lunes, 20 de abril de 2015

El Zorro y las uvas


El zorro y las uvas




Era un día caluroso y un Zorro caminaba por los campos. De pronto llegó a un viñedo. Cuando se acercó alcanzó a ver algunos racimos de ricas y grandes uvas. El Zorro observó atentamente a su alrededor. Quería asegurarse que estaba a salvo de los cazadores. Y decidió robarse algunas antes de que alguien se acercara.
 Dio un salto pero no logró alcanzar las uvas. Nuevamente saltó lo más alto que pudo. Aun así no pudo alcanzarlas. ¡Las uvas estaban demasiado altas para él!
 No estaba dispuesto a ceder. Retrocedió, tomó cierto impulso y pegó un salto en el aire hacia las uvas. Nuevamente no logró alcanzarlas.
 Estaba oscureciendo y estaba disgustado. Sus patas le dolían con tantas corridas y saltos. Finalmente dejó de intentarlo.
 Mientras se marchaba, se decía: "Realmente no me interesan esas uvas. Estoy seguro que están muy verdes para comer".

Moraleja: La gente a veces desdeña y critica lo que no puede tener.

domingo, 19 de abril de 2015

EL SOLDADITO DE PLOMO

EL SOLDADITO DE PLOMO



Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue: "¡Soldaditos de plomo!" Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas, pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa.
Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la historia.
En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes, pero el que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como él, sólo tenía una.

“Ésta es la mujer que me conviene para esposa”, se dijo. “¡Pero qué fina es; si hasta vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón en la que ya habitamos veinticinco: no es un lugar propio para ella. De todos modos, pase lo que pase trataré de conocerla.”
Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que estaba sobre la mesa. Desde allí podía mirar a la elegante damisela, que seguía parada sobre una sola pierna sin perder el equilibrio.
Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y toda la gente de la casa se fue a dormir. A esa hora, los juguetes comenzaron sus juegos, recibiendo visitas, peleándose y bailando. Los soldaditos de plomo, que también querían participar de aquel alboroto, se esforzaron ruidosamente dentro de su caja, pero no consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales, y la tiza se divertía escribiendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se despertó y contribuyó al escándalo con unos trinos en verso. Los únicos que ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos al aire; él no estaba menos firme sobre su única pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus ojos.
De pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y —¡crac!— abrióse la tapa de la caja de rapé...  Mas, ¿creen ustedes que contenía tabaco? No, lo que allí había era un duende negro, algo así como un muñeco de resorte.
—¡Soldadito de plomo! —gritó el duende—. ¿Quieres hacerme el favor de no mirar más a la bailarina?
Pero el soldadito se hizo el sordo.
—Está bien, espera a mañana y verás —dijo el duende negro.
Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguien puso al soldadito de plomo en la ventana; y ya fuese obra del duende o de la corriente de aire, la ventana se abrió de repente y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída terrible. Quedó con su única pierna en alto, descansando sobre el casco y con la bayoneta clavada entre dos adoquines de la calle.
La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero aun cuando faltó poco para que lo aplastasen, no pudieron encontrarlo. Si el soldadito hubiera gritado: "¡Aquí estoy!", lo habrían visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque vestía uniforme militar.
Luego empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que la lluvia se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle.
—¡Qué suerte! —exclamó uno—. ¡Aquí hay un soldadito de plomo! Vamos a hacerlo navegar.
Y construyendo un barco con un periódico, colocaron al soldadito en el centro, y allá se fue por el agua de la cuneta abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué corriente tan fuerte había! Bueno, después de todo ya le había caído un buen remojón. El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el soldadito sentía vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un músculo, mirando hacia adelante, siempre con el fusil al hombro.
De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón.
"Me gustaría saber adónde iré a parar”,  pensó. “Apostaría a que el duende tiene la culpa. Si al menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el bote conmigo, no me importaría que esto fuese dos veces más oscuro."
Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía en el túnel de la alcantarilla.
—¿Dónde está tu pasaporte? —preguntó la rata—. ¡A ver, enséñame tu pasaporte!
Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra, sino que apretó su fusil con más fuerza que nunca. El barco se precipitó adelante, perseguido de cerca por la rata. ¡Ah! había que ver cómo rechinaba los dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas que pasaban por allí.
—¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte!
La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del día allá, en el sitio donde acababa el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido atronador, capaz de desanimar al más valiente de los hombres. ¡Imagínense ustedes! Justamente donde terminaba la alcantarilla, el agua se precipitaba en un inmenso canal. Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para nosotros el arriesgarnos en un bote por una gigantesca catarata.
Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el barco se abalanzó al canal. El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo; nadie diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta los bordes; hallábase a punto de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al cuello; el barquito se hundía más y más; el papel, de tan empapado, comenzaba a deshacerse. El agua se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo… Y éste pensó en la linda bailarina, a la que no vería más, y una antigua canción resonó en sus oídos:
¡Adelante, guerrero valiente!
¡Adelante, te aguarda la muerte!
En ese momento el papel acabó de deshacerse en pedazos y el soldadito se hundió, sólo para que al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh, y qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que el túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho. Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, aunque estaba tendido cuan largo era.
Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil. Al poco rato, un haz de luz que parecía un relámpago lo atravesó todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba:
—¡Un soldadito de plomo!
El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se encontraba ahora en la cocina, donde la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo condujo a la sala, donde todo el mundo quería ver a aquel hombre extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le daba la menor importancia a todo aquello.
Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin, ¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir en esta vida! El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado  antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra.

De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arrojó de cabeza a la chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supuesto, aquel muñeco de resorte el que lo había movido a ello.
El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un calor terrible, aunque no supo si era a causa del fuego o del amor. Había perdido todos sus brillantes colores, sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derretía, pero continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se apoderó de la bailarina, que voló como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito de plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Poco después el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas lo encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la bailarina no había quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora negra como el carbón.

sábado, 18 de abril de 2015

EL CAMALOTE

EL CAMALOTE


Dicen que antes, en el Río Paraná, no existían los camalotes. Que la tierra era tierra, el agua, agua y las islas, islas. Pero todo esto era antes, cuando no habían llegado los españoles y en las orillas del río vivían los guaraníes.
Fue en 1526 cuando los hombres de Diego García remontaron lentamente primero el Mar Dulce y depués el Paraná, pardo e inquieto como un animal salvaje, a bordo de una carabela y un patache. El jefe llegaba como Gobernador del río de Solís, pero al llegar a la desembocadura del Carcarañá se encontró con que el cargo ya estaba ocupado por otro marino al servicio de España, Sebastián Gaboto. Durante días discutieron los comandantes en el fuerte Sancti Spiritu, mientras las tropas aprovechaban el entredicho para acostumbrar de nuevo el cuerpo a la tierra firme y recuperar algunas alegrías. Exploraron los alrededores y aprovecharon la hospitalidad guaraní. Así fue que una joven india se enamoró de un soldado de García. Durante el verano, mientras García y Gaboto abandonaron el fuerte rumbo al interior, ellos se amaron. Que uno no comprendiera el idioma del otro no fue un obstáculo, más bien contribuyó al amor, porque todo era risa y deseo. Nadaron juntos en el río, ella le enseñó la selva y él el bergantín anclado en la costa; él probó el abatí (maíz en guaraní), el chipá (pancitos elaborados con pancitos de mandioca), las calabazas; ella el amor diferente de un extranjero.

Mientras tanto, las relaciones entre los españoles y los guaraníes se iban desbarrancando. Los indios los habían provisto, los habían ayudado a descargar los barcos y habían trabajado para ellos en la fragua, todo a cambio de hachas de hierro y algunas otras piezas. Pero los blancos no demostraron saber cumplir los pactos, y humillaron con malos tratos a quienes los habían ayudado a sobrevivir. Hasta que los indios se cansaron de tener huéspedes tan soberbios y una noche incendiaron el fuerte. Los pocos españoles que sobrevivieron se refugiaron en los barcos, donde esperarían el regreso de Gaboto y García.

Después del incendio, el amor entre el soldado y la india se volvió más difícil, más escondido y más triste. Todos los días, en sus citas secretas, ella intentaba retenerlo con sus caricias y sus regalos y, sin embargo, no conseguía más que pulir su recelo.

Hasta que llegaron los jefes, se encontraron con la tierra arrasada y decidieron volver a España por donde habían venido.

Las semanas de los preparativos fueron muy tristes para la muchacha guaraní, que andaba todo el día por la orilla, medio oculta entre los sauces, esperando ver a su amante aunque sea un momento. Y, como no hubo despedida, la partida en cierto modo la tomó de sorpresa. Una mañana apenas nublada, cuando llegó hasta el río, vio que los barcos se alejaban. Los miró enfilar hacia el canal profundo y luego navegar, siempre hacia abajo, con sus mástiles enhiestos y sus estandartes al viento. Después de un rato eran ya tan chiquitos que parecía imposible que se llevaran tanto... Y, enseguida, el primer recodo se los tragó.

Durante días y días la india lloró sola el abandono: hubiera querido tener una canoa, las alas de una garza, cualquier medio que le permitiera alejarse por el agua, más allá de los verdes bañados de enfrente, llegar allí donde le habían contado que el Paraná se hace tan ancho y tan profundo, para seguir la estela de los barcos y acompañar al culpable de su pena.


Todos sus pensamientos los escuharon los porás (espíritus invisibles vinculados con los animales y las plantas, que pululaban por los ríos y los montes) de la costa, que se los contaron a Tupá (dios de las aguas, lluvia y granizo) y su esposa, dioses del agua. Y una tarde ellos cumplieron su deseo y la convirtieron en camalote. Por fin se alejaba de la orilla, por fin flotaba en el agua fresca y oscura río abajo, como una verde balsa gigantesca, arrastrando consigo troncos, plantas y animales, dando albergue a todos los expulsados de la costa, los eternos viajeros del río.

El flautista de Hamelin

El flautista de Hamelin



Había una vez…
…Una pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin. Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco.
Pero… un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga: ¡Hamelin estaba lleno de ratas!
Había tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros, perseguían a los gatos, sus enemigos de toda la vida;
se subían a las cunas para morder a los niños allí dormidos y hasta robaban enteros los quesos de las despensas para luego comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además… Metían los hocicos en todas las comidas, husmeaban en los cucharones de los guisos que estaban preparando los cocineros, roían las ropas domingueras de la gente, practicaban agujeros en los costales de harina y en los barriles de sardinas saladas, y hasta pretendían trepas por las anchas faldas de las charlatanas mujeres reunidas en la plaza, ahogando las voces de las pobres asustadas con sus agudos y desafinados chillidos.
¡La vida en Hamelin se estaba tornando insoportable!
…Pero llegó un día en que el pueblo se hartó de esta situación. Y todos, en masa, fueron a congregarse frente al Ayuntamiento.
¡Qué exaltados estaban todos!
No hubo manera de calmar los ánimos de los allí reunidos.
-¡Abajo el alcalde! - gritaban unos.
-¡Ese hombre es un pelele! - decían otros.
-¡Que los del Ayuntamiento nos den una solución! - exigían los de más allá.
Con las mujeres la cosa era peor.
- Pero, ¿qué se creen? - vociferaban -. ¡Busquen el modo de librarnos de la plaga de las ratas! ¡O hallan el remedio de terminar con esta situación o los arrastraremos por las calles! ¡Así lo haremos, como hay Dios!
Al oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron consternados y temblando de miedo.
¿Qué hacer?
Una larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía discurriendo en la forma de lograr atacar a las ratas. Se sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para lograr una buena solución contra la plaga.
Por fin, el alcalde se puso de pie para exclamar:
-¡Lo que yo daría por una buena ratonera!
Apenas se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta del Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo.
-¡Dios nos ampare! - gritó el alcalde, lleno de pánico -. Parece que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?
Los ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose.
-¡Pase adelante el que llama! - vociferó el alcalde, con voz temblorosa y dominando su terror.
Y entonces entró en la sala el más extraño personaje que se puedan imaginar.
Llevaba una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que estaba formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su portador era un hombre alto, delgado y con agudos ojos azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le caía lacio y era de un amarillo claro, en contraste con la piel del rostro que aparecía tostada, ennegrecida por las inclemencias del tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía a unos y otros, como si se hallara entre grandes amigos.
Alcalde y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su alta figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico atractivo.
El desconocido avanzó con gran simpatía y dijo:
- Perdonen, señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante reunión, pero es que he venido a ayudarlos. Yo soy capaz, mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo mismo da si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo.
Principalmente, uso de mi poder mágico con los animales que más daño hacen en los pueblos, ya sean topos o sapos, víboras o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista Mágico.
En tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron cuenta que en torno al cuello lucía una corbata roja con rayas amarillas, de la que pendía una flauta.
También observaron que los dedos del extraño visitante se movían inquietos, al compás de sus palabras, como si sintieran impaciencia por alcanzar y tañer el instrumento que colgaba sobre sus raras vestiduras.
El flautista continuó hablando así:
- Tengan en cuenta, sin embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi trabajo. El año pasado libré a los habitantes de una aldea inglesa, de una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad asiática le saqué una plaga de mosquitos que los mantenía a todos enloquecidos por las picaduras.
Ahora bien, si los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían un millar de florines?
-¿Un millar de florines? ¡Cincuenta millares!- respondieron a una el asombrado alcalde y el concejo entero.
Poco después bajaba el flautista por la calle principal de Hamelin. Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba seguro del gran poder que dormía en el alma de su mágico instrumento.
De pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al mismo tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso. Chispeaban como cuando se espolvorea sal sobre una llama.
Arrancó tres vivísimas notas de la flauta.
Al momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de Hamelin como si lo hubiese producido todo un ejército que despertase a un tiempo. Luego el murmullo se transformó en ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en algo estruendoso.
¿Y saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a salir ratas.
Salían a torrentes. Lo mismo las ratas grandes que los ratones chiquitos; igual los roedores flacuchos que los gordinflones. Padres, madres, tías y primos ratoniles, con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias enteras de tales bichos se lanzaron en pos del flautista, sin reparar en charcos ni hoyos.
Y el flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría calle tras calle. Y en pos iba todo el ejército ratonil danzando sin poder contenerse. Y así bailando, bailando llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas, ahogándose por completo.
Sólo una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó contra la corriente y pudo llegar a la otra orilla. Corriendo sin parar fue a llevar la triste nueva de lo sucedido a su país natal, Ratilandia.


Una vez allí contó lo que había sucedido.
- Igual les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a mis oídos las primeras notas de aquella flauta no pude resistir el deseo de seguir su música. Era como si ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata. Imaginaba tener al alcance todos los mejores bocados; me parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos, a roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: “¡Anda, atrévete!” Cuando recuperé la noción de la realidad estaba en el río y a punto de ahogarme como las demás.
¡Gracias a mi fortaleza me he salvado!
Esto asustó mucho a las ratas que se apresuraron a esconderse en sus agujeros.
Y, desde luego, no volvieron más a Hamelin.
¡Había que ver a las gentes de Hamelin!
Cuando comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les había molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, hasta el punto de hacer retemblar los campanarios.
El alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un jefe dando órdenes a los vecinos:
-¡Vamos! ¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas y cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles y procuren entre todos que no quede el menor rastro de las ratas!
Así estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta que, de pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el flautista mágico, cuya arrogante y extraña figura se destacaba en la plaza-mercado de Hamelin.
El flautista interrumpió sus órdenes al decirle:
- Creo, señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil florines.
¡Mil florines! ¡Qué se pensaba! ¡Mil florines!
El alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía. Y lo mismo hicieron sus compañeros de corporación, que le habían estado rodeando mientras mandoteaba.
¿Quién pensaba en pagar a semejante vagabundo de la capa coloreada?
-¿Mil florines… ?- dijo el alcalde -. ¿Por qué?
- Por haber ahogado las ratas - respondió el flautista.
-¿Que tú has ahogado las ratas? - exclamó con fingido asombro la primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus concejales -. Ten muy en cuenta que nosotros trabajamos siempre a la orilla del río, y allí hemos visto, con nuestros propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y, según creo, lo que está bien muerto no vuelve a la vida. No vamos a regatearte un trago de vino para celebrar lo ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos sufrido muchas pérdidas… ¡Mil florines! ¡Vamos, vamos…! Toma cincuenta.
El flautista, a medida que iba escuchando las palabras del alcalde, iba poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que lo engañaran con palabras más o menos melosas y menos con que se cambiase el sentido de las cosas.
-¡No diga más tonterías, alcalde! – exclamó -. No me gusta discutir. Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo!
-¿Yo? ¿Yo, un pacto contigo? - dijo el alcalde, fingiendo sorpresa y actuando sin ningún remordimiento pese a que había engañado y estafado al flautista.
Sus compañeros de corporación declararon también que tal cosa no era cierta.
El flautista advirtió muy serio:
-¡Cuidado! No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que toque mi flauta de modo muy diferente.
Tales palabras enfurecieron al alcalde.
-¿Cómo se entiende? – bramó -. ¿Piensas que voy a tolerar tus amenazas? ¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un cocinero? ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué te has creído?
El hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de gritos, como siempre ocurre con los que obran de este modo.
Así que siguió vociferando:
-¡A mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una flauta mágica y unos ropajes como los que tú luces!
-¡Se arrepentirán!
-¿Aun sigues amenazando, pícaro vagabundo?- aulló el alcalde, mostrando el puño a su interlocutor -. ¡Haz lo que te parezca, y sopla la flauta hasta que revientes!
El flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza.
Empezó a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los labios la larga y bruñida caña de su instrumento, del que sacó tres notas. Tres notas tan dulces, tan melodiosas, como jamás músico alguno, ni el más hábil, había conseguido hacer sonar.
Eran arrebatadoras, encandilaban al que las oía.
Se despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto pareció un alboroto y que era producido por alegres grupos que se precipitaban hacia el flautista, atropellándose en su apresuramiento.
Numerosos piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y el bullicio iba en aumento. Y como pollos en un gran gallinero, cuando ven llegar al que les trae su ración de cebada, así salieron corriendo de casas y palacios, todos los niños, todos los muchachos y las jovencitas que los habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas. Iban tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y sus carcajadas.
El alcalde enmudeció de asombro y los concejales también.
Quedaron inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que estaban viendo. Es más, se sentían incapaces de dar un solo paso ni de lanzar el menor grito que impidiese aquella escapatoria de los niños.
No se les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es decir, contemplar con muda estupidez, la gozosa multitud que se iba en pos del flautista.
Sin embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó a los concejales cuando vieron que el mágico músico se internaba por la calle Alta camino del río.
¡Precisamente por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas!
Por fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños. En vez de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur, dirigiendo sus pasos hacia la alta montaña, que se alzaba próxima. Tras él siguió, cada vez más presurosa, la menuda tropa.
Semejante ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de los padres.
-¡Nunca podrá cruzar esa intrincada cumbre! - se dijeron las personas mayores -.
Además, el cansancio le hará soltar la flauta y nuestros hijos dejarán de seguirlo.
Mas he aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda de la montaña, las tierras se agrietaron y se abrió un ancho y maravilloso portalón. Pareció como si alguna potente y misteriosa mano hubiese excavado repentinamente una enorme gruta.
Por allí penetró el flautista, seguido de la turba de chiquillos. Y así que el último de ellos hubo entrado, la fantástica puerta desapareció en un abrir y cerrar de ojos, quedando la montaña igual que como estaba.
Sólo quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar a los otros en sus bailes y corridas.
A él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos, cuando se les pasó el susto ante lo ocurrido.
Y lo hallaron triste y cariacontecido.
Como le reprocharon que no se sintiera contento por haberse salvado de la suerte de sus compañeros, replicó:
-¿Contento? ¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con que ahora se estarán recreando. También a mí me las prometió el flautista con su música, si le seguía; pero no pude.
-¿Y qué les prometía? - preguntó su padre, curioso.
- Dijo que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta ciudad donde abundan los manantiales cristalinos y se multiplican los árboles frutales, donde las flores se colorean con matices más bellos, y todo es extraño y nunca visto. Allí los gorriones brillan con colores más hermosos que los de nuestros pavos reales; los perros corren más que los gamos de por aquí. Y las abejas no tienen aguijón, por lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la miel. Hasta los caballos son extraordinarios: nacen con alas de águila.
- Entonces, si tanto te cautivaba, ¿por qué no lo seguiste?
- No pude, por mi pierna enferma- se dolió el niño -. Cesó la música y me quedé inmóvil. Cuando me di cuenta que esto me pasaba, vi que los demás habían desaparecido por la colina, dejándome solo contra mi deseo.
¡Pobre ciudad de Hamelin! ¡Cara pagaba su avaricia!
El alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al flautista plata y oro con qué rellenar sus bolsillos, a cambio de que volviese trayendo los niños.
Cuando se convencieron de que perdían el tiempo y de que el flautista y los niños habían partido para siempre, ¡cuánto dolor experimentaron las gentes! ¡Cuántas lamentaciones y lágrimas! ¡Y todo por no cumplir con el pacto establecido!
Para que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron desaparecer a los niños lo titularon Calle del Flautista Mágico. Además, el alcalde ordenó que todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin una flauta o un tamboril, perdiera su ocupación para siempre. Prohibió, también, a cualquier hostería o mesón que en tal calle se instalase, profanar con fiestas o algazaras la solemnidad del sitio.
Luego fue grabada la historia en una columna y la pintaron también en el gran ventanal de la iglesia para que todo el mundo la conociese y recordasen cómo se habían perdido aquellos niños de Hamelin.

viernes, 17 de abril de 2015

IGUÁ Y PORÁ-SÍ: Leyenda sobre el origen de las Cataratas del Iguazú

IGUÁ Y PORÁ-SÍ
Leyenda sobre el origen de las Cataratas del Iguazú

 Leyenda sobre el origen de las Cataratas del I-guazú, provincia de Misiones.
Para Iguá, joven guerrero de una tribu guaraní, la selva y el monte no tenían secretos. Conocía sus peligros y no los temía. Con el corazón repleto de aventuras, se internaba mas y más en la espesura, deseoso de explorar lo desconocido.
Un día su espíritu aventurero lo llevó hasta muy lejos de su tribu. Ahí, cerca de la ribera de un caudaloso río que no había visto antes, conoció a Porá-sí, una hermosa y dulce joven.
La belleza de la india lo hechizó de tal forma, que desde ese día, Iguá sólo transitó aquel camino, que lo llevaba junto a la muchacha. Así fue como se enteró que Porá-sí era hija de un cacique y que jamás consentiría en la unión de los jóvenes, ya que deseaba casarla con uno de sus mejores guerreros. A pesar de eso, los muchachos muy enamorados no dejaron de verse un solo día y a toda hora.
Pasó el tiempo y una tarde, Iguá encontró a Porá-sí llorando desesperada, su padre había decidido que para la próxima luna llena, se casara con el guerrero elegido. Entonces planearon huir juntos del lugar ... ¿Pero hacia dónde?
Iguá sabía muy bien que llevar a Porá-sí a su tribu pondría en peligro a su gente, porque el padre no la perdería sin luchar. Internarse en la selva no era cosa que él temiera, pero su amada tal vez no soportaría los pesados días de marcha. Sólo quedaba tratar de cruzar el caudaloso río, que se extendía frente a ellos... y tomados de la mano se pusieron a buscar el lugar de menos correntada y peligro.
De pronto escucharon gritos a sus espaldas. Habían sido descubiertos y los guerreros se acercaron hasta rodearlos. Desesperado Iguá, temiendo por la vida de Porá-sí, la subió a un grueso tronco que estaba en la orilla y lo arrastró con todas sus fuerzas hacia el centro del río. Ya las primeras flechas empezaban a caer junto a ellos.
Muy pronto Iguá perdió pie y el tronco comenzó a tambalearse de un lado a otro arrastrado por la corriente. Una lluvia de flechas cala sobre ellos.
El joven buscó la mirada de Porá-sí y encontró la respuesta a su pregunta: "mejor morir juntos que vivir separados".
Por suerte Tupá estaba observando y compadecido de los jóvenes, guió el tronco con mano firme sobre las turbulentas aguas, y formó grandes barrancos por los que el agua cala a torrentes, cortando el paso de los guerreros, que no se atrevieron a seguir adelante.
Cuando Iguá y Porá-sí llegaron a la otra orilla vieron que detrás de ellos se habían formado enormes cataratas, por donde era imposible pasar. Entonces se arrodillaron y agradecieron a Tupá por haberlos salvado. 

jueves, 16 de abril de 2015

CUENTO DE LA CIGARRA Y LA HORMIGA

LA CIGARRA Y LA HORMIGA


Había una vez, una cigarra que cantaba y bailaba porque era verano y le gustaba mucho estar al sol y jugar. Mientras saltaba y cantaba paso una hormiga llevando una hoja, hacía mucha fuerza porque la hoja era más grande que ella.
La cigarra le dijo- porque trabajas , en lugar de disfrutar el verano, es tan lindo
La hormiga le contestó- yo pienso como mis compañeras, que después vendrá el invierno y no abra comida para llevar-
La cigarra le dijo- ya habrá tiempo , y siguió cantando y saltando
Un día la cigarra se despertó y vio que hacía frío y ya no había más hojitas para comer, ni nada rico que llevarse a la boca, el frío la hacía temblar y no se había hecho ningún refugio.
Caminando muerta de frío y hambre se encontró con la hormiguita que estaba en la puerta de su casa tomando su merienda.
La cigarra le dijo- por favor dame de comer y abrigo.
Te conozco- le dijo la hormiga, eras la que jugó todo el verano, ves ahora estas sufriendo. 
La hormiga se apiado y le dio comida y albergue , y la cigarra aprendió que hay que ser prevenida.
Al verano siguiente fue la primera en salir a trabajar muy contenta, había aprendido la lección!!!

martes, 14 de abril de 2015

POR QUE EL CONDOR USA LA GOLILLA


POR QUE EL CONDOR USA LA GOLILLA

     El condor no siempre uso la golilla que lleva tan elegantemente en el cuello. Se acostumbro a su uso despues de haber sido derrotado, luego de una vergonzosa lucha, en la que lidio con un diminuto rival. La cosa ocurrio asi: Don Condor habia bajado al valle en ocasion de unas “chinganas” que se celebraban con motivo de la Semana Santa. En uno de los tantos bodegones instalados cerca de una plaza, don Condor conocio a un compadrito charlatan y pendenciero, muy conocido en el pago por su apodo de “Chusclin”. Se trataba nada menos que de un vulgar chingolo. Luego de una entretenida charla, en la que don Condor y el Chusclin alardeaban de hazaniosas pendencias y famosas “chupaderas”, como fin de la charla, formularon entre si una singular apuesta. Se desafiaron a beber vino: el que “chupara” mas sin “curarse” (en Cuyo “curarse” significa embriagarse), ganaria la apuesta y el perdedor, es decir, el que se “curara” mas pronto, pagaria el vino consumido y la vuelta para todos. Tanto
don Condor como Chusclin empinaron sus respectivas damajuanas y se inicio la puja. Don Condor, de buena fe, trataba de agotar el liquido “de una sentada”, sin reparar que Chusclin cada sorbo que bebia lo arrojaba al suelo sin que don Condor lo notara. 

     Como don Condor no estaba acostumbrado al vino como Chuclin, pronto comenzo a sentir dolor de cabeza y para atenuarlo se ato un paniuelo, a modo de vincha. Cuando don Condor advirtio el juego de Chusclin, lo apostrofo y se le fue encima. Chuclin, veterano peleador, lo espero sereno y confiado. Poco duro la pelea porque Chusclin con un certero golpe sangro la nariz de su contrincante, que solo atinaba a defenderse. En el entrevero, el paniuelo que don Condor  tenia atado a la cabeza, se le cayo y desde entonces lo lleva alli