre tuyá no había más deseos que los de su nieto y, aunque a costa de grandes sacrificios, muchas veces, su mayor felicidad era complacerlo.
  Valido de tanta condescendencia, el niño era un pequeño tirano que no admitía peros ni réplicas a sus exigencias.
  Sólo en presencia de sus padres que, compadecidos de la incapacidad del abuelo, restringían sus pretensiones, Sagua-á se reprimía.
  A medida que el tiempo transcurría, las fuerzas fueron abandonando al pobre viejo que ya no podía llegar hasta la orilla acompañando a pescar a su nieto, ni hasta el bosque a recoger dulces frutos o miel silvestre.
  Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado junto a la cabaña, haciendo algún trabajo que su poca vista le permitía: tejiendo cestos de fibras vegetales o puliendo madera dura que transformaba en flechas o en anzuelos para su nieto.
  Sagua-á correteaba sin cesar, alejándose de la oga mí con cualquier pretexto y dejando solo y librado a sus pocas fuerzas al abuelo, que nada decía por no contrariar al niño ni privarlo de sus diversiones.
  Cuando los padres regresaban, encontraban siempre a su hijo junto al abuelo, de modo que, confiados en que el niño no se movía de su lado, dejaban tranquilos la cabaña para cumplir su trabajo en el algodonal.
  El anciano, por su parte, jamás había dicho una palabra que pudiera delatar al cuminí, ni intranquilizar a sus hijos.
  Pero sucedió que un día, Sagua-á se detuvo más que de costumbre en sus correrías por el bosque con otros niños de su edad y al llegar Akitá y su tembirecó Mondorí a la cabaña, hallaron al abuelo que no había probado alimento por no haber tenido quien se lo alcanzara.
  Sus piernas ya no le respondían y era incapaz de moverse sin la ayuda de otra persona.
  Indignado Akitá quiso conocer el comportamiento de su hijo en días anteriores, haciendo preguntas al abuelo; pero éste, pensando siempre en el nieto con benevolencia y cariño, contestó con evasivas, evitando acusarlo y encontrando en cambio disculpas que justificaron su alejamiento.
  Cuando Sagua-á llegó corriendo y sofocado, tratando de adelantarse al arribo de sus padres, Akitá lo reprendió duramente, enrostrándole su mal proceder, su falta de piedad y de agradecimiento hacia el pobre abuelo que tanto le quería y que no había hecho otra cosa que complacerlo siempre.
  Sagua-á nada respondió. Bajó la cabeza y su rostro adquirió una expresión de ira contenida. En su interior no daba la razón a su padre sino que, por el contrario, juzgaba injusto su proceder. ¿Por qué él, sano y fuerte, que podía correr por el bosque, trepar a los árboles, recoger frutos y miel silvestre, o llegar a la costa, echar el anzuelo y pescar apetitosos peces, debía quedarse allí, quieto, junto a una persona inmóvil? ¿Acaso al abuelo, cuando podía caminar, no le gustaba acompañarlo en sus excursiones? ¿Qué culpa tenía él, ahora, de que no pudiera hacerlo? Y en último caso, si no podía caminar, que se quedara el abuelo en la cabaña, que él, por su parte, nada podía remediar quedándose también.
  El tirano egoísta había aparecido en estas reflexiones, que si bien no exteriorizó con palabras, lo decían bien a las claras su ceño fruncido y su expresión airada que en ningún momento trató de disimular.
  Desde entonces, varios días se quedó la madre en la cabaña. El padre iba solo a trabajar.
  El abuelo se había agravado y ya no podía abandonar el lecho de ramas y de hojas de palma.
  Era necesario atenderlo y alcanzarle los alimentos, pues él era incapaz de moverse por su voluntad.
  Ese día muy temprano, cuando las estrellas aun brillaban en el cielo, Akitá salió a trabajar. Su tembirecó iría algo más tarde pues era imprescindible su ayuda ese día. Sagua-á quedaría cuidando al abuelo.
  Cuando despuntaba la aurora, Mondorí consideró que era hora de salir. Antes de hacerlo, despertó a su hijo que dormía profundamente.
  El niño se despertó de mala gana, refregándose los ojos con el dorso de sus manos. Malhumorado al tener que dejar el lecho tan temprano, respondió irritado al llamado de la madre:
  -¡Qué quieres! ¿No puedes dejarme dormir?
  -No seas egoísta, Sagua-á. Tu abuelo no puede quedar solo y además es necesario atenderlo. Su enfermedad le impide moverse por su voluntad y es justo que se lo cuide. Tu padre y yo debemos trabajar y tú tienes la obligación de dedicarte al pobre abuelo enfermo.
  -¿Por qué tengo que atenderlo? -insistió iracundo-. ¡Yo había decidido ir al río a pesacr y por culpa de él debo quedarme acá como si estuviera prisionero! ¡Ya he preparado la igá y yo iré a pescar! ¡El abuelo no necesita nada!
  -¡No seas malo, Sagua-á! Recuerda que tu abuelo fue siempre muy bueno contigo y que sólo bondades y mimos has recibido de él. Ahora te necesita, ¡es justo que le dediques tu atención! ¡Te prohíbo que te muevas de casa! ¡Ya irás a pescar cuando hayamos vuelto tu padre y yo!
  -¿Exiges que me quede? Muy bien... ¡me quedaré! ¡Pero te aseguro que no me obligarán a hacerlo otra vez! -concluyó amenazante el desesperado Sagua-á.
  Triste se fue Mondorí al reconocer los sentimientos mezquinos que dominaban a su hijo.
  Mientras iba caminando, pensó en Sagua-á cuando era pequeñito y recordó la bondad que albergaba entonces su corazón...
  Con su manecita tierna acariciaba a los animalitos que se acercaban a la cabaña en busca de alimento y a los que era capaz de dar lo que él estaba comiendo... Y no olvidaba el día cuando, entre dos de sus deditos traía una florecilla silvestre cortada por él mismo que le entregó mirándola con expresión tan alegre y orgullosa como si le hubiera dado un tesoro...
  ¡Cómo había cambiado su hijo! ¡Qué malos sentimientos se habían apoderado de su alma! ¿Cuál sería la causa de este cambio?
  Temió la madre por él. Tupá, el Dios que premiaba a los buenos, no dejaba sin castigo a los malos. ¿Qué tendría reservado para Sagua-á?
  Dominada por tan tristes pensamientos hizo el camino hasta la plantación de algodón, donde su marido ya estaba trabajando desde tan temprano, y lamentó que la inminencia de la recolección no le hubiera permitido quedarse junto al abuelo enfermo. No tenía confianza en que Sagua-á le prestara la atención necesaria.
  Mientras tanto, allá, en la cabaña de la selva misionera, su triste presentimiento se cumplía.
  Sagua-á obedeció a su madre: no se movió de la casa; pero se dedicó a arreglar sus útiles de pesca y a preparar los elementos que utilizaría al día siguiente cuando pudiera ir al río como él deseaba.
  Del pobre abuelo ni se acordó siquiera.
  En cierto momento oyó que lo llamaba con voz débil y entrecortada:
  -¡Sagua-á...! ¡Sa... gua...á...!
  Malhumorado el niño al verse molestado e interrumpido en su ocupación de mala gana respondió:
  -¿Qué quieres? ¡Ya voy!
  Pero ni se movió.
  El anciano, mientras tanto, se debatía en su lecho con un desasosiego que crecía por momentos.
  Sagua-á oyó que lo volvía a llamar:
  -¡Ven... Sa...gua...á...! ¡Ven... por... favor...!
  Acudió por fin el niño de mala gana. Cuando estuvo junto al inimbé donde yacía el enfermo, airado volvió a preguntar:
  -¿Qué quieres?
  -¡Alcánzame un poco de agua...!
  -¿Tu vida se apaga? ¿Se apaga como un cachimbo? -y continuó riendo divertido por la gracia que le habían hecho sus propias palabras.
  -Sí... mi vida se apaga... como un pito güé... Alcánzame un poco de agua... Hazme ese favor...
  Pero el desalmado, sólo pensaba en reír y repetía sin cesar:
  -Pito güé... Pito güé...
  El viejo, mientras tanto, llegados sus últimos momentos, con los labios resecos, vencido por una sed abrasadora, expiró.
  Al mismo tiempo el niño, que asistía impasible a la escena, continuaba repitiendo las palabras que le habían hecho tanta gracia:
  -Pito güé... Pito güé...
  Nada le hizo pensar en la transformación que se producía en esos momentos en él.
  Su cuerpo se achicaba, se achicaba más y más, cubriéndose de plumas de color pardo. Su cabeza, ya pequeñita, se alargaba y su boca se transformaba en un pico con el que hallaba cierta dificultad para seguir gritando:
  -Pito güé... Pito güé...
  Momentos después, en la cabaña, sobre su lecho de palma yacía exánime el anciano, mientras en un rincón, junto a la ventana, un pájaro de lomo pardo y pecho amarillo, que tenía una mancha blanca en la cabeza, no cesaba de repetir:
  -Pito güé... Pito güé...
  Era Sagua-á, que, castigado por su egoísmo y su mal proceder, fue transformado en ave por uno de los genios buenos que enviaba Tupá a la tierra. Ellos eran los encargados de premiar a los buenos y dar, a los malos, su merecido.
  Cuando Akitá y Mondoví volvieron, encontraron al anciano muerto en su inimbé.
  En el momento de entrar, un pájaro de plumaje pardo y amarillo voló pesadamente, saliendo de la habitación por la abertura de la puerta.
  Una vez en el exterior, parado en una rama del jacarandá que crecía junto a la cabaña, no dejaba de gritar con tono lastimero:
  -Pi...to güé... Pi...to güé... Pi...to güé...
  Este, decían los guaraníes, había sido el origen de nuestro benteveo, al que ellos llamaban pito güé, imitando su grito, en el que creían ver reproducidas las palabras que causaran tanta gracia al pequeño egoísta cuando las oyó de labios del abuelo moribundo.


Vocabulario
bulletAkitá: Terrón.
bulletMondorí: Cierta clase de abeja.
bulletTuyá: Anciano, viejo.
bulletPirayú: Dorado (pez).
bulletPacú: Pez grande de agua dulce.
bulletPatí: Pez grande sin escamas.
bulletSurubí: Especie de bagre grande.
bulletSagua-á: Arisco.
bulletCuminí: Niño.
bulletTembirecó: Esposa.
bulletIgá: Canoa.
bulletInimbé: Lecho.
bulletPito Güé: Cachimbo que fue.
bulletTupá: Dios bueno.
bulletOga mí: Casita

Referencias

  El benteveo es un pájaro americano de treinta centímetros de longitud más o menos.
  Tiene el lomo y la cola de color pardo verdoso; la cabeza negra con dos listas blancas, que, partiendo del pico, adornan ambos lados de la cara; la garganta y parte del pecho son blancos; el resto de este último y el abdomen ostentan un color amarillo vivo, color que luce también en el copete, que termina en negro.
  El pico, de color negro, lo mismo que las patas, es tan largo como la cabeza, terminando en un gancho bien pronunciado.
  Las alas, alargadas, llegan hasta la mitad de la cola, que es, asimismo, alargada y además cuadrada.
  Aunque se alimenta también de lombrices y de otros gusanos, es animal insectívoro, causa por la cual difícilmente puede vivir en cautividad.
  Prefiere atrapar los insectos al vuelo, o bien de las ramas y de las hojas.
  Construye su nido, grande, en forma esférica, con lanas, ramitas y pajas en horquetas o en las ramas de los árboles, colocándole la entrada al costado. Pone huevos de color amarillento con manchas parduscas.
  Vive en lugares donde hay arboleda, generalmente cerca de poblaciones.
  Su vuelo es recio, alcanzando mayores alturas que otros pájaros.
  Es muy valiente, capaz de hacer frente a algunas aves rapaces, de las que se defiende con valor y a las que obliga a alejarse de las cercanías de su nido, favoreciendo así a otras aves indefensas y hasta a las aves de corral.
  Su grito agudo y prolongado, en el que algunos creen oír: benteveo, otros pitogüé, o bichofeo, pitaguá, quetubí, pitojuán y otros, es el que da origen al nombre que lleva y que varía según las diferentes regiones que habita.
  En nuestro país vive desde Buenos Aires, San Luis y Mendoza hasta el límite norte, de Jujuy a Misiones.
  En algunos lugares se tiene la creencia que cuando el benteveo grita al mediodía, junto a una casa, avisa la llegada de gente inesperada: parientes, amigos o personas extrañas.
  En otras partes atribuyen su grito cerca de una casa a un anuncio de nacimiento.

El hada del lago

El hada del lago



EL HADA DEL LAGO
Hace mucho, mucho tiempo, mucho antes incluso de que los hombres  llenaran la tierra y construyeran sus grandes ciudades , existía un lugar misterioso, un gran y precioso lago, rodeado de grandes árboles y  custodiado por un hada, al que todos llamaban la hada del lago. Era justa y muy generosa,  y todos sus vasallos estaban siempre dispuestos a servirla. Pero de pronto llegaron unos malvados seres que amenazaron el lago, sus bosques y a sus habitantes. Tal era el peligro, que el hada solicitó a su pueblo que se unieran a ella, pues había que hacer un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos, con el fin de encontrar la Piedra de Cristal, que les dijo, era la única salvación posible para todos.
El hada advirtió  que el viaje estaría plagado de peligros y dificultades, y de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se echó hacia atrás. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, partió hacia lo desconocido con sus  80 vasallos más leales y fuertes.
El camino fue mucho más terrible, duro y peligroso que lo predicho por el hada. Se tuvieron que  enfrentar a terribles bestias, caminaron día y noche y vagaron perdidos por un inmenso desierto, que parecía no tener fin, sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era considerado como el más valiente del lago, ni el mejor luchador, ni tan siquiera el más listo o divertido, pero fielmente continuó junto a su hada sin desfallecer. Cuando ésta le preguntaba de dónde sacaba la fuerza para seguir y por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo "Mi señora, os prometí que os acompañaría a pesar de las dificultades y peligros, y éso es lo que hago. No me voy a ir a casa sólo porque que todo lo que nos advertiste haya sido verdad".

Gracias a su leal Sombra el hada pudo por fin encontrar la cueva donde se hallaba la Piedra de Cristal, pero dentro había un monstruoso Guardián, grande y muy poderoso que no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un gesto más de la lealtad que le profesaba al hada, se ofreció a cambio de la piedra, y se quedó al servicio del monstruo por el resto de sus días.
La poderosa magia de la Piedra de Cristal hizo que el hada regresara al lago inmediatamente y así pudo expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues gracias a aquel desinteresado y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, el hada quiso mostrar a todos lo que significaba el valor de la lealtad y el compromiso, y regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.

martes, 5 de mayo de 2015

La leyenda de Ka’a La yerba mate

La leyenda de Ka’a



Leyenda Guaranì 
Sentada sobre el borde rocoso del arroyo una bella joven juega metiendo sus pies en el agua. Las gotas que levanta vuelven al cauce más brillantes que antes, como tocadas por una varita mágica. Un ave de blanco plumaje bebe a orillas del arroyo. La muchacha observa al ave.
El tiempo parece inexistente a esta hora de la tarde. Nadie más se ve en las inmediaciones. El pájaro bebiendo a sorbos pequeños, picotea el agua. Ka’a juega con el agua. Los pies de la niña y el agua del arroyo son lo único móvil. No hay una gota de viento. Las plantas parecen expectantes.
Del otro lado del arroyo una enmarañada vegetación de verdes fulgurantes. De este lado, las piedras y una amplia extensión de doradas arenas. La tierra parece detenerse a observar la imagen de la chica en el arroyo. De la espesura surge de pronto una pequeña caravana. Va encabezada por un hombre joven, alto y altivo.
Ka’a nota a la caravana porque un momento antes de aparecer, el ave levanta vuelo asustada dejando en el aire un graznido que ahora flota sobre la cabeza de quienes van cruzando el arroyo sobre las piedras. El hombre que encabeza la caravana llama la atención de Ka’a. Es alto y fuerte. Su mirada está clavada en algo con fijeza, pero Ka’a no sabe precisar dónde. Su mirada resulta irresistible para la joven que con los pies en el agua observa a los forasteros. Ninguno de ellos parece percatarse de la presencia en la costa. Pasan muy cerca de donde está Ka’a pero nadie dirige un saludo ni una mirada. Los largos pasos del hombre se adentran en un estrecho sendero y se pierden en un recodo.
Más tarde, Ka’a vuelve a la aldea y cuando cae la noche procura descansar. La fiera mirada del forastero que ha visto durante la tarde le inquieta. Ha perdido su habitual tranquilidad. Hay una vibración extraña en la joven. Nunca se ha sentido de esa forma. Da vueltas en su hamaca sin poder conciliar el sueño durante horas. Cuando la noche ya está muy avanzada el sueño la vence y cae en una especie de sopor. En sueños los negros ojos del forastero le calan el corazón.
El sol alarga su luminoso cuerpo cuando Ka’a despierta. Despierta posiblemente al escuchar una voz desconocida. Su padre conversa con alguien. Ka’a se queda quieta en su hamaca. Su padre conversa con el hombre de la caravana. Y el hombre al que ahora puede ver de cerca está relatando los objetivos que lo han traído hasta las tierras de Ka’a.
“Como avare mbya tengo la misión de recorrer estas tierras en busca de una gran ofrenda para el templo de Mbaeveraguasu. Es bien conocida la riqueza en metales preciosos que se da en estas tierras y los mbya queremos recorrerla sin chocar con nadie”.
“Délo por hecho”, contestó secamente el padre de Ka’a.
Ka’a no pudo evitar la fascinación que la mirada de aquel joven sacerdote despertaba en ella y estuvo viéndolo a través del tejido de la hamaca en la que, ya despierta procuraba ni siquiera respirar para que nadie advirtiera su presencia. En aquella incómoda posición, Ka’a recordó todo lo que de los mbya había escuchado en el pasado. Decían que se creían insuperables y que ningúnmbya, mucho menos los avare, se casaban con gentes de otras tribus. Tan elevado era el amor propio de los mbyaKa’a se dijo para sí misma que eso a ella no debía importarle, puesto que intentaría conquistar a aquel que estuvo mirándola y entró en sus sueños toda la noche.
El avare se despidió del cacique diciéndole que durante aquel día andaría observando los alrededores sin alejarse mucho. Ka’a que era toda oídos se levantó ni bien el sacerdote se hubo retirado del lugar y anduvo recorriendo los alrededores de la aldea con la esperanza de encontrarse con aquel que había venido a visitarla en sueños.
Anduvo así durante varias jornadas y muchas fueron las veces en que los jóvenes cruzaron sus miradas. Ka’a sentía el ardor del avare. Lo notaba en las cosas imperceptibles y misteriosas que sólo se dan a conocer cuando el amor despierta. Varias veces se cruzaron en el bosque y en los arroyos, el avare y los suyos buscaban piedras preciosas. Ka’a buscaba al sacerdote.
Una tarde sombrìa Ka’a se enteró de que el avare volvería a su pueblo. El dolor atravesó el corazón de la joven. Ante la posibilidad cierta de perderlo para siempre, Ka’a salió en busca del avare a quien pensaba manifestar su amor.
Ka’a marcha decidida. Dispuesta a usar todas las armas de la seducción para despertar la pasión que intuye escondida en el alma del sacerdote mbya. Una extraña fuerza gobierna cada paso de la muchacha que avanza hacia el arroyo como si supiera que allí va a encontrarse con el avare.
Ka’a está frente al hombre.
Todo indica que será correspondida. El mbya siente que su sangre hierve. Se reprime. Lucha contra sus propios sentimientos. Lucha contra la pasión que le inunda el cuerpo.
El ascetismo contra la pasión.
Despiadada es la lucha en el interior del hombre que, por un lado está enceguecido de amor por la joven y por el otro tiene una misión que cumplir para la cual ha sido adiestrado durante largo tiempo. Ka’a baja hasta la arena y danza para el avare. Su cuerpo se mueve con gracia despertando cada vez con más intensidad el deseo del avare.
Ahora Ka’a se desliza a través de las piedras. Se acerca al hombre. Le confiesa su amor. Lo abraza. Hay un momento que se hace eterno cuando las palabras de Ka’a se enredan en los vestidos del sacerdote. Es en ese instante eterno cuando el ascetismo aprovecha la distracción y aniquila a la pasión. El joven sacerdote toma el hacha de piedra que lleva consigo y sin pensarlo ni una sola vez la azota sobre la cabeza de Ka’a que se desploma sin un solo quejido. La sangre de la joven mancha la piedra. El mbya sin siquiera mirarla guarda su arma y se marcha dando la espalda a la pasión y al amor para siempre jamás.
Han pasado los años.
El dolor de la tribu por la muerte de Ka’a ya casi no se recuerda.
Un viejo sacerdote mbya llega hasta aquella aldea. Viene el hombre con la espalda doblada por los años. Viene el hombre cargando el peso de la muerte de la pasión en su alma. Se detiene en aquella piedra junto al arroyo. Se sienta allí a descansar. Un arbusto de hojas desconocidas para el sabio sacerdote le brinda su fresca sombra en la tórrida tarde de verano. De las brillantes hojas del arbusto se desprende un aroma que le lleva a tomar unas cuantas hojas y masticarlas. El jugo de las hojas penetra en su cuerpo como un elixir de vida. Ya no hay dudas, el viejo sacerdote ha venido a encontrarse con su último momento al único sitio donde conoció la vida con plenitud. Allí donde en sus años de juventud perdiera la posibilidad del amor de una vez y para siempre. Elmbya siente que  viaja hacia el amor. La yerba que ha probado por primera vez no es sino la encarnación de aquella dulce joven que le confesara su amor. Ahora el avare viaja su viaje infinito y último para reunirse con su amada. Lleva en su boca el recio sabor de la yerba mate.

El ratoncito Pérez

El ratoncito Pérez



Erase una vez Pepito Pérez , que era un pequeño ratoncito de ciudad , vivía con su familia en un agujerito de la pared de un edificio.

El agujero no era muy grande pero era muy cómodo, y allí no les faltaba la comida. Vivían junto a una panadería, por las noches él y su padre iban a coger harina y todo lo que encontraban para comer. Un día Pepito escuchó un gran alboroto en el piso de arriba. Y como ratón curioso que era trepó y trepó por las cañerías hasta llegar a la primera planta. Allí vió un montón de aparatos, sillones, flores, cuadros..., parecía que alguien se iba a instalar allí.

Al día siguiente Pepito volvió a subir a ver qué era todo aquello, y descubrió algo que le gustó muchísimo. En el piso de arriba habían puesto una clínica dental. A partir de entonces todos los días subía a mirar todo lo que hacía el doctor José Mª. Miraba y aprendía, volvía a mirar y apuntaba todo lo que podía en una pequeña libreta de cartón. Después practicaba con su familia lo que sabía. A su madre le limpió muy bien los dientes, a su hermanita le curó un dolor de muelas con un poquito de medicina.

Y así fue como el ratoncito Pérez se fue haciendo famoso. Venían ratones de todas partes para que los curara. Ratones de campo con una bolsita llena de comida para él, ratones de ciudad con sombrero y bastón, ratones pequeños, grandes, gordos, flacos... Todos querían que el ratoncito Pérez les arreglara la boca.

Pero entonces empezaron a venir ratones ancianos con un problema más grande. No tenían dientes y querían comer turrón, nueces, almendras, y todo lo que no podían comer desde que eran jóvenes. El ratoncito Pérez pensó y pensó cómo podía ayudar a estos ratones que confiaban en él. Y, como casi siempre que tenía una duda, subió a la clínica dental a mirar. Allí vió cómo el doctor José Mª le ponía unos dientes estupendos a un anciano. Esos dientes no eran de personas, los hacían en una gran fábrica para los dentistas. Pero esos dientes, eran enormes y no le servían a él para nada.

Entonces, cuando ya se iba a ir a su casa sin encontrar la solución, apareció en la clínica un niño con su mamá. El niño quería que el doctor le quitara un diente de leche para que le saliera rápido el diente fuerte y grande. El doctor se lo quitó y se lo dió de recuerdo. El ratoncito Pérez encontró la solución: "Iré a la casa de ese niño y le compraré el diente", pensó. Lo siguió por toda la ciudad y cuando por fin llegó a la casa, se encontró con un enorme gato y no pudo entrar. El ratoncito Pérez se esperó a que todos se durmieran y entonces entró a la habitación del niño. El niño se había dormido mirando y mirando su diente, y lo había puesto debajo de su almohada. Al pobre ratoncito Pérez le costó mucho encontrar el diente, pero al fin lo encontró y le dejó al niño un bonito regalo.

A la mañana siguiente el niño vió el regalo y se puso contentísimo y se lo contó a todos sus amigos del colegio. Y a partir de ese día, todos los niños dejan sus dientes de leche debajo de la almohada. Y el ratoncito Pérez los recoge y les deja a cambio un bonito regalo. cuento se ha acabado.

lunes, 4 de mayo de 2015

EL MAINUMBÍ Y EL CURUCÚ

EL MAINUMBÍ Y EL CURUCÚ 




LEYENDA GUARANÍ


VOCABULARIO
TUPÁ: Dios bueno
AÑA: El demonio
MAINUMBÍ: Picaflor
CURUCÚ: Sapo  

Mientras  Tupá sé hallaba formando el mundo y poblándolo con los seres que hoy vemos en él, su tarea era ímproba e ininterrumpida. Las aguas lamían las tierras creadas y un firmamento muy azul limitaba el espacio con una bóveda de nubes. El sol, recién salido de las manos de Tupá, enviaba haces dorados de luz que daban calor y brillantes matices a las plantas terminadas de crear  y que embellecían la tierra con el  verdee de ramas y hojas, y los rojos, los blancos, los amarillos y los azules de sus pétalos de seda.
Tupá miró su obra y decidió poblar los aires y las aguas. Entonces formó las aves y los peces. Los aires se llenaron de alas y los árboles de nidos. Las más bellas y delicadas avecillas y las más fuertes y poderosas surgían de las manos todopoderosas de Tupá y buscaban el árbol o la montaña que las habría de cobijar. Tan entusiasmado estaba Tupá con su obra alada, que resolvió hacer una joya que surcara el aire despertando la admiración de todos por su belleza, por su color, por su aspecto, por su forma de volar.
Tomó un poco de arcilla, muy poca, y le dio una forma graciosa de leve aspecto; le agregó las alitas tenues y movedizas, una cola preciosa; un pico muy fino y largo para que la nueva avecita lo pudiera introducir en las flores en busca del néctar contenido en  su interior, y cubrió el cuerpecito de finísimas y sedosas plumas.
Mezcló luego los más bellos colores con rayos de sol para darles reflejos irisados y con ellos pintó las plumitas de la nueva avecilla que, ya terminada, batió sus alas pequeñas y en vuelo gracioso y sutil comenzó su recorrido de flor en  flor, temblando sobre ellas y sin posarse en ninguna.
Según los guaraníes, la llamó mainumbí. Tupá, satisfecho, la miró alejarse, seguro de haber creado la más bonita, la más graciosa, pequeña y sutil de las aves, sólo comparable a la más hermosa flor. No sólo Tupá tenia esa idea. De ella participaba también Añá, a quien la envidia inspiraba todos sus actos y que, no habiendo perdido detalle de la creación de la última obra de Tupá, escondido detrás de unos árboles desde donde le era fácil espiar, decidió él mismo, siguiendo en todas sus partes el  procedimiento usado por el Dios bueno, hacer una obra exacta a la realizada por é1. Tuvo buen cuidado de realizarla- con la  misma arcilla, de la que tomó un buen trozo, sin duda, para que no le llegara a faltar. La amasó, la acarició con sus largas y ganchudas manos tratando de darle elegante forma, imitando la que, de lejos, había visto hacer a Tupá.
No consiguió tantos colores para terminar su creación, pero no le dio mayor importancia, y con el verde, el negro y el blanco amarillento que halló, pintó la arcilla.Miró su obra convencido que bien podía competir con la dé Tupá, y -muy conforme con ella - la tomó entre sus dos manos, la levantó en el aire, y,  allí, dándole un pequeño impulso, trató de echarla a volar. Pero en el mismo momento que la libró de la prisión que la contenía y dirigió la vista hacia lo alto, esperando verla llegar, un ruido sordo se oyó en la tierra. Miró sorprendido Añá, y un gesto de estupor cambió su expresión satisfecha. Su obra, en lugar de volar, había caído al suelo, de donde  salió dando saltos; contra todas las suposiciones de su creador, para ir a ocultarse entre las piedras del camino.    Añá, muy a su pesar, y contra su voluntad, creyendo crear un pájaro, había creado al cururú.

REFERENCIAS

El mainumbí (picaflor) es un hermoso y diminuto pajarillo de América, que ofrece el encanto de su plumaje, en el que se confunden los colores del iris. Tiene tres centímetros de largo. Su plumaje brillante de color verde azulado, con reflejos dorados en el cuerpo, la cabeza y el cuello, lo convierten en una verdadera joya alada. El pecho y el vientre son de color gris claro, y las alas y la cola, negro rojizo.Posee un pico largo y afilado que puede introducir con facilidad en las flores para tomar el néctar. Su verdadero nombre es pájaro mosca; pero nosotros lo llamamos "picaflor" porque siempre se lo ve libar el néctar de las flores, o "tente en el aire", porque nunca se posa en ninguna de ellas para tomar el alimento; otros le dicen “colibrí”. Los quechuas lo llaman quentí; los guaraníes, mainumbí.

El cururú (sapo) es un batracio que mide nueve centímetros desde lo alto de la cabeza hasta el extremo del dorso. Su cuerpo grotesco, que da la sensación de torpeza y falta de gracia, es grueso y bajo ; los ojos son saltones y la boca muy grande. Las patas son cortas terminadas en cinco dedos. Se traslada de un lugar a otro por medio de saltos. Tiene el cuerpo cubierto de una piel gruesa de color verde pardusco llena de verrugas y replegada detrás de las orejas. De ella fluye un líquido  viscoso, blanquecino, de olor fétido. El vientre es blanco amarillento. Se alimenta de insectos y de gusanos que sale a cazar durante la noche. De día vive oculto entre las piedras. En guaraní se lo llama cururú; en quichua, arnpatu.


El ave Fénix, en el jardín del paraiso

EL AVE FÉNIX



En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores, arrobador su canto.

Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y Adán fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del ángel cayó una chispa en el nido del pájaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasándose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única en el mundo.

El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica en su canto. Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas.

Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges , y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla.

¡Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez la espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas.
¡Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oído: ¡Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg.

¡El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave Fénix de Arabia.

En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el árbol de la sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ¡poesía!


Autor: Hans Chistian Andersen

domingo, 3 de mayo de 2015

EL CACUY

EL CACUY




LEYENDA QUICHUA
  Sonko y Huasca eran hermanos. Habían quedado huérfanos hacía muchos años, y desde entonces vivían solos en la selva, habitando el rancho que fuera de sus padres.
  Sonko era el menor. Alto, fornido y muy trabajador, poseía un corazón tierno, cuyo cariño se volcaba en su hermana, a quien quería como a la madre que perdiera siendo niño.
  Pero Huasca no retribuía ese afecto. Por el contrario, siempre se mostraba agresiva con el buen hermano, disputaba con él, lo maltrataba y le hacía padecer en toda ocasión la perversidad que la dominaba.
  A pesar de ello, Sonko seguía profesando un profundo cariño a esta hermana cruel.
  Tanto la quería, que al ver los jugosos frutos maduros, sólo tenía un pensamiento: recogerlos para Huasca.
  Así lo hizo ese día. De vuelta al rancho, cortó los más dulces y sabrosos, los depositó en un canastillo de fibras de yuchán, que él mismo fabricara, y feliz y contento con el tesoro obtenido, corrió hasta su choza a fin de entregarlos a la ingrata.
  Mientras corría, pensaba:
  "¡Qué contenta se pondrá Huasca! Ella habrá preparado la comida para mi almuerzo, pero yo, en cambio, le regalaré estas hermosas chirimoyas y estas sabrosas algarrobas. ¡Mi hermana es tan golosa! ¡Si su corazón fuera más dulce conmigo! Porque con los demás es muy buena... y es cariñosa... Sólo conmigo es brusca y es mala."
  Se detuvo un momento, para comprobar que las frutas no sufrían con la carrera, y continuó sus reflexiones:
  "¿Por qué Huasca se mostrará tan dura conmigo? Pero... ¡no importa! Yo conseguiré que me quiera. Con mi cariño lograré el de ella."
  Ilusionado por su fe llegó a la choza. Al lado de ésta había un telar rústico, con una manta de vivos colores empezada. Ello le demostró que Huasca había estado trabajando.
  Una canción muy suave le llegó desde el interior del rancho. Era su hermana que cantaba.
  Alentado y gozoso, al pensar en el regalo que le traía, llamó con voz dulce:
  -¡Huasca!... ¡Huasca!... ¡Hermanita!...
  Una linda doncella de piel cobriza apareció en la puerta de la choza. La canción se había apagado en sus labios, y una mirada hosca, cargada de rencor, acompañó a sus palabras. Dirigiéndose a su hermano, le respondió en el más brusco de los tonos:
  -¡Qué quieres!
  Sonko sufrió un desencanto. Le pareció que su corazón se achicaba y le dolía al sentir el desprecio de la perversa doncella. Sin embargo resistió el dolor y nada dijo. Él se había prometido conquistar el afecto de su hermana y no abandonaría la empresa al primer contratiempo.
  Con suave voz y tierna expresión, le dijo:
  -Mira, golosa, mira lo que he traído para ti.
  Al mismo tiempo abrió la cesta cargada de apetitosos frutos, y al verlos, la mala hermana sólo supo exclamar:
  -¡Chirimoyas y algarrobas! ¡Cómo me gustan!
  Sin una frase de agradecimiento al pobre muchacho, le arrebató la canastilla y entró en el rancho.
  El hermano la siguió. No agregó una sola palabra y se sentó dispuesto a almorzar:
  En una vasija de barro, la mazamorra se cocinaba al fuego.
  Tomó un "puco", y ya iba a llenarlo con el sabroso alimento, cuando su hermana lo detuvo dándole un manotón, al tiempo que le gritaba airada:
  -¡Deja eso! ¿O crees que yo cocino para ti? ¡Poca comodidad sería! ¡Pasar la mañana fuera y volver cuando ya está todo hecho! ¡Cuando no hay más que estirar la mano para servirse!
  Y, dominante, agregó:
  -¡Retírate turay! ¡Cacuy turay!
  Pero... Huasca... Yo también he trabajado. He estado recogiendo miel de lechiguana y labrando la tierra pra sembrar... Y ¿quien si no yo cuida nuestra majadita de cabras?
  Con el tono más humilde continuó:
  -Anda, sé razonable... Sírveme un poco de mazamorra y dame un trozo de patay...
  -¡Ya he dicho que no! Si quieres comer, tú te lo has de preparar. ¡Esto es mío! ¡Cacuy turay! ¡Cacuy turay!
  -Dame entonces unas chirimoyas de las que traje... -imploró el muchacho.
  -Ni una. Para mí dijiste que eran y yo las comeré -terminó inflexible Huasca.
  Triste la miró Sonko. Sus ojos brillaron colmados de lágrimas; pero nada respondió.
  Cabizbajo salió del rancho. ¿Cómo era posible que su hermana le negara una porción de mazamorra o un trozo de patay cuando él trataba siempre de complacerla? ¿Por qué sería así su hermana? ¿Qué podría hacer él para corregirla?
  Sus esperanzas de dulcificar el corazón de la perversa iban perdiendo fuerza. Se sentía incapaz de continuar. Sin embargo, haría una última tentativa.
  Ese día lo pasó vagando por el bosque y alimentándose con frutas silvestres.
  Entrada la noche, volvió al rancho y se acostó. Una idea fija le impedía conciliar el sueño: cómo lograr el afecto de su hermana.
  Por fin, el cansancio lo venció y se quedó dormido.
  A la mañana siguiente, muy temprano, volvió a salir de la choza.
  Llevaba la intención de conseguir, para su hermana, algo extraordinario, algo que le agradara mucho...
  Sonko pensaba:
  "Tal vez así, con una dedicación y un deseo de complacerla cada vez mayores, llegará un día en que Huasca corresponderá a este hondo cariño que por ella siento. ¡Qué felices seremos entonces!"
  Levantó sus ojos al cielo y, como si hablara con alguien, continuó:
  "Viviremos unidos por un afecto profundo y nuestros padres nos bendecirán desde la estrella donde están ahora..."
  A su paso, un ave asustada levantó el vuelo. Tan preocupado iba, que apenas prestó atención a este hecho. Tampoco oía el coro de los pájaros que a esa hora era una gloria.
  Persistía en su mente la misma idea: merecer el cariño de su hermana.
  De pronto, un fruto hermoso llamó su atención. Su color, su brillo y su tamaño lo hacían resaltar entre todos los otros.
  ¡Ése sería el regalo para su hermana!
  Pero, ¡qué alto estaba! Le costaría alcanzarlo... Mas, ¿qué importaban las dificultades cuando el premio iba a ser tan maravilloso?
  Y ya no pensó más. Aunque los riesgos eran muchos, lo alcanzaría.
  Con la agilidad de un muchacho acostumbrado a trepar árboles y a escalar montañas, Sonko apoyó en una rama baja sus pies calzados con ojotas, y ayudándose con manos, brazos y piernas fue subiendo... subiendo...
  Las espinas y las ramas secas arañaban su piel y desgarraban sus ropas. Pero nada importaba. Lo esencial era llegar hasta el hermoso fruto que se ofrecía allá en lo alto.
  Continuaba entusiasmado la ascención, cuando lanzó un grito. Una enorme espina se había clavado en su carne. El dolor que le producía era tan intenso que no le permitía sostenerse con la mano herida.
  Trato de arrancarse la espina, pero fue en vano. La mano comenzó a hincharse y a tomar un feo color morado.
  Debía darse por vencido y abandonar la empresa. Resuelto ya, comenzó a descender.
  Una vez en tierra, observó la herida con detención. En un último esfuerzo, arrancó la espina, y la sangre brotó de la lastimadura. Se sintió desfallecer. Su cabeza ardía y tenía la garganta seca.
  Con las fuerzas y la desesperación que le prestaba su estado, corrió a la casa. Su hermana sabía preparar un bálsamo con las hojas y las flores del molle... Ella lo curaría y le daría de beber...
  Ya le faltaba poco... Un último esfuerzo y llegaría a su rancho.
  De lejos divisó a Huasca trabajando en el telar. Cuando estuvo delante, le suplicó:
  -¡Huasca, por favor! Quise traerte un fruto hermoso que vi en el bosque, y cuando ya creía alcanzarlo, una espina que se clavó en mi mano me impidió lograr mi deseo. Huasca, hermanita, ¡sufro mucho y tengo sed! ¡Alcánzame un poco de agua!
  La hermana se levantó de inmediato. Lo tomó de un brazo y lo ayudó a sentarse.
  -¡Oh!. turay... ¡Cómo tienes la mano! Yo te la curaré y traeré agua y miel para apagar tu sed.
  Así diciendo, corrió al interior del rancho, y llevando en sus manos un cántaro de barro, fue a una vertiente cercana para llenarlo con agua fresca.
  Sonko creía soñar. Mentira le parecía la dedicación de la hermana. Llegaó a bendecir la espina que, al herirlo, le había permitido gozar del cariño y de los cuidados de su querida Huasca.
  Corriendo volvió la doncella. Con la carrera el agua que llenaba el cántaro saltaba y caía al suelo salpicando sus piernas desnudas.
  Entró al rancho para buscar un "puco" con miel. Con ambas manos ocupadas se presentó ante Sonko.
  La ansiedad y el reconocimiento se pintaron en el rostro del hermano. Un dulce bienestar lo invadió al oír que Huasca le decía con dulzura:
  -¡Pobre turay! Hermanito..., ¿sufres? ¿Tienes sed? Aquí hay yacu-chiri y miel en abundancia, ¿las ves?
  Hizo una pausa, y cambiando de expresión y con la voz ruda de otras veces, agregó:
  -¡Pero no son para ti! ¡Prefiero dárselos a la tierra!
  Y al tiempo que, ante los ojos azorados del muchacho, volcaba el contenido de las dos vasijas, lanzando una carcajada estridente y burlona, continuó:
  -¡Anda tú!... ¡Anda a la vertiente, que allí el agua sobra!... ¡Allí podrás tomar toda la que quieras!
  Esto bastó para que el cariño que sentía el muchacho se trocara en un odio intenso contra la perversa hermana.
  Un sentimiento de venganza nació en él, tan profundo y persistente, que ya no lo abandonó.
  Arrastrándose casi, llegó a la vertiente. Se hechó en el suelo y con avidez bebió el líquido fresco.
  Sumergió en el agua la mano herida y se sintió mejor. Un suave sopor lo invadió y a la sombra de un árbol corpulento se quedó dormido.
  Cuando despertó, el sol se escondía tras los cerros vecinos. Se levantó y caminó unos pasos. El dolor de la herida persistía.
  Decidió ver a la curandera para pedirle algo que aliviara su mal. Y echó a andar en dirección a lo de la "médica".
  El canto de los pájaros no se oía ya. Los rumores de la selva se habían apagado. Una estrella lejana brilló en el cielo. La media luz del crepúsculo, con reflejos rojos de incendio, iluminaba la paz de la tierra.
  Sólo en el alma del pobre turay rugía, como una tormenta, la venganza.
  Con conocimientos de hierbas y emplastos, el muchacho curó. A los pocos días estuvo completamente bien.
  ¡Cómo había cambiado Sonko! La mirada, antes tierna, era ahora hosca y dura. Su voz había perdido la dulzura de otros días.
  Callado y taciturno, continuaba preparando sus planes.
  Un día, de vuelta del valle, a donde llevara la majadita de cabras, se dirigió muy resuelto al rancho. Iba a poner en práctica su idea de venganza.
  Fingiendo sentimientos que ya no sentía, y con la misma voz de pasados días, llamó a su hermana:
  -¡Huasca!... ¡Hermanita! He encontrado para ti algo que te va a dar un gran placer, golosa.
  -¿Qué es, turay?
  -Una colmena. Si te animas y me acompañas, toda la miel será para ti. La recogeremos y en varias vasijas la traeremos a casa. ¿Me acompañas?
  -¡Sí! ¿Sí! En seguida. Ya lo creo que te acompañaré a buscar miel. ¡Si se me hace agua la boca!
  -No olvides de llevar un poncho para envolverte la cabeza. Ya sabes que las abejas no abandonan de buen grado la colmena y te picarían sin piedad.
  Muy preparados se fueron los dos hermanos. Caminaron entre plantas hermosas de grandes hojas y perfumadas flores. Los piquillines y los mistoles les ofrecían sus frutos dulces. La puya-puya les brindaba sus flores blancas y fragantes. La exuberante vegetación de la selva era allí un maravilloso espectáculo.
  Al llegar a un claro del bosque, el hermano se detuvo.
  -Aquí es -le dijo-. Envuélvete la cabeza con el poncho, defendiendo tu cara de las picaduras de las abejas. ¿Ves ese árbol tan alto? En la cima está la colmena. ¿Te animas a subir?
  -Ya lo creo. Tú me guiarás, pues yo no veré muy bien con mis ojos cubiertos con el poncho.
  -No tengas cuidado. Yo te conduciré -la conformó su hermano.
  Con mucho trabajo fueron subiendo al árbol que era el de mayor tamaño del lugar.
  Una vez que hubo instalado a la hermana, sentada en una horqueta, en lo más alto de la copa, Sonko, fingiendo acercarse a la colmena, sacó de su cintura un hacha y comenzó a descender cortando las ramas que abandonaba.
  Así dejó el tronco liso y sin puntos de apoyo para que no pudiera bajar la infeliz Huasca.
  Ella, confiada y ajena a lo que sucedía, esperaba que su hermano le indicara la tarea a cumplir.
  Cuando Sonko llegó a tierra, se alejó del lugar dejando abandonada y sin defensa a la ingrata hermana.
  Pasados algunos instantes, y en vista de que no oía al muchacho, Huasca empezó a temer.
  Apartó el poncho de su vista, y lo que vio le hizo temer algo desagradable. Anochecía y su hermano había desaparecido. Lo llamó, primero tranquila, pero al no obtener respuesta, el miedo la dominó.
  Con tono quejumbroso y desesperado, que era un lamento, gritó:
  -¡Turay! ¡Turay!
  Pero el hermano no apareció. Con gran sorpresa de su parte, sintió que sus miembros se endurecían, que toda ella cambiaba de forma y su cuerpo se cubría de plumas. En pocos instantes quedó convertida en un ave cuyo grito lastimero se oía en la quietud de la hora.
  -¡Turay! ¡Turay!
  Y como recordando la orden que le daba de continuo, repetía:
  -¡Cacuy turay! ¡Cacuy turay!
  Desde entonces, este llamado, que es un doloroso recuerdo, un verdadero lamento, y que tal vez sea un grito de arrepentimiento, se oye al anochecer, cuando el cacuy se acuerda que fue una hermana cruel y perversa.
  Así llama al hermano para pedirle perdón:
  ¡Turay!... ¡Turay!
  Y vuelve a repetir como en otros días:
  -¡Cacuy turay!... ¡Cacuy Turay!...
  Los que, al anochecer, oyen el grito de esta ave, se estremecen, pues creen escuchar el grito lastimero de una persona. Tal vez es su parecido con el gemido humano.

Referencias

  El cacuy es un ave nocturna. Duerme durante el día escondida en algún árbol y aparece cuando el sol se esconde.
  Tiene un aspecto desagradable. Su cuello, grueso y corto, sostiene una cabeza chata, en la que se destacan los ojos muy grandes y una boca enorme.
  Para posarse busca el extremo de las ramas secas. El color de la corteza es como el del plumaje, pardo con mezcla de negro. Estirada sobre ellas, parece una continuación de la misma rama. En esa forma trata de pasar inadvertida y fuera de la vista de los cazadores.
  Hace el nido en los huecos de los árboles con pequeñas ramas y recubre la parte interior con cerdas.
  Su canto es un grito quejumbroso y muy fuerte que se oye a gran distancia. Muchos lo confunden con el lamento de un ser humano.
  Esta forma de gritar: "¡ca... cuy! ¡ca... cuy!" ha originado el nombre con que la designan los pueblos de habla quichua. Los guaraníes le llaman urutaú.
  En la Argentina habita las zonas Norte y Nordeste.
  En Tucumán y Santiago del Estero se supone que su grito augura cambio de tiempo.
  En Catamarca se tiene la creencia de que, al gritar, anuncia la proximidad de alguna colmena.
  Es un ave mágica, se lo llamó antiguamente Kakó Kokó y luego Kakuy por deformación. En Tucumán entre los Lules: Tarpuí - llox; en el Litoral: Urutaú - gueimiene; entre los Jíbaros: Aohó, y en las tribus Guaicurúes: Nabopena - ga-naga. Sus distintas formas de pronunciación se deben a las diferentes lenguas aborígenes.
  Su nombre científico es " Nyctibius Griseus Cornutus ".